Djuna Barnes

RONDA NOCTURNA
El «salón» más extraño de América era el de Nora. Su casa estaba rodeada de una maraña de maleza. Antes de pasar a ser propiedad de Nora, la finca había pertenecido a una misma familia durante doscientos años. Tenía su propio cementerio y una capilla ruinosa en la que se conservaban unos mohosos libros de salmos, apilados de diez en diez, levantada cincuenta años atrás en repentino arrebato de perdón y absolución.
Era el salón del «pobre» para poetas, revolucionarios, pordioseros, artistas y enamorados; para católicos, protestantes, brahmines, adeptos de la magia negra y de la medicina. De todo había alrededor de su mesa de roble, delante de la gran chimenea, y Nora escuchaba con la mano sobre su sabueso, mientras el fuego proyectaba su sombra y la del perro, agigantadas, en la pared. De toda aquella turba que despotricaba a gritos, sólo ella se destacaba. El equilibrio de su carácter, enérgico y refinado, daba a su cabeza, de porte sereno, un gesto de afabilidad. Era una mujer alta, de hombros anchos y, aunque su cutis era como el de una niña, se adivinaba que pronto se curtiría, ya se advertía cómo maduraba la madera, cómo adquiría fuste su árbol, testimonio histórico del tiempo sin fuentes documentales.
En seguida se veía en ella a la mujer del Oeste. Al mirarla, los desconocidos recordaban los relatos de carretas, animales que iban a beber al río, cabezas de niño asomando, sólo hasta los asustados ojos, por ventanas pequeñas, mirando a la oscuridad donde acechaba otra raza, emboscada. Mujeres con faldas de pesado jaretón, mujeres grandes, que aplastaban los campos que pisaban llevando a Dios tan firmemente asentado en su mente que habrían podido forjar el mundo con Él en siete días.
En aquellas tertulias increíbles, sentías que volvía a interpretarse la antigua Historia de América. El tambor, Fuerte Sumter, Lincoln, Booth, te acudían a la mente, no sabías por qué; whigs y lories rondaban la escena, barras y estrellas, el enjambre que crecía con lentitud y precisión en el panal azul, la gesta del té de Boston, carabinas, la llamada a voces de un muchacho; pies puritanos, enhiestos en la tumba desde hacía tiempo, volvían a pisar la tierra de modo inhabitual, con el tacón de la plegaria hincado en el corazón. Y, en medio de todo aquello, Nora.
Por temperamento, Nora era como los primeros cristianos; ella creía en la palabra. En el «sufrimiento del mundo» hay un hueco por el cual el ser singular cae continua, interminablemente; es un cuerpo que se precipita por el espacio observable, privado de la intimidad de la desaparición; como si la intimidad, apartándose inexorablemente, por el mismo poder sustentatorio de su retirada, mantuviera el cuerpo descendiendo eternamente, pero siempre en el mismo sitio y siempre a la vista. Este ser singular era Nora. Había en su mismo equilibrio una perturbación que la mantenía inmune a su propia caída.
Nora tenía la cara de la gente que ama a la gente, una cara que sería torva cuando averiguase que amar sin reservas es ser traicionado. Nora se robaba a sí misma por todo el mundo. Insensible a la advertencia, cuando quería recordar, ya había sido defraudada. Los viajeros de todo el mundo le sacaban buen partido porque siempre se la podía vender. Y es que ella llevaba el dinero de la traición en su propio bolsillo.
Los que lo aman todo son despreciados por todo, al igual que los que aman una ciudad, en su sentido más profundo, se convierten en la vergüenza de la ciudad, los détraqués, los pobres; su bien es incomunicable, ha sido burlado, por ser el rudimento de una vida que ha evolucionado, del mismo modo que en el cuerpo humano se hallan reliquias de necesidades superadas. Esta particularidad se había comunicado incluso a la casa de Nora; se detectaba en sus invitados y en sus jardines abandonados, donde Nora había sido cera en las manos de todas las fuerzas de la Naturaleza.
