Martin Eden (I)

Jack London









CAPÍTULO I

UNO de ellos abrió la puerta con un llavín y entró, seguido por un hombre joven, que, torpemente, se quitó la gorra. Este último, vestía ropas mal cortadas, que delataban al marino, y, a todas luces, se sentía desplazado en la amplia sala en la que acababa de entrar. No sabía qué hacer con la gorra e iba a guardársela en el bolsillo del abrigo, cuando el otro se la quitó. Lo hizo con mucha naturalidad, cosa que apreció el joven. «Lo comprende —se dijo—. Quiere ayudarme.»

Se pegó a los talones de su compañero, balanceando los hombros y con las piernas muy abiertas, igual que si el piso se agitara a los impulsos del mar. Las amplias salas le parecían pequeñas para su modo de andar y temía que sus anchas espaldas chocaran con las jambas de las puertas o derribasen los jarritos que adornaban las mesas. Iba de un extremo a otro, aumentando así los peligros que sólo estaban en su imaginación. Entre un piano de cola y una mesita, atestada de libros, quedaba suficiente espacio para que pasaran, por lo menos, doce personas, pero él los esquivó con inquietud. Sus robustos brazos le colgaban inertes a los lados. No sabía qué hacer con ellos ni con las manos y, cuando temió que el derecho derribase los libros, lo apartó con tal presteza que estuvo a punto de golpear el taburete del piano. Contempló la manera descuidada como andaba el otro y, por primera vez, se dio cuenta de que él lo hacía distinto a todo el mundo. Sintió una momentánea punzada de vergüenza por no ser como los demás. Le brotaron diminutas gotas de sudor en la frente y se detuvo, para secarse el bronceado rostro con un pañuelo.

—Un momento, Arthur, muchacho —dijo, intentando disimular su ansiedad con un tono de bravuconería—. Esto es demasiado para tu seguro servidor. Deja que recobre el ánimo. Sabes muy bien que no quería venir y me huelo que tu familia tampoco se muere de ganas de verme.
—No te preocupes —fue la tranquilizadora respuesta—. No hay que tenernos miedo. Somos gente sencilla. Mira, una carta para mí.

Arthur se dirigió a la mesa, abrió el sobre y comenzó a leer, dando así ocasión al otro de que se repusiera. Y éste, comprendiéndolo, se lo agradeció. Tenía una percepción vivísima y apreciaba a la gente. Pese a su nerviosismo, tal sentimiento comenzaba a despertarse. Se secó la frente y miró en torno suyo con expresión serena, aunque en sus pupilas brillase una semejante a la de las fieras cuando se sienten acorraladas. Se encontraba al borde de lo desconocido, inquieto por lo que pudiera ocurrir, sin saber qué hacer, consciente de que se comportaba con torpeza y temeroso de que todas sus cualidades y toda su vitalidad quedasen anuladas. Era muy sensible y extraordinariamente puntilloso y le alcanzó de lleno la divertida mirada que su compañero le dirigió por encima de la carta. Pero no demostró haberlo descubierto, ya que, entre otras varias cosas, había aprendido a dominarse. Además, le hería en su orgullo. Se maldijo por haber acudido, pero, al mismo tiempo, decidió que, pasara lo que pasara, puesto que estaba allí, iba a llegar hasta el final. Se endurecieron los rasgos de su semblante y en sus pupilas se encendió una luz de agresividad. Miró a su alrededor, mucho más tranquilo, con suma atención y registrando en la mente cada detalle. Tenía los ojos algo separados y nada se les escapaba dentro de su campo visual; conforme se recreaban en cuanto veían, la luz de agresividad fue desapareciendo, para ser sustituida por una mirada de aprobación. Sabía apreciar la belleza y, en aquel lugar, había suficientes motivos.

Le interesó especialmente un cuadro al óleo. Una potente ola rompía sobre una roca; el cielo se veía cubierto de unas nubes bajas de tormenta; más allá de la ola, una goleta, destacándose sobre el tenebroso cielo del atardecer, mostraba cada uno de los detalles de la cubierta. Era tan hermoso, que le atrajo de manera irresistible. Olvidó sus preocupaciones y se aproximó a la pintura, para mirarla demasiado de cerca. Toda su belleza desapareció al instante. El rostro del joven expresó una extraordinaria sorpresa. Contemplaba lo que se hubiesen dicho unas simples pinceladas y se echó hacia atrás. En seguida, la tela recobró todo su encanto. «Un truco», se dijo, al tiempo que se desentendía de ella, si bien, en medio de tantas impresiones como estaba recibiendo, aún pudo indignarse de que tal perfección sólo sirviese para ocultar un truco. Nada sabía de pintura. Se educó a través de cromos y de litografías que eran siempre concretas, tanto de lejos como de cerca. Ciertamente que había visto cuadros al óleo en los escaparates de algunas tiendas, pero los vidrios le habían impedido aproximarse demasiado.

Se volvió hacia su amigo, que continuaba con la carta, para, luego, mirar los libros apilados en la mesa. Sus pupilas brillaron con la mirada del hambriento que ve comida. Dio un paso, balanceando los hombros, y comenzó a examinar los volúmenes. Estuvo comprobando los títulos y los autores y, al fin, hojeó los textos, acariciándolos tanto con las manos como con los ojos. Encontró uno al que ya conocía. Después, descubrió un tomo de Swinburne, que se puso a leer, con el rostro encendido y olvidándose de dónde se hallaba. Por dos veces lo cerró, dejando el dedo a modo de señal, para asegurarse del nombre del autor. ¡Swinburne! Resultaba fácil de recordar. Se trataba de un tipo con los ojos bien abiertos, que captaba los colores y las luces brillantes. ¿Pero quién era Swinburne? ¿Habría muerto hacía cien años, como la mayoría de poetas? ¿Viviría aún para seguir escribiendo? Consultó la contraportada. Sí, era el autor de otros libros. Bien, pues mañana, a primera hora, iría a la biblioteca pública en busca de algo de Swinburne. Volvió su atención al texto, sumergiéndose en él en seguida. No pudo advertir que una mujer joven acababa de entrar en la habitación. Sólo se dio cuenta al oír la voz de Arthur, que decía:

—Ruth, éste es Mr. Edén.

