Todo eso otro

Beatriz Fiotto

Restos de un automóvil dando a luz a un caballo ciego que muerde un teléfono
(1938)-Salvador Dalí






La lamparita cuelga del cable que a su vez cuelga del techo como toda iluminación de la cocina. Ella señala esa lamparita y dice: “Vas a tener que colgarme de esta luz que me alumbra primero para sacarme este hijo” y con la otra mano se agarra el vientre. Varias veces la escuché reproducir esa historia, esos gestos, en esa misma cocina donde sucedió la discusión con su esposo porque él había decidido que un tercer hijo era mucho o que simplemente no lo quería. Esa no era una discusión más, había sacado el turno incluso. Desde ese momento no se hablaron más, ni siquiera el día que naciste, ella no habló ni para pedir que la ayuden a ponerse las medias cuando se preparaba para ir a tenerte.

Ese día se hizo una misa en la catedral metropolitana, el Presidente y su esposa asistirían por el aniversario del Golpe. 4 años. Justo ese día. Se hacían llamar Revolución Argentina. Y el diario lo anunciaba como otro evento protocolar más. Vos naciste en el aniversario del Golpe en pleno invierno. Pero madre era ajena a esa misa, la panza era inmensa y el parto fue muy rápido, el mejor de todos. No la hiciste sufrir. Como si hasta en eso, ya estuviera tu preocupación impresa, como disculpándote por tener que nacer. Como si hubieras alzado la vista a esa lámpara frágil y hubieses visto en ese vidrio redondo, una panza de nueve meses, la fragilidad de un vientre.

Todos nosotros nacimos en golpes. Apenas iniciada la Revolución Argentina, nace H. bajo el signo de Onganía, R. poco después y vos con Levingston para seguir con esa tradición. Yo corrí otra suerte, volví o fui (depende de cómo se lo cuente) a las fauces de una España franquista a nacer poco antes de que el tirano muera, para volver o venir (depende de cómo se lo mire) a ver instalarse el Proceso de Reorganización Nacional, otro eufemismo para un nuevo gobierno de facto.

Al estilo de la época, te vistieron igual que a tu hermano. El mismo modelito que por las tardes y las noches madre cosía en la Singer por entonces nueva. Ir a hacer una foto era un evento como ir al médico, había que peinarse bien y ponerse la mejor ropa, esas fotos luego viajarían a la familia de España, para que viesen qué hermosos los nietos y qué prolijos. Te daba miedo: “No quiero maquinarme”, decías y llorabas. El despliegue del fotógrafo, la puesta en escena, el telón y la utilería te asustaban, era como entrar a otro mundo, como si la simulación fuera una realidad que intenta extraerte algo, mediante el artificio de máquinas y luces que explotan o humean o simplemente encandilan un instante fugaz. Tan fugaz que no entendemos. Como si todo eso buscara que por ese soplo no seas vos o ver tu interior, tus huesos, tus órganos y los tocara con calor. El fotógrafo te acerca un auto de juguete y quedas congelado con la cabeza inclinada de costado, mirando las ruedas que hacías girar con tu dedo, sorprendido, preguntándote qué misterios se escondían en su funcionamiento. Tus rodillas gordas y bizcas debajo del short, tu saco igual al de R. y el pelo perfectamente peinado.

La casa nunca se terminó. Como la familia, fue abandonada. Las paredes sin revoque, los pisos de cemento sin baldosas, la escalera sin barandas eran el sello de esas casas que empiezan en una bonanza y un cielo soleado, y luego las tormentas y la miseria las vuelven tristes, oscuras y húmedas. Arriba iban a estar los dormitorios, pero sólo se construyeron unas paredes con unas aberturas de ocasión y un techo de chapa que sólo llegó a ser un gran galpón. Una tarde encontraste un arma en el cajón de la mesa de trabajo de ese galpón. Había quedado ahí, junto con algunas herramientas. Estabas en la terraza, R. lo pasaba de una mano a la otra. Te pusiste adelante con los brazos en jarra, con el cielo como único telón de fondo. “Apuntá a la frente”, le dijiste. R. cerró su ojo izquierdo, alineó tu entrecejo con la mira y con su otro ojo celeste como el color raro de ese tipo de serpientes de la isla de Komodo. Una línea recta que unía los tres puntos como una flecha. Hizo fuerza con ambas manos sobre un gatillo que no cedía. Dale, dale. El arma miraba desde un cíclope pozo profundo y silencioso como una boca muda. Nada se movió.

No dudaste en pararte de cuerpo entero, esperar el disparo que en la cámara fotográfica tanto te había asustado. No dudaste en ser abrazado por esa red de nubes lejanas.

¿Qué pasó desde esa fotografía hasta este revólver, para que decidas mirar de frente a ese pozo?

El asma era otra cosa, el ahogo, el dolor de respirar es el dolor de estar vivo. Es el umbral desde donde te mira la muerte. La noche de invierno que saliste al patio para tener aire, ese helado aire que te permita seguir, no podías enderezarte, caminaste mirando el suelo, con la mano te sostenías de la pared y luego del agotador esfuerzo de tomar aire, en una exhalación agónica la palabra “sáquenla” como un sediento pidiendo agua en el desierto. Caía la palabra de tus labios extenuados, casi un susurro que sólo estando pegada a vos se podía escuchar. No podías decir más. Repetías el mantra en cada respiración. Alguno de nosotros corría a mantener en otra habitación a esa madre que cuanto más difícil era tu respiración, más te gritaba y te reprochaba infinidad de males. Y como un dínamo, que cuanto más movimiento recibe, más energía devuelve; sus gritos agravaban los rasguños que el aire te hacía cada vez que intentabas respirar.

Dicen que el Che había estrechado su relación con la muerte desde chico por su condición de asmático.

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