Dondequiera que se la viera, en la ópera, en el teatro, sola y aparte, con el programa boca abajo en las rodillas, uno advertía en sus ojos grandes, saltones y claros, ese brillo no reflectante de los metales pulidos en los que no se advierte el objeto en sí sino el movimiento del objeto. Del mismo modo que la superficie del cañón de un arma, al reflejar una escena, imprime en la imagen el carácter de su propia construcción, así sus ojos contraían y condensaban la obra según su propia naturaleza. Por la forma en que erguía la cabeza, uno advertía que sus oídos estaban captando a Wagner, a Scarlatti, a Chopin o a Palestrina, o las melodías más ligeras de la escuela vienesa, con una orquestación más reducida pero más intensa. Y ella era la única mujer del siglo pasado que podía subir a una montaña con los adventistas del Séptimo Día y confundir al séptimo día con un apasionamiento tan fervoroso en su corazón que daba al séptimo día una cualidad inmediata. Sus correligionarios creían en aquel día y en el fin del mundo por una serie de desconcertadas y embarulladas apreciaciones de los seis días anteriores; Nora creía por la belleza de aquel día en sí. Ella era una de esas personas que nacen sin recursos, salvo el recurso de sí mismas.
Uno echaba de menos en ella un sentido del humor. Su sonrisa era pronta y franca pero despegada. De vez en cuando reía entre dientes por algún chiste, pero era la suya esa risa entre divertida y estoica del que, al levantar la mirada, descubre que ha coincidido con la trayectoria de las necesidades de un pájaro.
Ella parecía saber poco o nada del cinismo o de la risa, ese segundo caparazón en el que se refugia el ser cuando es desarmado. Ella era una de esas desviaciones por las que el hombre piensa reconstruirse.
«Confesarse» con ella era un acto todavía más secreto que la comunicación que ofrece el sacerdote. En ella no había lugar para la malicia; escuchaba sin reproche ni acusación, ya que desconocía el autorreproche y la autoacusación. Esto atraía a la gente y la asustaba. No podían ni insultarla ni echarle nada en cara, a pesar de que les mortificaba tener que reasumir una injusticia que no habían conseguido descargar en ella. Nora no habría podido estar en un tribunal; nadie habría sido colgado, encarcelado ni perdonado porque nadie habría sido «acusado». El mundo y su historia eran para Nora como un barco en una botella; ella se mantenía fuera, sin identificarse, interminablemente absorta en una preocupación sin problema.
Entonces conoció a Robin. El circo Denckman, con el que Nora mantenía contacto aunque no trabajaba para él (algunos artistas visitaban su casa), se presentó en Nueva York en el otoño de 1923. Nora fue sola. Se sentó en la primera fila de sillas de pista.
Payasos de rojo, blanco y amarillo, con las tradicionales manchas de color en la cara, se revolcaban en el serrín como si estuvieran en el vientre de una gran madre en el que quedara sitio para jugar. Un caballo negro, de pie sobre temblorosas patas traseras, convulsas de aprensión ante los cascos delanteros levantados, con su hermosa cabeza empenachada vuelta hacia el látigo del domador, caminaba lentamente agitando las manos. Unos perros diminutos corrían por la pista imitando a los caballos. Luego salieron los elefantes.
Una muchacha que estaba sentada al lado de Nora sacó un cigarrillo y lo encendió; le temblaban las manos, y Nora se volvió a mirarla; la miró porque los animales, al dar la vuelta a la pista, casi saltaban la valla en aquel punto, como si no vieran a la muchacha; pero cuando sus ojos mates tropezaban con ella parecían enfocarla con su órbita de luz. Entonces Nora se volvió.
Habían montado la gran jaula de los leones que iban saliendo de sus jaulas pequeñas. Majestuosos, melenudos, arrastrando la cola, con paso lento y pesado, hacían gravitar en el aire una fuerza contenida. Luego, cuando una gran leona llegó al ángulo de la jaula, situado mismamente frente a la muchacha, el animal volvió su gran cabeza furibunda, con sus ojos amarillos encendidos y se agachó pasando las patas por entre los barrotes y, al mirar a la muchacha, fue como si un río se precipitara al otro lado de un calor infranqueable y sus ojos se licuaron en unas lágrimas que no llegaron a la superficie. A esto la muchacha se puso de pie. Nora le tomó la mano. «¡Vámonos de aquí!», dijo la muchacha, y Nora, sin soltarle la mano, la llevó afuera.