Cerró el libro sobre el dedo y, antes de volverse, se agitaba ya a impulsos de las primeras impresiones, que no se referían a la muchacha sino a las palabras de su hermano. Bajo su cuerpo musculoso, era una masa de inquieta sensibilidad. Al menor impacto del mundo exterior sobre su consciente, sus pensamientos, simpatías y emociones se encrespaban cual una ardiente llama. Tenía una receptividad extraordinaria, mientras que su imaginación, siempre excitada, estaba de continuo estableciendo relaciones de semejanza y disparidad. Lo que le había impresionado era el «Mr. Eden», ya que durante toda su vida, le habían llamado «Eden», «Martin Eden» o, simplemente, «Martin». ¡Y ahora «Mr.»! Era subir un poco de categoría, se dijo. Su mente pareció convertirse al instante en una vasta cámara oscura y pudo ver interminables imágenes de su existencia, de estacadas y de castillos de proa, de campamentos y de playas, de cárceles y de tabernas, de lazaretos y de callejuelas, donde se le denominaba según la índole de las relaciones.

Y, entonces, se volvió hacia la muchacha. Al contemplarla, desaparecieron todos los fantasmas de su imaginación. Era una criatura pálida, etérea, de grandes y espirituales ojos azules, con una cascada de cabello dorado. No sabía cómo iba vestida, pero le constaba que sus ropas eran dignas de ella. La comparó a una rosa blanca, que reposara en un esbelto tallo. No, era sólo espíritu, una divinidad, una diosa: tal belleza no pertenecía a este mundo. Pero quizá los libros estuvieran en lo cierto y se encontrasen muchas como ella entre las clases elevadas. Merecía que la cantase aquel tipo, Swinburne. Puede que pensara en alguien como ella al describir a cierta muchacha llamada Isolda, en el libro que descansaba en la mesa. Esta avalancha de ideas, sentidos e imágenes, le arrolló en un instante, pero sin aislarle de la realidad del momento. Se dio cuenta de que ella le tendía la mano y de que, al estrechársela, le miraba con franqueza a los ojos, igual que un hombre. Ninguna de las mujeres que tratara lo hacía de aquel modo. En realidad, la mayor parte no las escuchaban nunca. Una oleada de recuerdos, decisiones de las distintas maneras como las había conocido, afluyó a su mente, amenazando con inundarla. Las quiso apartar, mientras miraba a la muchacha. Jamás vio otra igual. ¡La clase de mujeres con las que se había relacionado! Al instante, las alineó todas a ambos lados de Ruth. Durante un eterno segundo, el joven se encontró frente a una galería de retratos, de la que ella ocupaba el sitio principal, mientras en torno suyo se aglomeraban muchas otras, a todas las cuales debía valorar de una sola mirada, para compararlas. Vio los semblantes débiles y enfermizos de las operarías de las fábricas y los de las escandalosas habitantes de la parte baja de Market. Había mujeres de los campamentos ganaderos, esbeltas mexicanas que fumaban cigarrillos. Éstas, a su vez, fueron suplantadas por japonesas, de aspecto de muñeca, que andaban a pasitos, sobre zapatos de madera, por eurasiáticas, de facciones delicadas pero con los estigmas de la degeneración, y por indígenas de los mares del Sur, bronceadas y coronadas de flores. A todas ellas las sustituyeron las grotescas imágenes de una terrible pesadilla: malolientes y desaliñadas criaturas de los callejones de Whitechapel, brujas atiborradas de ginebra, una infernal corte de arpías, sucias y mal habladas, que bajo el disfraz de hembras monstruosas saquean a los marineros y que constituyen las lacras de los puertos, la hez del abismo humano.

—¿No quiere sentarse, Mr. Eden? —le dijo Ruth—. Tenía mucho interés en conocerle después de lo que Arthur nos contó. Fue usted muy valiente.

Martin, con un ademán como para restarle importancia, dijo que era lo natural y que cualquier otro, en su sitio, hubiese hecho lo mismo. Ruth advirtió que la mano que agitaba aparecía cubierta de heridas sin cicatrizar y una rápida ojeada a la otra, que pendía inerte, le reveló que se encontraba en idéntico estado. También pudo advertir una cicatriz en la mejilla, otra que sobresalía del cuero cabelludo y una tercera que desaparecía bajo el almidonado cuello. Contuvo una sonrisa al advertir la línea roja que señalaba la rozadura de éste sobre la curtida piel. Por lo visto, no tenía costumbre de usarlo. Sus penetrantes ojos de mujer también examinaron las ropas que vestía, de corte barato y antiestético, así como las arrugas de los hombros y las de las mangas, que delataban poderosos músculos. Mientras agitaba la mano, asegurando que lo hecho no tenía importancia, Eden accedió a la invitación de la muchacha de que se sentara. Se fijó en la naturalidad con la que ella lo hacía y, luego, tomó una silla para situarse delante, abrumado por la sensación de estar haciendo un papel ridículo. Esto le resultaba nuevo. Nunca le había importado lo más mínimo el ser distinguido o torpe. Ni una sola vez se le ocurrió pensarlo. Entonces, ocupó, muy incómodo, el borde de la silla, preocupado por sus manos. No sabía qué hacer con ellas. Arthur se disponía a salir de la sala y Martin Eden le siguió con la, vista. Se sentía muy solo, como perdido en compañía de aquella mujer pálida y espiritual. No había camareros a los que pedir unas bebidas ni, tampoco, algún chico al que enviar a la tienda más próxima en busca de unas latas de cerveza y, con esa excusa, iniciar una conversación.

—Tiene usted una cicatriz en el cuello, Mr. Eden —dijo la muchacha—. ¿Qué le ocurrió? Debe haber sido alguna aventura.
—Un mexicano con un cuchillo, señorita —respondió humedeciéndose los labios y aclarándose la garganta—. No fue más que una pelea. Cuando le quité el cuchillo, quiso arrancarme la nariz de un mordisco.

