El bosque de la noche (IV)

Djuna Barnes









LA SQUATTER

Jenny Petherbridge era una mujer de mediana edad, cuatro veces viuda. Todos sus maridos habían muerto consumidos; ella era como una ardilla que hiciera girar la rueda día y noche, en su afán por hacerlos históricos, y ellos no lo resistían.

Tenía un perfil anguloso y un cuerpo pequeño, débil y feroz que te hacían pensar, sin saber por qué, en la mujer de Popeye; no casaban. Cualquier parte de su persona sólo hubiera podido considerarse «correcta» separada del resto. En sus muñecas y en sus dedos había un trémulo ardor como de represión compleja. Parecía vieja y, al mismo tiempo, expectante de vejez. Te daba la impresión de estar humeando con el vapor de otra persona que estuviera en trance de muerte; sin embargo, sugería a la mente el olor (porque hay olores puramente mentales que no tienen realidad) de la mujer que va a parir. Su cuerpo sufría con su régimen de risas y migajas, invectiva e indulgencia. Pero si extendías el brazo para tocarla, su cabeza se movía perceptiblemente con el arco quebrado de dos instintos, retroceder y adelantar, de manera que la cabeza giraba con timidez y agresividad a la vez, dotada de un ritmo tiritón y expectante. Jenny sufría por la incapacidad de ponerse una prenda que le sentara bien. Era una de esas mujeres pequeñas y nerviosas que, se pongan lo que se pongan, parecen niños atormentados.

Tenía pasión por los elefantitos de marfil o de jade; decía que daban suerte, y dondequiera que fuera dejaba un reguero de figuritas de elefante; y andaba siempre de prisa y siempre jadeando.

Sus paredes, sus armarios y sus canteranos rebosaban de transacciones de segunda mano con la vida; hay que ser un ladrón auténtico e intrépido para agenciarse un botín de primera mano. En el dedo llevaba el anillo de casamiento de otra persona; encima de la mesa tenía la foto que Robin se había hecho para Nora. Los libros de su biblioteca eran elección de otra persona. Ella vivía entre sus objetos como una visita, en una habitación conservada «tal como estaba cuando…». Andaba de puntillas hasta al entrar en el cuarto de baño para llenar la bañera, nerviosa y andante. Se paraba, agitada y febril, delante de cada objeto de la casa. No tenía sentido del humor, ni paz, ni sosiego, y su trémula incertidumbre hacía que incluso los objetos que ella mostraba como «mi Virgen de Palma» o «el guante izquierdo de la Duse» retrocedieran difuminándose en la distancia, de modo que al interlocutor le resultaba imposible distinguirlos siquiera. Si alguien hacía un comentario jocoso acerca de un suceso contemporáneo, ella le miraba perpleja y un poco escandalizada como si fuera una inconveniencia, por lo que su atención se concentraba en detectar los faux pas. Con frecuencia decía que tal o cual cosa sería «su muerte» y sin duda lo habría sido, de haberla sufrido ella antes que nadie. Parecía que las palabras que le salían de la boca se las habían prestado; de haber sido obligada a inventarse un vocabulario, éste habría constado únicamente de «¡Ah!» y «¡Oh!». Planeando, temblando, andando con sigilo, refería anécdota tras anécdota en atropellado siseo, con una vocecita que parecía siempre a punto de quebrarse, enronqueciendo y convirtiéndose en una voz «normal», pero nunca se convertía. Los cuentos eran humorísticos y los contaba bien. Sonreía, gesticulaba, abría mucho los ojos; inmediatamente, todos los presentes tenían la sensación de que se perdía algo, de que allí había una persona a la que se le pasaba por alto la importancia del momento, alguien que no había oído el cuento: la propia narradora. Tenía infinidad de recortes de periódico y viejos programas de teatro. Frecuentaba la Comédie Française, hablaba de Molière, de Racine y de La Dame aux Camelias. Era generosa con el dinero. Hacía regalos espléndidos con espontaneidad pero ella era la peor receptora de regalos del mundo. Enviaba canastillas de flores a las actrices porque sentía pasión por los personajes que interpretaban. Las flores estaban atadas con metros de cinta de satén y el billete que las acompañaba era afable y efusivo. A los hombres les enviaba libros a docenas; la impresión general era la de que era una gran lectora, aunque quizá no había leído ni diez libros en toda su vida. Tenía una constante rapacidad por los hechos de las vidas ajenas; porque absorbía el tiempo se consideraba responsable de los personajes históricos; era ávida y desordenada de corazón. Con su pasión por ser una persona, profanaba el sentido mismo de la personalidad. En algún lugar de su ser se advertía la tensión del accidente que hizo del animal un conato de ser humano.