En el vestíbulo, Nora dijo: «Me llamo Nora Flood» y se quedó aguardando. Después de una pausa, la muchacha dijo: «Robin Vote —miró en derredor con desconsuelo—. No quiero estar aquí». Pero fue todo lo que dijo; no reveló dónde quería estar.
Se quedó en casa de Nora hasta mediados de invierno. Dos sentimientos la movían: amor y deseo de anonimato, tan imbricados el uno en el otro que era imposible separarlos.
Nora cerró la casa. Fueron a Munich, Viena, Budapest y París. Robin hablaba poco de su vida, pero, de una u otra forma, constantemente manifestaba su deseo de tener un hogar, como si temiera volver a perderse, como si supiera, implícitamente, que pertenecía a Nora y que, si Nora, con su propia fuerza, no le daba asidero ella podría olvidar.
Nora compró un apartamento en la rue du Cherche-Midi. Lo eligió Robin. Desde las altas ventanas se veía una fuente y una estatua de una mujer de granito, alta, inclinada hacia delante con la cabeza levantada; tenía una mano sobre la cadera, en la actitud del que pretende inculcar precaución a un niño atolondrado.
En su convivencia, cada objeto del jardín, cada mueble de la casa, cada palabra que decían, eran prueba de su amor, de su compenetración. Tenían sillas de circo, caballos de cartón comprados en un viejo tiovivo, candelabros venecianos del mercadillo, decorados de Munich, querubines de Viena, colgaduras litúrgicas de Roma, una espineta de Inglaterra y una colección de cajas de música de distintos países. Era el museo de su encuentro, al igual que la casa que Félix había montado por referencias fuera testimonio del tiempo en que su padre vivió con su madre.
Cuando Nora empezó a quedarse sola casi toda la noche y parte del día, la personalidad de la casa la hacía sufrir. Es el castigo de los que amueblan sus vidas en común. Inconscientemente al principio, procuraba no tocar nada de su sitio; luego, advirtió que sus movimientos cautos y cuidadosos respondían a un temor irracional: si tocaba algo, Robin podría desorientarse, podría perder el rastro.
El amor se convierte en depósito del corazón, análogo en todos los aspectos a los «hallazgos» de una tumba. Si en la tumba se marca el emplazamiento del cuerpo, las vestiduras, los utensilios para la otra vida, también en el corazón se detecta, como sombra indeleble, el objeto de su amor. En el corazón de Nora estaba el fósil de Robin, la entalladura de su identidad, en torno a la cual, para su mantenimiento, circulaba la sangre de Nora. Por lo tanto, el cuerpo de Robin nunca podía ser odiado ni corrompido, ni extraído. Robin estaba ahora más allá de los cambios temporales, salvo por la sangre que la animaba. La idea de que pudieran hacérsela perder fijaba la imagen de Robin en la imaginación de Nora con negros temores. Robin sola, cruzando la calle, Robin en peligro. Por la fuerza de la obsesión, Robin adquiría un tamaño enorme y polarizaba todos los peligros y catástrofes, magnetismo de todas las tribulaciones; Nora se despertaba por la noche gritando, y reseguía la marea de los sueños en la que la angustia la había sumido, llevando consigo el cuerpo de Robin como las criaturas de la tierra se llevan el cadáver, con infinita paciencia, con minuciosa perseverancia, dejando su contorno en la hierba como si, al llevárselo, lo bordaran.
Sí; ahora, cuando estaban solas y contentas, apartadas del mundo por su visión del mundo, entraba con Robin una compañía extraña e imprevista. A veces, se detectaba con claridad en las canciones que cantaba, canciones italianas, francesas o alemanas, canciones populares, canciones obscenas y canciones de caza, que Nora no había oído nunca o que no había oído con Robin. Cuando cambiaba la cadencia, cuando la canción se repetía en tono menor, ella comprendía que Robin cantaba una vida en la que Nora no tenía parte; retazos de armonía tan reveladores como las posesiones de un trotamundos. Eran unas canciones que hacían lo que la prostituta artera que no dice que no a ninguno menos al que la quiere. A veces, Nora le hacía coro, con la cohibición del que ensaya una canción en una lengua extraña, sin saber qué dice la letra. Hasta que, incapaz de resistir la melodía que por decir tan poco decía tanto, interrumpía a Robin con una pregunta. Pero todavía era más triste el momento en que, después de una pausa, la canción renacía desde un ámbito interior donde Robin, a hurtadillas, lanzaba un eco de su vida desconocida más acorde con su origen. A veces, la canción quedaba interrumpida hasta que, maquinalmente, en el preciso instante de salir de casa, Robin la reanudaba como una anticipación, trocando el tono de reminiscencia por el de expectativa.