Aunque había empezado mal, vino a él una visión de aquella noche cálida y cuajada de estrellas en Salina Cruz, de la blanca franja de playa, con las luces de los cargueros de azúcar en la bahía, de las voces de los marineros borrachos y de los turbulentos descargadores en la distancia, del rostro del mexicano, encendido de odio, de sus ojos, brillando de furia animal a la luz de la luna, de la punzada del acero en el cuello y del chorro de sangre, de la multitud que gritaba y de los dos cuerpos, el suyo y el del mexicano, aferrado uno a otro, revolviéndose salvajemente en la arena, mientras, a lo lejos, se oía el suave rasguear de una guitarra. Se preguntó si aquella imagen, cuyo recuerdo le emocionaba, sabría reproducirla el que pintó el cuadro de la goleta que pendía en la pared. Se dijo que quedarían muy bien la blanca playa, las estrellas y las luces de los cargueros y, destacándose en primer término, sobre la arena, las oscuras figuras de quienes rodeaban a los contendientes. También debería incluirse el cuchillo, reluciendo a la luz de la luna. Pero nada de esto se traslució en sus palabras.

—Quiso arrancarme la nariz de un mordisco —repitió.
—¡Oh! —dijo la muchacha levemente y se pudo advertir una expresión de horror en su semblante.

También él se sintió impresionado y sus mejillas bronceadas se sonrojaron ligeramente, aunque sintió idéntico sofoco que al exponerse a la abierta portezuela de las calderas. Cosas tan sórdidas como peleas a cuchilladas no eran, por lo visto, tema adecuado de conversación con una señorita. La gente que salía en los libros, que figuraba en su círculo social, no hablaba de esas cosas; quizá ni siquiera supiesen que ocurrían.

Hubo una breve pausa en la conversación que intentaban iniciar. Luego, ella le preguntó tímidamente acerca de la cicatriz en la cara. Incluso mientras formulaba la pregunta, Martin comprendió que la muchacha intentaba ponerse a su nivel, por lo que decidió cambiar de tema y ponerse al suyo.

—Fue sólo un accidente —explicó, llevándose la mano a la mejilla—. Cierta noche, con mar muy gruesa, se rompió uno de los cables del botalón y, luego, una jarcia. El cable era de acero y comenzó a restallar igual que un látigo. Toda la guardia intentaba sujetarlo. Yo me adelanté y me dio en la cara.
—¡Oh! —repitió ella, en tono comprensivo, aunque, en realidad, cuanto él dijo le había sonado a griego y se estaba preguntando qué sería un botalón.
—Ese tipo Swinburne —exclamó Martin de pronto, con el propósito de llevar a la práctica sus proyectos y pronunciando el nombre lo más correctamente posible.
—¿Quién?
—Swinburne —repitió él—. Ese poeta.
—Ah, sí —dijo la muchacha.
—Pues ése —balbuceó Martin, sintiendo que, de nuevo, enrojecía—. ¿Hace mucho que murió?
—No sabía que hubiese muerto —Ruth le miró con curiosidad—. ¿Dónde le conoció?
—Nunca le he echado la vista encima —fue la respuesta—. Pero he leído unos versos suyos, en ese libro que está sobre la mesa, junto a la entrada. ¿Le gusta a usted?

Entonces, la muchacha comenzó a hablar con premura e interés acerca del tema que acababan de sugerirle. Martin se sintió mucho mejor, acomodándose en la silla y apoyando las manos en sus brazos, igual que si temiera que se le escapase. Al fin había conseguido hacerla hablar y, entonces, se esforzó por seguir sus conceptos, maravillándose de todo el saber almacenado en su linda cabeza y admirando la pálida hermosura de su rostro. Entendió bien las explicaciones, aunque se le escapasen ciertas palabras poco comunes, que ella pronunciaba con toda naturalidad, así como algunas frases críticas o imágenes a las que no estaba acostumbrado. No obstante, le estimulaban y le ponían sobre ascuas. Se dijo que allí había una vida auténticamente intelectual, junto a la belleza más cálida y extraordinaria que jamás soñara. Se olvidó de sus preocupaciones y clavó en la muchacha una mirada hambrienta. Por ella podía vivirse, merecía un esfuerzo para conquistarla, era digna de que se luchase por ella y, asimismo, de que por ella se muriese. Los libros decían la verdad. Existían mujeres como las descritas en sus páginas. Ruth era la prueba. Prestaba alas a su imaginación, dando pie a que le nacieran grandes cuadros donde destacaban vagas y gigantescas alegorías del amor y de la aventura, de hechos gloriosos, por causa de una muchacha, de una muchacha pálida cual una flor de oro. Apartó aquellas visiones y contempló a su interlocutora, que seguía hablando de arte y de literatura. La escuchó con mucha atención, pero sin dejar de admirarla y sin darse cuenta de la fijeza de su mirada y de que le asomaba a los ojos cuanto en él había de masculino. Ruth, pese a saber muy poco del universo de los hombres, advirtió en seguida sus ardientes pupilas. Nunca la habían mirado con tal intensidad y se sintió turbada. Tartamudeó un poco e interrumpió su explicación. Estaba perdiendo el hilo de sus razonamientos. Martin la asustaba, pero, al mismo tiempo, resultaba muy agradable que la mirasen de aquel modo. Toda su educación la advertía de un peligro y de un cebo misterioso y sutil. Sin embargo, sus instintos, que se le encendían en el seno, la impulsaban a abandonar su puesto y su clase, para conquistar a aquel extraño visitante de otro mundo, a aquel joven tosco, de manos laceradas y una línea roja en el cuello, causada por ropas a las que no estaba acostumbrado, el cual, evidentemente, venía marcado y señalado por una durísima existencia. Ella, en cambio, estaba limpia, tan limpia, que repelía; sin embargo, era mujer y comenzaba a descubrir la paradoja de serlo.

—Como le decía… ¿Qué es lo que le decía?

Se interrumpió de improviso, para reírse de su propio aturdimiento.