El futuro la inquietaba y ello la hacía indelicada. Era una de las mujeres malas más insignificantes de su tiempo; porque no podía dejar en paz a su tiempo, y sin embargo no podía formar parte de él. Quería ser la razón de todo y no era causa de nada. Tenía la facilidad de palabra y de acción que la Divina Providencia otorga a los que no pueden pensar por sí mismos. Era maestra de la frase melosa y del abrazo apretadísimo.

Inevitablemente, uno se la imaginaba durante el acto del amor lanzando las floridas exclamaciones propias de la commedia dell’arte; aunque no debería uno haberla imaginado en absoluto durante el acto del amor. Ella casi no pensaba en otra cosa, y aunque siempre se sometía al acto y siempre hablaba del espíritu del amor y aspiraba al espíritu del amor, era incapaz de alcanzarlo.

Nadie podía ser un intruso con ella porque no había lugar para la intrusión. Esta incapacidad la hacía sublevarse; no podía participar de un gran amor, sólo podía relatarlo. Dado que sus reacciones sentimentales eran anodinas, tenía que recurrir a las emociones del pasado, a los grandes amores ya vividos y relatados, y con ellos parecía sufrir y alegrarse.

Cuando se enamoraba, lo hacía con el furor de la malicia acumulada; inmediatamente, se convertía en traficante de emociones de segunda mano, emociones incalculables por lo tanto. Al igual que de los sólidos archivos de la costumbre se apropiara de la dignidad de la palabra, también se apropió del amor más apasionado que conocía, el de Nora por Robin. Era una squatter por instinto.

Jenny supo de Nora inmediatamente; conocer a Robin, hablar con ella diez minutos ya era conocer a Nora. Robin hablaba de ella con frases largas, difusas y vehementes. Jenny aguzó el oído. Aquellos dos amores parecían uno solo y parecían el suyo propio. Desde aquel momento, la catástrofe fue inevitable. Fue en mil novecientos veintisiete.

En sus citas anteriores, Jenny siempre llegaba temprano y Robin tarde. Podía ser en el Ambassadeurs (Jenny temía encontrarse con Nora). O podía ser una cena en el Bois —Jenny tenía las rentas conjuntas de cuatro maridos —, Robin entraba arrastrando un poco los pies, con ese andar un poco agresivo de las personas altas suavizado por la lisura de la cadera; con las manos en los bolsillos y el cinturón de la trinchera colgando, frunciendo el entrecejo con el gesto rebelde. Jenny se inclinaba sobre la mesa. Robin echaba el cuerpo atrás, con las piernas debajo de la silla para equilibrar la inclinación del cuerpo, y Jenny se adelantaba tanto que tenía que sujetar sus cortas piernas en la pata de la silla, doblando el tobillo por la parte de fuera, con los dedos hacia dentro, para no salir lanzada hacia delante; de este modo, formaban las dos mitades de un movimiento que, como en la escultura, tenía la belleza y el absurdo del deseo que florece pero que no puede dar fruto, que no puede realizar su destino; un movimiento que no puede denotar ni cautela ni osadía porque en ninguna de las dos se daba la condición fundamental para la consumación; eran como corredores griegos con el pie levantado pero sin el alivio de la orden que les permitiera bajarlo; eternamente irritadas, eternamente separadas en un gesto paralizado de cataléptico abandono.

El encuentro en la ópera no fue el primero, pero Jenny, al ver al doctor en el promenoir, y conociendo su pasión por el chismorreo, consideró preferible fingir que lo era; en realidad, había conocido a Robin un año antes.