Pero a veces, al cruzarse por la casa, se abrazaban con angustia, mirándose a la cara, sujetándose la cabeza mutuamente, tan tensas a su contacto que el espacio que quedaba entre las dos parecía alejar a una de otra. A veces, en aquellos momentos de inconsolable dolor, Robin hacía un ademán o utilizaba un modismo peculiar no habitual en ella, ajena a la delación por la que Nora era informada de que Robin había vuelto de un mundo al que pensaba regresar. Para retenerla (había en Robin ese anhelo de que la retuvieran, porque se sabía extraviada), Nora sabía que no había más medio que la muerte. En la muerte, Robin sería suya. La muerte iba con ellas, estuvieran juntas o separadas, y, con el tormento y la catástrofe, iba la idea de la resurrección, el segundo duelo.
Mientras miraba el sol poniente del cielo invernal, sobre el que se recortaba una pequeña torre situada muy cerca de la ventana del dormitorio, Nora deducía por los sonidos la fase exacta del arreglo de Robin; tintineo de frascos de cosmético y tarros de crema, el leve aroma del cabello calentado por la tenacilla eléctrica… y mentalmente veía cómo cambiaba la inclinación de los bucles de la frente de Robin y cómo el pelo se iba rizando desde la coronilla hasta la nuca con suaves curvas ascendentes, sobre aquella cabeza hermética con un silencio espantoso. Medio narcotizada por los sonidos y por el conocimiento de que anunciaban la marcha, Nora se decía: «En la resurrección, cuando nos alcemos mirando atrás, buscándonos la una a la otra, yo no conoceré a nadie más que a ti. Mi oído girará en la órbita de mi cabeza, mis ojos se desprenderán en el punto en que yo me haga torbellino en torno a la deuda saldada y mi pie se hincará, terco, en la tierra removida de tu tumba». Robin, desde la puerta, le decía: «No me esperes».
Durante los años que vivieron juntas, las salidas de Robin siguieron un ritmo que fue acelerándose progresivamente. Al principio, Nora iba con Robin, pero, al advertir en Robin una tensión creciente, incapaz de soportar la idea de que la estorbaba o de que estaba olvidada, al ver a Robin ir de mesa en mesa, de copa en copa y de persona en persona, al comprender que, de no estar allí, Robin podía volver a ella como al que, por haber permanecido apartado de la turbulencia de la noche, tiene algo nuevo que ofrecer, Nora se quedaba en casa, durmiendo o despierta. A medida que avanzaba la noche, la ausencia de Robin se convertía en una privación física, insoportable e irreparable. Si no se puede renegar de una mano amputada, porque está experimentando un futuro cuya víctima es el antepasado, así Robin era una amputación de la que Nora no podía desentenderse. Y, como anhela el muñón, así anhelaba su corazón. Se vestía y salía a la noche para huir de sí misma, rehuyendo el café en el que pudiera entrever a Robin.
Una vez en la calle, Robin caminaba sumida en una vaga meditación, con las manos metidas en las mangas del abrigo, dirigiendo sus pasos hacia aquella vida nocturna que estaba formada por una trayectoria conocida entre Nora y los cafés. Sus meditaciones, durante este recorrido, eran parte del placer que esperaba encontrar al final del trayecto. Era esta distancia exacta lo que impedía que los dos extremos de su vida —Nora y los cafés— llegaran a formar un monstruo de dos cabezas.