—Decía usted que ese tipo Swinburne no llega a ser un gran poeta por… y de ahí no pasó —se apresuró él a recordarle, mientras sentía que, al sonido de su risa, una súbita ansia y unos agradables escalofríos le recorrían la espalda.

Martin se dijo que Ruth tenía una risa argentina, parecida a campanillas de plata y, por un instante, se sintió transportado a un lejano país, donde se fumaba un cigarro al pie de un cerezo, mientras escuchaba las campanillas de la pagoda que convocaban a la oración a los fieles, calzados con abarcas de esparto.

—Sí, gracias —convino la muchacha—, Swinburne falla, en definitiva, por no ser delicado. Algunos de sus poemas no deberían leerse nunca. Cada uno de los versos de los grandes poetas está lleno de una hermosa verdad y despierta lo mejor y más noble de las personas. Ni un solo verso de los grandes poetas puede suprimirse sin empobrecer al mundo.
—Pues a mí me parecía sensacional —dijo Martin pensativo—. Por lo menos, lo que leí. No tenía idea de que fuese un pillo tan grande. Supongo que eso se verá en otros libros.
—En el que leyó usted podrían suprimirse muchos versos —afirmó Ruth con voz segura y tono dogmático.
—Pues debí pasarlos por alto —declaró Martin—. Yo lo encontré bueno de veras. Parecía que brillara y resplandeciera, iluminándome como el sol o como un faro. Ése es el efecto que me hizo, pero, naturalmente, no entiendo mucho de poesía, señorita.

Calló, algo avergonzado. Se sentía confuso, al darse cuenta de lo mal que se expresaba. Había percibido toda la grandeza y toda la fuerza de la vida en lo que acababa de leer, pero comprendía que sus palabras resultaban poco adecuadas. No podía explicar sus sensaciones y se comparó a un marinero que, en un buque desconocido y en una noche muy oscura, se moviese a tientas por el aparejo. Bien, decidió, de él mismo dependía familiarizarse con este nuevo ambiente. Jamás se encontró con nada que, de proponérselo, no llegase a dominar y era ya hora de aprender a expresar todo lo que llevaba dentro, de manera que ella le entendiese. La muchacha le estaba ampliando el horizonte.

—En cuanto a Longfellow… —comenzó a decir Ruth.
—Sí, a ése le he leído —la interrumpió Martin con vehemencia, ansioso de lucir sus escasos conocimientos—. El salmo de la vida, Excelsior y… creo que eso es todo.

Ella asintió, sonriendo, y Martin tuvo la impresión de que se trataba de una sonrisa tolerante, lamentablemente tolerante. Era estúpido intentar impresionarla de aquel modo. El tipo ese, Longfellow, habría escrito, sin duda, innumerables libros de poesía.

—Perdone que me haya entrometido así. La verdad es que no sé nada de esas cosas. No es lo mío. Pero no pararé hasta dominarlo.

Sonó casi como una amenaza. El tono de su voz era decidido y, al hablar, le brillaban los ojos y se le endurecían las facciones. Ruth creyó advertir que, asimismo, cambiaba el ángulo de su mandíbula; entonces resultaba desagradablemente agresiva. Al mismo tiempo, una oleada de intensa virilidad semejaba emanar de él, para arrollarla.

—Me parece que no le costará dominarlo —comentó la muchacha con una ligera risa—. Es usted muy fuerte.

Por un instante, contempló el musculoso cuello, de fuertes cuerdas, casi de toro, bronceado por el sol y emanando salud y vigor. Y, aunque Martin se mostraba ruborizado y humilde, la muchacha se sentía fuertemente atraída por él. Se sorprendió ante un extraño pensamiento que de súbito la invadió. Le parecía que, de rodearle el cuello de toro con las manos, toda su fuerza y su vitalidad iban a transmitírsele. Este pensamiento la sofocó. Sintió como si descubriese una desconocida depravación en su naturaleza. Además, la fuerza le parecía algo brutal y grosero. Siempre consideró que el prototipo de la belleza masculina era una esbelta gracia. Pero el extraño pensamiento no la abandonaba. Le sorprendía que deseara poner las manos en aquel cuello bronceado. La verdad es que estaba muy lejos de ser robusta y que tanto su mente como su cuerpo necesitaban vigorizarse. Pero lo ignoraba. Lo único de que se daba cuenta era de que ningún hombre llegó a impresionarla como éste, que, al mismo tiempo, la escandalizaba con su tosca pronunciación.

—Sí, no soy un inválido —reconoció Martin—. A la hora de comer, digiero hasta las tachuelas. Pero, en este momento, tengo dispepsia. No consigo tragar lo que me dice. No estoy preparado, ¿comprende? Me gustan los libros y la poesía y leo siempre que puedo, pero no he pensado mucho en esas cosas, como usted lo ha hecho. Por eso no puedo hablar de ellas. Soy como un piloto a la deriva en un mar desconocido, sin brújula y sin cartas marinas. Ahora quisiera enterarme. Quizás usted me pueda ayudar. ¿Cómo aprendió todo eso?
—Supongo que estudiando —respondió la muchacha.
—Yo estudié de chico —objetó él.
—Sí, pero me refiero a estudios superiores, a conferencias y a la Universidad.
—¿Usted ha ido a la Universidad? —le preguntó Martin estupefacto. Sintió entonces que Ruth se alejaba de él cosa de un millón de millas.
—Estoy matriculada en literatura inglesa.

Martin no entendió muy bien lo que aquello significaba, pero tomó nota mentalmente y continuó:

—¿Cuánto debería estudiar antes de que me admitiesen allí?

Ruth, complacida por su deseo de instruirse, le explicó:

—Eso depende de su preparación. ¿Fue usted al high school?. No, claro. ¿Terminó sus estudios primarios?
—Me faltaban dos cursos cuando lo dejé —explicó Martin—. Pero siempre tuve muy buenas notas.