Aunque Jenny sabía que su seguridad estaba en la discreción, ella no podía soportar la seguridad; ella quería ser lo bastante poderosa como para desafiar al mundo —y, sabiendo que no lo era, este conocimiento hacía aumentar aquel agobio de temblona timidez y furor. Al llegar a su casa con el doctor y Robin, Jenny encontró esperándola a varias actrices, a dos señores y a la marchesa de Spada, una mujer viejísima y reumática (con un perro de aguas viejo que se ahogaba de asma) que creía en los astros. Se habló de la suerte, se escudriñaron todas las manos de la sala y se analizaron y discutieron todos los destinos. En un extremo de la habitación había una niña (Jenny la llamaba sobrina pero no era de la familia) que había estado tocando el piano, pero cuando Robin entró dejó de tocar y se quedó mirándola por entre sus largas pestañas, como si hubiera hecho un descubrimiento prematuro. Era la niña de la que Jenny habló después cuando visitó a Félix.

La marchesa observó que todos los presentes brotaban de fuentes inagotables desde el comienzo del mundo y seguirían reapareciendo, pero una persona había llegado al final de su existencia y no volvería más. Al hablar miraba maliciosamente a Robin que estaba al lado del piano, hablando en voz baja con la niña; al oír las palabras de la marchesa, Jenny empezó a temblar levemente, y las puntas del pelo —un pelo hirsuto, viril y repelente— se le agitaban. Empezó a deslizarse por el enorme sofá, con las piernas debajo del cuerpo, en dirección a la marchesa y de pronto se levantó.

—¡Pediremos los carruajes! —exclamó—. ¡En seguida! ¡Salgamos a pasear! ¡Necesitamos tomar el aire! —Se volvió de espaldas, hablando con agitación—. ¡Eso, eso, pediremos los coches! ¡Esto está irrespirable!
—¿Qué carruajes? —preguntó el doctor mirando a unos y otros—. ¿Qué carruajes? —Oyó que la criada abría la puerta de la calle y llamaba a los cocheros. Se oyó el agudo crepitar de unas ruedas que se arrimaban a la acera y los gritos apagados de una voz con acento extranjero. Robin se volvió y dijo con una leve sonrisa maliciosa: «Ahora le ha entrado el pánico y habrá que hacer algo». Dejó la copa y se puso de pie, de espaldas al salón. Cuadró sus anchos hombros y, a pesar de que estaba bebida, se observaba en sus ademanes una cierta reserva y el deseo de marchar de allí.
—Ahora ha ido a vestirse —dijo apoyándose en el piano y extendiendo la mano con la que sostenía la copa—. A vestirse. Esperen. Ya verán. —Luego, adelantando el mentón hasta que se le transparentaron los nervios del cuello, agregó—: A vestirse de época.

El doctor, que estaba tal vez más violento que ninguno de los presentes y que, sin embargo, no podía prescindir del escándalo, o no tendría de qué murmurar cuando hablara de las «manifestaciones» de nuestra época hizo «¡Ssssh!» con un leve ademán y, efectivamente, en aquel momento, en la puerta del dormitorio apareció Jenny vestida con una falda de miriñaque, un sombrerito y un mantón y se quedó mirando a Robin que no le hacía el menor caso y estaba hablando con la niña. Jenny, con el vivo interés de la persona que está convencida de ser parte de la armonía del concierto que está escuchando, apropiándose en cierta medida su identidad, emitía pequeñas jaculatorias exclamativas.

Había en total tres carruajes, esos landós que, si se buscan con tiempo, aún pueden encontrarse en París. Jenny tenía una reserva permanente y, aunque no se les llamara, siempre daban vueltas por los alrededores de su casa, como moscas que rondaran un tazón de nata. Los tres cocheros estaban encorvados en el pescante, con el capote subido hasta las orejas, porque, aunque el otoño no había hecho más que empezar, alrededor de las doce de la noche hacía frío. Los habían llamado para las once y llevaban una hora esperando.