Sus pensamientos eran en sí una forma de locomoción. Andaba con la cabeza erguida y parecía mirar a todos los transeúntes. No obstante, su mirada estaba anclada en la anticipación y el pesar. Una expresión de irritación intensa y precipitada ensombrecía su rostro y le hacía torcer la boca al acercarse a compañía nocturna; sin embargo, a medida que sus ojos recorrían las fachadas de los edificios, buscando la cabeza tallada en piedra que les gustaba a ella y a Nora (una cabeza griega, con los ojos protuberantes de asombro, por los cuales la boca desconsolada parecía derramar lágrimas), una serena alegría irradiaba de sus propios ojos; porque esta cabeza era recordatorio de Nora y de su amor, y hacía que aquella ilusión que tenía por reunirse con aquella gente se le antojara insípida y triste. Así, maquinalmente, doblaba la esquina de la calle. Si, como ocurría a veces, tenía que desviarse porque se tropezaba con una formación de soldados, una boda o un entierro, entonces, por su agitación, parecía formar parte del cortejo, del mismo modo en que la mariposa, por su relación con el calor que será su muerte, se asocia con la llama como parte Componente de su actividad. Era esta característica lo que la salvaba de que alguien le preguntara «adónde» iba. Los transeúntes, que sentían la pregunta en la punta de la lengua, al observar su abstracción y su confusión, se reprimían y se limitaban a mirarse unos a otros.
El doctor, al ver a Nora sola en la calle, se dijo, cuando la alta figura de la capa negra le adelantó a la luz de un farol: «Ahí va la desmantelada. El amor se le ha caído de la pared. Una mujer religiosa, sin la alegría ni la seguridad de la fe católica que, como por ensalmo, te cubre los huecos de la pared de los que se han desprendido los retratos de la familia; si a una mujer le quitas esa seguridad —se dijo a sí mismo, apretando el paso para seguirla—, el amor se suelta y se mete por las vigas. En todas partes la ve —agregó mirando a Nora que se perdía en la oscuridad—. Va buscando lo que teme encontrar: Robin. Madre angustiada que trata de llevarse el mundo a casa».
Mirando a cada pareja que pasaba, a cada carruaje, a cada automóvil, las ventanas iluminadas de las casas, tratando de descubrir no ya a Robin sino la huella de Robin, influencias de su vida (y a los que aún tenían que ser traicionados), Nora espiaba en cada figura que pasaba algún movimiento que le recordara un ademán que hacía Robin; rehuyendo la zona donde sabía que estaba, donde, por sus propios movimientos, los camareros y la gente de las terrazas podrían descubrir que ella formaba parte de la vida de Robin. Regresaba a casa y empezaba la noche interminable. Escuchando los débiles sonidos de la calle, y todos los murmullos del jardín, acechando el leve zumbido que prometiera convertirse en el ruido que anunciaría la vuelta a casa de Robin, Nora, echada en la cama, golpeaba la almohada sin fuerza, sin poder llorar, con las piernas encogidas. A veces, se levantaba y paseaba como si quisiera ayudar a pasar el tiempo, como si, acelerando el latido de su corazón, pudiera adelantar el regreso de Robin. Y, dejando de andar en vano, de pronto, se sentaba en una de las sillas de circo, colocadas al pie de la alta ventana que daba al jardín, inclinaba el cuerpo hacia delante, ponía las manos entre las rodillas y se echaba a llorar. «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!», repetido tantas veces que, al final, tenía el efecto de todas las palabras que se dicen en vano. Se quedaba traspuesta, despertaba otra vez y empezaba a llorar antes de abrir los ojos. Y volvía a la cama, y caía en un sueño que reconocía; aunque, por el carácter definitivo de esta versión, comprendía que el sueño no había estado «bien soñado» antes. Lo que el sueño tuviera de imponderable ahora quedaba fijado con la entrada de Robin.
Nora soñaba que estaba en lo alto de una casa, es decir, en el penúltimo piso —la habitación de la abuela—, fastuosa y rancia; a pesar de que contenía todos los objetos de su abuela, estaba tan vacía como el nido del pájaro que no ha de volver. Retratos del tío-abuelo Llewellyn, muerto en la guerra de Secesión, alfombras descoloridas, cortinas que parecían columnas por el tiempo de su inmovilidad; una pluma y un tintero, la tinta del cañón, pálida. Nora, de pie, miraba la casa como desde un andamio, y ahora, en el sueño, había entrado Robin que estaba abajo, con mucha gente. Nora se dijo: «El sueño no volverá a ser soñado». Un disco de luz que parecía venir de alguien o de algo que estaba a su espalda y que todavía era una sombra, iluminaba la cara de Robin vuelta hacia arriba, con sonrisa de «único superviviente», una sonrisa embebida en miedo hasta el hueso.