Al instante, furioso consigo mismo por la bravata, apretó los brazos de la silla con las manos, hasta que le dolieron las puntas de los dedos. Se dio cuenta de que en aquellos momentos una mujer entraba en la habitación. Vio cómo la muchacha se ponía en pie e iba al encuentro de la recién llegada. Ambas se besaron y, enlazándose mutuamente por la cintura, se acercaron a él. Martin se dijo que, sin duda, debía tratarse de la madre. Era una mujer alta, rubia, esbelta y hermosa, de porte majestuoso. Vestida como podía esperarse en aquella casa. Le complació el corte gracioso y elegante de sus ropas. Su atuendo y su aire le hicieron pensar en las mujeres que aparecían en los escenarios. Recordó haber visto señoras de igual aspecto y elegancia que entraban en los teatros de Londres, bajo cuyas marquesinas se cobijara de la lluvia y de las que siempre algún policía le sacaba a empellones. De ahí, pasó al «Gran Hotel» de Yokohama, donde, asimismo, estuvo contemplando desde la acera a señoras como la madre de Ruth. De súbito, la ciudad y el puerto de Yokohama desfilaron ante sus ojos en mil imágenes sucesivas. Sin embargo, pronto apartó aquel caleidoscopio de su memoria, ante la urgencia del momento presente. Sabía que debía ponerse en pie para que les presentaran y se alzó de la silla torpemente, con los pantalones haciéndole bolsas en las rodillas, los brazos inertes y el rostro contraído.


CAPÍTULO II

DIRIGIRSE al comedor fue como un mal sueño. Trasladarse hasta allí, le resultó difícil a causa de sus titubeos, de su indecisión y de su temor. Pero, al fin, lo consiguió y ahora se sentaba a su lado. El despliegue de cuchillos y de tenedores le produjo una viva inquietud. Resplandecían cual la amenaza de desconocidos peligros, hasta que su brillo se convirtió en el telón de fondo sobre el que se movían una serie de imágenes del castillo de proa, en las cuales él y sus compañeros comían carne salada con ayuda de navajas y de los dedos o tomaban un espeso puré de guisantes con viejas cucharas de metal. Su olfato percibió, de nuevo, el olor a carne pasada, mientras en su memoria resonaban, junto con el crujir de los maderos y de los mamparos, los gruñidos de los tripulantes. Recordó su manera de comer, llegando a la conclusión de que eran unos cerdos. Ahora, él debía andar con cuidado. No haría ruido. Estaría muy atento a todo.

Miró en torno a la mesa. Frente a él, se sentaban Arthur y su hermano Norman. Al pensar que eran hermanos de Ruth, sintió un gran afecto por ellos. ¡Qué unidos estaban los miembros de aquella familia! Recordó el afectuoso beso con el que se saludaron la muchacha y su madre y el modo como, enlazadas por la cintura, fueron a su encuentro. En el mundo de Martin Eden, padres e hijos no daban tales muestras de mutuo afecto. Era como una revelación de la altura existencial a la que se llegaba en aquel estrato superior. Era lo mejor de lo poco que había visto. Le impresionó mucho comprobarlo, sintiéndose invadido por una cálida simpatía. Durante toda su vida sintió hambre de afecto. Toda su naturaleza lo ansiaba. Era casi una necesidad física. Sin embargo, había tenido que prescindir de él por completo, lo que le exigió endurecerse. En realidad, no llegó a saber que necesitaba afecto. Ni siquiera entonces se daba cuenta. Simplemente, vio unos ejemplos palpables, que le impresionaron, por parecerle espléndidos, excelentes y elevados.

Se alegró de que Mr. Morse no estuviese presente. Era ya bastante difícil trabar conocimiento con Ruth, con su madre y con su hermano Norman. A Arthur le había conocido poco antes. Estaba seguro de que el padre le hubiese resultado demasiado. A Martin le parecía que nunca había tenido que esforzarse tanto en toda su vida. El trabajo más duro era sólo un juego de niños comparado con esto. Diminutas gotas de sudor le perlaban la frente y tenía la camisa empapada, a causa de la tensión de atender tantas cosas a la vez. Debía asegurarse de que comía de un modo para él desacostumbrado, manejar extraños cubiertos, mirar subrepticiamente en torno suyo para aprender cómo se hacía cada cosa, absorber las continuas impresiones que recibía e irlas anotando y clasificando mentalmente. Mientras, su anhelo por Ruth crecía hasta producirle una aguda inquietud, a la que contribuían el incontenible deseo de situarse en su mismo sendero de la vida y los numerosos y vagos proyectos para conquistarla que no cesaba de trazar. Además, cuando disimuladamente dirigía una mirada a Norman, que se sentaba enfrente, o a cualquier otro para asegurarse de qué cuchillo o tenedor debía usar en cada momento, grababa sus facciones en la memoria, para estudiarlas y adivinar lo que ocultaban con respecto a ella. Luego, debía hablar, oírlo que decían, mantenerse atento a la conversación y estar dispuesto a responder con agilidad y palabra clara, Y, para que aumentase su confusionismo, allí estaba el sirviente, una continua amenaza que silenciosamente le aparecía sobre el hombro, una horrenda esfinge que le planteaba continuos acertijos y adivinanzas, a las que debía dar inmediata respuesta. Durante toda la comida, le obsesionaron los lavadedos. Varias veces, unas con insistencia, otras sin venir a cuento, se preguntó cuándo aparecerían y qué aspecto debían tener. Había oído hablar mucho de ellos y ahora, antes o después, en el espacio de breves minutos, iba a verlos, sentado a la mesa de personas habituadas a esos chismes, y, entonces, también él debería usarlos. Pero, lo más importante, siempre en el fondo de todas sus ideas, aunque dominándolas, estaba el problema de cómo debía comportarse hacia sus anfitriones. ¿Cuál debía ser su actitud? No dejó ni un solo momento de darle vueltas a ese problema. Sintió la cobarde tentación de simular, de representar un papel, pero, a la vez, tuvo el cobarde temor de que fracasaría en el intento, pues su naturaleza no se adaptaba a esas cosas y, en consecuencia, se pondría en ridículo.