Jenny, helada de pánico porque Robin pudiera subir a uno de los otros carruajes con una muchacha inglesa, alta y de expresión un poco sorprendida, se sentó en el rincón del primer fiacre y se puso a gritar: «¡Aquí! ¡Aquí!», dejando que el resto de los invitados se distribuyeran por sí mismos. La niña, Sylvia, se sentó frente a ella, apretando con las manos la raída manta gris. Se oía una algarabía de voces y risas y Jenny advirtió, horrorizada, que Robin se dirigía hacia el segundo coche, en el que ya se había sentado la inglesa.

—¡Ah, no, no! —gritó Jenny, y golpeaba la tapicería del asiento, levantando una nube de polvo—. ¡Ven aquí! —dijo con voz de angustia, como si estuviera muriéndose—. Venid aquí conmigo las dos —agregó con voz ahogada; y, ayudada por el doctor, Robin subió al coche y, para mortificación de Jenny, la inglesa se instaló a su lado.

El doctor O’Connor se volvió entonces al cochero y le gritó:

Écoute, mon gosse, va comme si trente-six diables étaient accrochés à tes fesses! —Luego, agitando la mano con ademán de abandono, agregó—: ¿Y adónde sino a los bosques, los dulces bosques de París? Fais le tour du Bois! —gritó. Y, lentamente, los tres carruajes, un caballo tras otro, salieron a los Champs Elysées.

Jenny, sin nada que la protegiera del frío de la noche más que su mantón de Manila, que resultaba ridículo sobre su vaporoso vestido de miriñaque y con la manta sobre las rodillas, iba desplomada en el asiento, con los hombros caídos. Sus ojos, con una increíble celeridad, iban como dardos de una a otra de las muchachas, mientras el doctor, que se preguntaba cómo se las habría ingeniado él para meterse en aquel coche con tres mujeres y una niña, escuchaba las leves risas que sonaban en los otros coches, con una ligera punzada de intriga. «¡Ah! —murmuró entre dientes—. Justo la muchacha que Dios olvidó». Dicho lo cual le pareció que se precipitaba en las salas de la justicia donde había sufrido durante veinticuatro horas. «¡Dios nos valga!», dijo en voz alta. A lo que la niña se volvió ligeramente en su asiento mirándole con sus grandes ojos inteligentes que, de haberse percatado él, le habrían silenciado instantáneamente (porque el doctor sentía una reverencia maternal por la infancia). «¿Qué hombre es aquel que tiene que adoptar a los hijos de su hermano para convertirse en madre, y sueña que duerme con la esposa de su hermano para darle un futuro? Es algo que bastaría para atraer la negra maldición de Kerry».

—¿Qué? —exclamó Jenny, con intención de interrumpir la conversación susurrada entre Robin y la inglesa. El doctor se subió el cuello.
—Decía, madame, que por su peculiar perversidad, Dios ha hecho de mí un embustero.
—¿Qué? ¿Qué dice? —inquirió Jenny perentoriamente, con los ojos fijos todavía en Robin, de manera que su pregunta parecía ir dirigida a aquel ángulo del coche, más que al doctor.
Madame, tiene usted delante a un hombre que fue creado en la ansiedad —dijo él—. Mi padre, Dios haya acogido su alma, nunca se sintió satisfecho de mí. Cuando me alisté en el ejército se ablandó un poco al sospechar que era posible que yo sufriera daño en todo ese barullo que a veces pone a un hijo en la lista de los «desaparecido desde…». Al fin y al cabo, tampoco deseaba que me enmendaran a fuerza de metralla. Una vez entró en mi cuarto de madrugada para decirme que me perdonaba, más aún, que esperaba ser perdonado, que nunca había podido comprenderme pero que, tras muchas cavilaciones y profundas lecturas, venía a ofrecerme su amor, que lo sentía mucho, que había venido a ofrecerme eso y que esperaba que yo sabría portarme como un soldado. Parecía darse cuenta de mi triste situación: ser carne de cañón y caer como una niña que llora llamando a su mamá. De modo que me puse de rodillas encima del colchón y me arrastré hasta los pies de la cama donde él estaba, le abracé y dije: «No importa lo que hayas pensado: tenías razón y en mi corazón no hay para ti más que amor y respeto».