Nora, angustiada, oyó su propia voz que decía a su lado: «Sube. Es la habitación de la abuela». Pero sabía que era imposible, porque la habitación estaba prohibida. Y cuanto más gritaba más se alejaba el piso bajo, como si Robin y ella estuvieran una a cada lado de unos gemelos de teatro puestos del revés, disminuidas por su amor doloroso, un vértigo que proyectaba en sentidos opuestos los extremos de la casa y que estiraba a Nora descoyuntándola.
Este sueño, ahora ya completo, tenía aún la anterior cualidad de no haber sido nunca el cuarto de la abuela. Ella no parecía estar allí en persona ni poder formular una invitación. Ella quería poner sus manos en algo de la habitación para demostrarlo; el sueño nunca se lo permitió. Esta habitación, que nunca fue la de su abuela, que, por el contrario, parecía el reverso de cualquier habitación en la que hubiera estado su abuela, no obstante, estaba saturada de la presencia perdida de la abuela que parecía continuamente en trance de abandonarla. La arquitectura del sueño la había reconstruido perdurable y continua, desapareciendo con un vestido largo de suaves pliegues y cuello de encaje. Los frunces de la espalda de los que arrancaba la cola, describían una curva ascendente de las caderas a los hombros en una línea apta para disimular no ya el encorvamiento de la edad sino el temor del encorvamiento. Con esta imagen de su abuela que no era del todo su abuela tal como ella la recordaba, iba un recuerdo de su niñez, como la vio el día en que se tropezó con ella en una esquina de la casa —la abuela que, por alguna razón desconocida, se había vestido de hombre, llevaba bombín y un bigote pintado con corcho quemado. Estaba ridícula y regordeta, con pantalón ceñido y chaleco rojo y extendía los brazos diciendo con amplia sonrisa: «¡Cielo mío!» Su abuela, «manipulada» como una ruina prehistórica que simbolizaba su vida fuera de su vida, y que ahora se aparecía a Nora para simbolizar algo que se hacía a Robin, Robin desfigurada y eternizada por los jeroglíficos del sueño y el dolor.
Despertó, empezó a pasear otra vez y, al mirar al jardín, a la luz del amanecer, distinguió una sombra doble que se desprendía de la estatua. Pensando que podía ser Robin, la llamó, pero no recibió respuesta. Inmóvil, entornando los ojos, vio emerger de la oscuridad la luz de los ojos de Robin, y el temor que había en ellos aumentaba su luminosidad hasta que, por la intensidad de su doble mirada, los ojos de Robin se encontraron con los suyos y las dos se quedaron mirándose. Como si esa luz tuviera el poder de situar el objeto de su temor en la zona de catástrofe, Nora vio el cuerpo de otra mujer surgir de la sombra de la estatua, con la cabeza inclinada para que los nuevos ojos no aumentaran la iluminación; sus brazos rodeaban el cuello de Robin, su cuerpo oprimía el de Robin, sus piernas abandonadas en el abrazo.
Incapaz de apartar la mirada, sin poder hablar, experimentando una sensación de mal completa y devastadora, Nora cayó de rodillas, para que sus ojos no fueran apartados de la imagen por su voluntad, sino que descendieran con la caída de su cuerpo. Arrodillada con la barbilla apoyada en el alféizar pensaba: «Ahora ya no deben de seguir abrazadas». Le parecía que, si ahora se volvía y dejaba de mirar lo que hacía Robin, la escena se borraría y sólo quedaría Robin. Cerró los ojos y en aquel momento conoció una felicidad terrible. Robin, como una durmiente, estaba protegida, apartada del camino de la muerte por brazos sucesivos de mujeres; pero, al cerrar los ojos, Nora exhaló un «¡Ah!» con el automatismo del último «¡Ah!» del cuerpo que es golpeado en el momento de lanzar el postrer aliento.
(Continuará…)