Durante la primera parte de la cena, mientras se debatía consigo mismo acerca de la actitud a adoptar, estuvo muy callado. Ignoraba que su silencio desmentía las palabras que Arthur pronunciara la víspera, cuando anunció que había invitado a cenar a un salvaje, pero que no debían asustarse pues se trataba de un salvaje muy interesante. Martin Eden no hubiera podido creer esa traición por parte del hermano de Ruth, sobre todo teniendo en cuenta que le sacó de una situación más que desagradable. Por tanto, Martin siguió sentado, inquieto por su torpeza y, al mismo tiempo, atraído por cuanto en tomo suyo ocurría. Por primera vez, comprendió que comer no era una simple función utilitaria. No advirtió lo que le servían. Se trataba, tan sólo, de alimentos. Estaba celebrando su amor por todo lo bello en aquella mesa en la que comer constituía un acto estético. También resultaba un acto intelectual. Su mente se agitaba. Oyó palabras que le eran ininteligibles y otras que únicamente había visto en libros, pero que ningún hombre o mujer de cuantos conociera tenía suficiente capacidad para pronunciar. Al comprobar cómo, sin darle importancia, salían de labios de aquella maravillosa familia, la familia de Ruth, se sentía entusiasmado. Cuanto de novelesco, de hermoso y de fuerte había en los libros, estaba, entonces, cobrando vida. Se encontraba en ese extraño y delicioso estado de ánimo del hombre que ve cómo sus sueños abandonan las cavernas de la fantasía para hacerse realidad.

Nunca hasta entonces viera un concepto tan alto de lo que era vivir y se mantuvo en segundo término, escuchando, observando y sintiendo un gran placer, mientras respondía con simples monosílabos, limitándose a decirle «Sí, señorita» y «No, señorita» a la muchacha y «Sí, señora» y «No, señora» a su madre. Contuvo el impulso, consecuencia de su entrenamiento en el mar, de decirle «Sí, señor» y «No, señor» a su hermano. Comprendía que era inapropiado y equivalía a una confesión de inferioridad, grave inconveniente si quería conquistar a Ruth. Así se lo indicó también su orgullo. «¡Por Dios —se dijo en una de las ocasiones—, que valgo tanto como ellos y, si saben muchas cosas que ignoro, puedo aprenderlas en seguida!» Pero, al instante, en cuanto Ruth o su madre le llamaban «Mr. Eden», olvidaba su agresivo orgullo, para sentirse henchido de satisfacción. Era un hombre civilizado, sin lugar a dudas, en una comida con gente que había leído libros. Y él también iba a leerlos, aventurándose por sus páginas. Pero mientras desmentía la descripción que de él hiciera Arthur y se comportaba como un cordero más que como un salvaje, su mente giraba en busca de un camino. Martin no era, ni mucho menos, un ser manso y el papel de segundo de a bordo no encajaba con su dominante naturaleza. Habló sólo cuando se dirigían a él y lo hizo del mismo modo como fue hasta el comedor, con titubeos e interrupciones, para poder elegir bien las palabras de su polígloto vocabulario, dudando acerca de algunas que sabía correctas, pero que temía no poder pronunciar debidamente, y rechazando otras que le constaba que no iban a comprender o que resultarían groseras y toscas. Pero, de continuo, se daba cuenta de que esta preocupación le impedía expresarse con la necesaria claridad. Al mismo tiempo, su amor a la independencia chocaba con tantas restricciones, igual que el cuello se le rebelaba contra la camisa y la corbata. Además, comprendía que no podía mantener aquella actitud durante mucho tiempo. La naturaleza le había otorgado una mente poderosa y sensible, con inquieto y apasionado espíritu creador. Le dominaba con facilidad cualquier idea o sensación que, con los dolores del parto, pugnara por expresarse y cobrar forma y, en esos instantes, se olvidaba de sí mismo y de dónde se encontraba, para recurrir a las viejas palabras, las herramientas del diálogo.

Con ocasión de rechazar algo que le ofrecía el sirviente, que no dejaba de interrumpirle y de inclinarse sobre su hombro, advirtió breve y secamente:

—Powl.

Al instante, los comensales quedaron sorprendidos, esperando una explicación, el sirviente íntimamente satisfecho y él dominado por la vergüenza. Sin embargo, pronto se rehízo:

—Quiere decir «fin» en canaca —aclaró— y no me di cuenta de que la usaba. —Advirtió que Ruth no dejaba de mirarle las manos con mucha curiosidad y, puesto ya a dar explicaciones, añadió—: Iba embarcado en un correo del Pacífico. Veníamos retrasados y ha habido que trabajar como negros para desembarcar la carga. Así se me hirieron las manos.
—No era eso —aclaró la muchacha con premura—. Es que sus manos resultan demasiado pequeñas para su cuerpo.

Martin sintió que le ardían las mejillas. Lo tomó como una nueva crítica a sus muchas deficiencias.

—Sí —convino—. No son lo bastante grandes para mi trabajo. Pego como una mula con los brazos y los hombros. Son fuertes y, cuando le doy a un tipo en la mandíbula, las manos también sufren.

No le satisfizo lo que acababa de decir. Se sintió a disgusto. Había bajado la guardia y habló de cosas poco agradables.

—Fue usted muy valiente al ayudar a Arthur como lo hizo y, además, sin conocerle —comentó Ruth, dándose cuenta de su incomodidad aunque no comprendiese el motivo.

Martin, a su vez, comprendió lo que ella había hecho y, dominado por un cálido agradecimiento, olvidó, nuevamente, vigilar su vocabulario.