Jenny, acurrucada bajo la manta, no le escuchaba. Sus ojos seguían todos los movimientos de la mano de Robin que estaba ora posada en la de la niña ora en su pelo acariciándoselo, y la niña sonreía mirando las copas de los árboles.

—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo el doctor.

Jenny empezó a llorar suavemente, con lágrimas gruesas, súbitas y cálidas en su cara contraída por una rara tribulación. Aquello entristeció al doctor con un pesar gratamente sentido, ánimo con el que él solía lanzar sus mejores reflexiones. Observó, sin saber por qué, que al llorar ella parecía una personalidad singular, que, al multiplicar sus lágrimas, se colocaba en la situación del que es visto veinte veces en veinte espejos. Que sigue siendo uno pero su pena es múltiple. Jenny lloraba ya descaradamente. Puesto que el suave llanto inicial no había atraído la atención de Robin, ahora Jenny se sirvió de los espasmos de la garganta para llamarla con esa furia insistente que uno siente cuando trata de atraer a una persona determinada en una habitación llena de gente. El llanto se hizo tan preciso como el monótono acompañamiento de una melodía, a pesar de la incapacidad de su corazón. El doctor, que ahora iba sentado con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, dijo en un tono de voz casi profesional (hacía rato que habían dejado atrás el estanque y el parque y volvían dando un rodeo por los barrios bajos de la ciudad): «Amor de mujer por mujer, ¿qué mente pudo crear este demencial afán de angustia desenfrenada y sombría maternidad sin resolver?»

—¡Oh, oh, mírenla! —dijo ella. Hizo un brusco ademán señalando a Robin y a la niña, como si no estuvieran presentes, como si formaran parte del paisaje que iban dejando atrás con el avance del caballo—. Miren cómo rebaja el amor. —Deseaba que Robin lo oyera.
—¡Ah! —dijo él—. Amor, cosa terrible.

Ella golpeaba la banqueta con el puño. «¿Qué sabe usted de eso? Los hombres no saben nada. ¿Cómo van a saber? Pero una mujer, sí, la mujer es más sensible, más sagrada. ¡Mi amor es sagrado y mi amor es grande!»

—Cállate —dijo Robin poniéndole la mano en la rodilla—. Calla, no sabes lo que dices. No haces más que hablar y no sabes nada. Es un terrible defecto que tienes, que te identificas con Dios. —Sonreía. La inglesa, respirando de prisa, encendió un cigarrillo. La niña seguía callada como lo estuvo durante todo el paseo, con la cara vuelta hacia Robin, mirándola fijamente y tratando de impedir que sus pies, que no llegaban al suelo, oscilaran con el movimiento del coche.

Entones Jenny abofeteó a Robin arañándola y desgarrándola y llorando histéricamente. Lentamente, la sangre empezó a resbalar por las mejillas de Robin y, a medida que Jenny la golpeaba, Robin inclinaba el cuerpo hacia delante como a impulsos de los mismos golpes, como si no tuviera voluntad, hundiéndose en el pequeño carruaje, con las rodillas en el suelo, la cara hacia delante y un brazo levantado en actitud defensiva. Y, mientras ella descendía, Jenny, a su vez, como impulsada a concluir el movimiento, casi como una escena proyectada a cámara lenta, se inclinaba hacia delante, de manera que, cuando se completó el movimiento, las manos de Robin quedaron aprisionadas entre el pecho leve y blando y las rodillas de Jenny. Y de pronto la niña se echó hacia atrás en la banqueta, con la cara vuelta hacia el exterior, diciendo con una voz impropia de una niña porque estaba controlada por el terror: «¡Dejadme marchar, dejadme marchar, dejadme marchar!»

El coche torció suavemente por la rue du Cherche-Midi y Robin saltó al suelo antes de que se detuviera. Jenny bajó tras ella y la siguió hasta el jardín.

Poco después de aquello, Nora y Robin se separaron; al poco tiempo, Jenny y Robin zarpaban para América.

(Continuará…)

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