—No tiene importancia —aseguró—. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Aquella pandilla de matones iban buscando bronca y Arthur no les molestaba. Se le echaron encima y, luego, yo me eché encima de ellos, tumbando a algunos. Allí dejé parte de la piel de las manos, y ellos, algunos dientes. No me lo hubiese perdido por nada del mundo. Cuando veo…

Se interrumpió, con la boca abierta, al borde del abismo de su depravación, que le hacía indigno de respirar el mismo aire que la muchacha. Y, mientras Arthur continuaba el relato, por vigésima vez, de su aventura con los matones borrachos del transbordador y de cómo intervino Martin Eden para rescatarle, este último, con las cejas fruncidas, se recriminaba por haberse puesto en ridículo y se enfrentaba con mayor decisión al problema de cómo debía comportarse ante aquella gente. Hasta entonces, no lo hizo muy bien. A su juicio, no pertenecía a su tribu ni sabía hablar su jerga. No podía engañarles. El disfraz acabaría por descubrirse y, además, el disimulo no entraba en su carácter. No concebía ni la trampa ni el juego sucio. Ante todos, se presentaba siempre con honestidad. De momento, no era capaz de expresarse igual que ellos, aunque llegaría a aprenderlo. Estaba decidido. Pero, mientras tanto, debía hablar y debía hacerlo a su manera, suavizado, desde luego, para que le comprendiesen y no se escandalizaran. Y, además, no pretendería, aunque fuese tácitamente, estar familiarizado con algo que desconociera. Fiel a esta decisión, cuando los dos hermanos, que discutían cosas de la Universidad, usaron varias veces el término «trig», Martin Eden indagó:

—¿Qué es trig?
—Trigonometría —explicó Norman—. Una forma superior de mates.
—¿Y qué son mates? —Fue la siguiente pregunta, que hizo reír a Norman.
—Matemáticas, aritmética —aclaró.

Martin Eden asintió. Acababa de tener una breve visión del ilimitado campo del conocimiento. Y lo que veía iba convirtiéndose en tangible. Sus extraordinarios poderes de imaginación hacían que las abstracciones tomaran formas concretas. En la alquimia de su mente, la trigonometría, las matemáticas y todo el campo del saber, al que pertenecían, se convirtieron en un paisaje. Vio la maleza verde, que rodeaba amplios calveros iluminados por resplandecientes rayos. A lo lejos, los detalles resultaban borrosos a causa de la neblina escarlata, pero le constaba que detrás estaba el encanto de lo desconocido, de la aventura. Le resultaba tan excitante como una bebida. Allí estaba el esfuerzo, algo que dominar con la mente y con las manos, un mundo nuevo que conquistar; al instante, desde el fondo de su subconsciente, brotó la idea de conquistarlo para ganarla a ella, a aquella muchacha rubia y espiritual, que se sentaba a su lado.

La resplandeciente visión se deshizo a causa de Arthur, quien, durante toda la velada, intentaba conseguir que se descubriese el salvaje que Martin Eden llevaba dentro. Éste recordó su decisión. Por primera vez, se comportó con naturalidad, conscientemente al principio, pero, pronto, se sumió en el goce de la creación, en hacer que la vida, tal como él la conocía, apareciese ante los ojos de sus oyentes. Iba enrolado en la goleta Halcyon cuando la capturó un guardacostas. Lo presenció todo personalmente y podía contarlo. Hizo que ante su auditorio se extendiesen el inquieto mar y los hombres y los buques que lo surcaban. Supo inyectarles su poder de visión, hasta que vieron cuanto sus ojos habían visto. Con habilidad de artista, fue seleccionando, de entre la enorme cantidad de detalles que recordaba, los más apropiados para trazar imágenes vivísimas, llenas de luz y de color, de modo que sus oyentes se sintieron arrastrados por las oleadas de violenta elocuencia, entusiasmo y poder. A veces, les escandalizó con la viveza de sus descripciones y con su crudo léxico, pero, en los momentos de mayor violencia, la belleza siempre seguía al dato descarnado y solía aliviar la peor tragedia con rasgos de humor, al interpretar los extraños cambios mentales de los marineros.

Mientras hablaba, la muchacha le iba contemplando con sorprendida expresión. Se le contagiaba su fuego. Se preguntaba si había estado helada durante toda su existencia. Deseaba apoyarse en aquel hombre ardiente, que semejaba un volcán que despidiera fuerza, vigor y salud. Se sentía tan atraída por él, que tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Entonces, la acometió el impulso contrario, de apartarse. Se sentía repelida por aquellas manos laceradas, a las que tiznó el trabajo hasta el punto de que toda la suciedad del mundo se había incrustado en la propia carne, por la señal roja del cuello y por los poderosos músculos. Su rudeza la asustaba. Cada frase incorrecta, le parecía un insulto a sus oídos, cada incidente violento de su existencia, un insulto a su alma. Pero siempre volvía a sentir su atracción, hasta que decidió que Martin debía ser muy malo para ejercer tal poder sobre ella. Todos los conceptos aprendidos hasta entonces, se tambaleaban en su mente. Las aventuras de Eden semejaban derribar todos los convencionalismos. Por el modo como reía ante los peligros, se hubiese dicho que la vida no era un asunto serio, a base de esfuerzos y de autodominio, sino un juego, en el que se intervenía alegremente para gozarlo a fondo y, luego, abandonarlo sin pena. «¡Juega! —Parecía ordenarle a la muchacha una voz interior—. ¡Apóyate en él y ponle las manos en el cuello!» Quiso gritar ante lo desquiciado del impulso y, en vano, intentó valorar su propia limpieza y su cultura, oponiéndolas a cuanto él representaba. Miró en torno suyo y pudo comprobar que los otros contemplaban atentamente a Martin; se hubiese desesperado de no ver horror en las pupilas de su madre, el horror de la fascinación, desde luego, pero horror pese a todo. Aquel hombre, que llegaba desde las sombras, era malo. Su madre se había dado cuenta y su madre tenía razón. Se guiaría por su buen juicio, como siempre lo había hecho en todo. El fuego que de él emanaba ya no era cálido y el miedo que le provocaba ya no resultaba punzante.

Más tarde, al piano, Ruth tocó para él, con cierta agresividad, con el vago propósito de destacar el insalvable abismo que les separaba. Empleó la música como un arma con la que golpear a Martin, pero, aunque a éste le aturdió, disminuyéndole, en la práctica no hizo más que excitarle. Contemplaba a la muchacha con reverencia. Igual que ella, comprobaba cómo el abismo entre ambos se iba ampliando, pero, al mismo tiempo, crecía su ambición de llegar a la otra orilla. Sin embargo, Martin constituía un amasijo de sensibilidades, en exceso complicadas, para pasarse toda una tarde en la estática contemplación de un abismo, especialmente cuando había música. Era muy sensible a la música. Le hacía el mismo efecto que una bebida fuerte que le impulsara a la audacia o de una droga que dominase su imaginación, lanzándole a las nubes. Le hacía olvidarse de los hechos sórdidos, inundando su ánimo de belleza, despertando el gusto por la aventura y añadiendo alas a sus pies. No comprendió la música que interpretaba la muchacha. Resultaba muy distinta a la de los pianos mecánicos de las salas de baile o al estruendo de las charangas. Pero algo de ella leyó en los libros y, entonces, la aceptaba por lealtad a Ruth, esperando pacientemente los alegres compases de los ritmos simples y sorprendiéndose de que concluyesen tan pronto. En cuanto comenzaba uno, despertando su imaginación, desaparecía en seguida entre un mar de sonidos, que para él carecían de significado, y que mataban su fantasía, dejándole en tierra, cual un cuerpo inerte.

De pronto, se le ocurrió a Martín que en todo aquello podía haber un deliberado propósito de rechazarle. Captó su espíritu de antagonismo y se esforzó por adivinar la cuantía que sus manos provocaban en las teclas. Luego, Martin apartó aquella sospecha, como indigna, entregándose con más libertad a la música. Volvió a encontrarse en magnífico estado de ánimo. No sentía ya los pies de barro y la carne se le convirtió en espíritu. Ante sus ojos y en su mente, se desplegó como una bandera de gloria, que desapareció pronto, para alejarle de aquel lugar y sentarle en la cúspide del mundo, que le parecía un mundo excelente. Lo conocido y lo desconocido se mezclaban en aquel ensueño, que le cegaba la vista. Entró en extraños puertos, bañados por el sol, y fue recorriendo mercados, codeándose con bárbaras tribus, que nadie viera hasta entonces. Sentía el aroma de las islas de las Especias, tal como lo recordaba en las noches cálidas en alta mar, o se enfrentaba a los alisios durante largos días en el trópico, viendo cómo, a su espalda, los islotes de coral, coronados de palmeras, desaparecían en las aguas color turquesa y cómo, delante, iban surgiendo otros islotes de coral, coronados de palmeras, de las aguas turquesa. Las imágenes eran tan rápidas como el pensamiento. En un instante, se encontraba cabalgando un potro salvaje a través de la pradera y, al otro, contemplaba el blanco sepulcro que constituía el Valle de la Muerte, enturbiado por el calor, para, luego, verse remando en un océano helado, en el que grandes icebergs brillaban al sol. Descansaba en una playa de coral, donde los cocoteros crecían junto a las suaves olas. Los restos de un naufragio aparecían iluminados con antorchas, que despedían llamas azules, bajo cuyo resplandor bailaban unas muchachas a los compases de bárbaras canciones de amor, interpretadas por tam tams y ukeleles. Era una sensual noche de los trópicos. A lo lejos, la silueta de un volcán se recortaba sobre el cielo. En lo alto, se veía una pálida luna creciente y la Cruz del Sur brillaba muy baja en el firmamento.

Martin podía compararse a un arpa. Cuanto conoció en la vida y se mantenía en su consciencia, equivalía a las cuerdas y la música era como un viento que, al rozarlas, las hacía vibrar, despertando sueños y recuerdos. Pero no se limitaba a sentir. Las sensaciones adquirían forma, color y brillo y, todo cuanto inventaba su imaginación, acababa por corporeizarse, de una forma casi mágica. Se mezclaron el pasado, el presente y el futuro y Martin continuó recorriendo el ancho, largo y cálido mundo, intentando grandes aventuras y realizando actos meritorios, para satisfacerla a Ella y, tras conquistarla, continuar, enlazados por la cintura, su vuelo por el reino de la fantasía.

La muchacha, que le miraba por encima del hombro, pudo advertir algo de esto en su semblante. Semejaba transfigurado, con ojos que brillaban y que parecían ver más allá del velo de los sonidos. Tras esa máscara, Ruth pudo descubrir el pulso de la vida y los gigantescos fantasmas del espíritu. Quedó sorprendida. Había desaparecido el marinero torpe y rudo. Quedaban las ropas mal cortadas, las manos heridas y el rostro curtido por el sol, pero esto resultaba ahora como las rejas de una cárcel, a través de las cuales pudo ver un alma descomunal y anhelante, pero que permanecía muda porque sus débiles labios no le prestaban la necesaria voz. No lo percibió más que por un breve instante; luego, volvió el marinero rudo y la muchacha se rió de sus fantasías. Pero se mantuvo la impresión de aquel momento y, cuando él decidió marcharse, le prestó el volumen de Swinburne y otro de Browning, al que entonces estaba estudiando. A Ruth le pareció entonces igual a un niño por el modo de ruborizarse, mientras balbuceaba unas torpes gracias, y se sintió invadida por una ola de maternal compasión. Ya no recordaba al rudo marinero ni su alma aprisionada, ni, tampoco, al hombre que la miraba con tanta masculinidad que la encantaba y, al mismo tiempo, le producía una viva inquietud. No vio más que al niño que le estrechaba la mano con una diestra tan callosa como un rallador, que le hería la piel, mientras decía a golpes:

—Nunca lo había pasado tan bien en toda mi vida. Verá, no estoy acostumbrado a esas cosas… —Miró en torno suyo, igual que si no supiera expresarse—. A gente y a casas como ésta. Todo me resulta nuevo y me gusta.
—Vuelva pronto —le invitó, mientras Martin se despedía de sus hermanos.

Eden se puso la gorra, cruzó la puerta a toda prisa y desapareció.

—¿Qué opinas? —indagó Arthur.
—Me parece muy interesante; como una corriente de oxígeno —repuso la muchacha—. ¿Qué edad tiene?
—Veinte, casi veintiuno. Se lo pregunté esta tarde. No imaginaba que fuese tan joven.

«Y yo tengo tres años más», pensó Ruth, al tiempo que daba las buenas noches a su familia.

(Continuará…)

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Una respuesta a “Martin Eden (I)

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