Jack London

21. La precariedad de la vida
¿De qué trabajas? Pareces enfermo.
Son los pulmones. Fabrico ácido sulfúrico.
¿Haces sal seca?
Sí.
¿Es un trabajo duro?
Es puñeteramente duro.
¿Por qué tienes un trabajo tan esclavo?
Estoy casado. Tengo hijos. ¿Qué voy a hacer, morirme
de hambre y matarlos de hambre a ellos también?
¿Por qué llevas esta vida?
Estoy casado. Hay montones de hombres sin trabajo
en Saint Helen’s.
¿Qué consideras tú trabajo duro?
El mío. Venga usted y levante bloques de tres
quintales con una palanca de veinticinco kilos, con el
calor que hace en la puerta del horno, y lo verá.
No lo haré. Yo soy filósofo.
¡Ah! Pues dedíquese a lo suyo. Lo nuestro es un
infierno.
DE LAS ENTREVISTAS CON TRABAJADORES DE
ROBERT BLATCHFORD
En una ocasión hablé con un hombre muy rencoroso. En su opinión, su mujer lo había tratado mal, y la ley también. Los méritos y la lección moral del caso son irrelevantes. El meollo del asunto era que ella había obtenido la separación y ahora él estaba obligado a pagarle diez chelines semanales por su manutención y la de sus cinco hijos.
—Pero mire usté —me dijo el hombre—. ¿Qué le va a pasar a ella si yo no le pago los diez chelines? Suponga usté que tengo un accidente y no puedo trabajar. Suponga que me rompo algo o que me coge reuma, o el cólera. ¿Qué va a hacer ella, eh? ¿Qué va a hacer ella?
Negó tristemente con la cabeza.
—Se quedará sin ná. Lo mejor que podrá hacer es ir al asilo de pobres, que es un infierno. Y si no va al asilo, le espera un infierno peor. Venga conmigo y le mostraré a mujeres que duermen en un callejón, las hay a docenas. Y le mostraré cosas peores, que serán las que le tocará vivir a ella si a mí y a los diez chelines nos pasa algo.
La predicción de aquel hombre es digna de tomarse en consideración. Conocía suficientemente la situación como para ser consciente de las escasas posibilidades que tendría su esposa de conseguir comida y techo. El día que él no pudiera trabajar todo se terminaría para ella. Y si extrapolamos este caso, puede decirse lo mismo de cientos de miles o incluso de millones de hombres y mujeres que viven armoniosamente juntos y cooperan para procurarse comida y techo.
Las cifras son atroces: 1 800 000 londinenses viven en y por debajo de los umbrales de la pobreza, mientras que otro millón, con un único salario semanal, roza la indigencia. En toda Inglaterra y Gales, el dieciocho por ciento de la población se ve obligado a acudir a la parroquia en busca de ayuda. Y según las estadísticas oficiales, en Londres, el veintiún por ciento de la población mendiga. Entre verse obligado a pedir ayuda a la parroquia y ser un mendigo hay una gran diferencia. Y sin embargo, Londres alberga a 123 000 indigentes, que podrían poblar una ciudad entera. Uno de cada cuatro londinenses muere al amparo de la caridad pública, mientras que 939 de cada 1000 británicos mueren pobres; ocho millones simplemente se hallan en la cuerda floja de la indigencia; y veinte millones más carecen de bienestar en el sentido más amplio y claro de la palabra.
Resulta interesante profundizar en la cuestión de la gente que muere al amparo de la caridad pública. Entre 1886 y 1893, el porcentaje de pobreza era menor en Londres que en el conjunto de Inglaterra; sin embargo, después de 1893 el porcentaje de pobreza entre la población ha sido mayor en Londres que en el conjunto del país, y la diferencia ha ido creciendo cada año. Las cifras que se muestran a continuación han sido extraídas del Informe del Censo de 1886:
De 81 951 fallecimientos en Londres (1884):
En asilos de pobres: 9909
En hospitales: 6559
En manicomios: 278
Total de muertes en refugios públicos: 16 746
Con respecto a estas cifras, un escritor fabiano dijo: «Si consideramos que tan sólo una proporción escasa de estos fallecimientos son niños, es probable que uno de cada tres adultos de Londres acabe sus días en uno de estos refugios, y la proporción en la clase trabajadora tiene que ser obviamente mayor».
Estas cifras sirven en cierto modo para indicar la proximidad que existe entre el trabajador medio y la indigencia. La indigencia tiene diversas causas. Por ejemplo, un anuncio como éste apareció en la prensa matinal de ayer: «Se busca administrativo con conocimientos de taquigrafía, mecanografía y facturación; sueldo: 10 chelines (2,50 dólares) semanales. Interesados dirigirse por carta, etc.». Y en el periódico de hoy he leído la historia de un administrativo, de treinta y cinco años, interno de un asilo para pobres de Londres, que ha sido llevado ante el juez por negarse a cumplir con sus obligaciones. Él aseguraba que había cumplido con todas ellas desde que entró en el asilo; sin embargo, cuando su jefe lo puso a picar piedra, se le llenaron las manos de ampollas y ya no pudo terminar su tarea. Nunca había usado una herramienta que pesara más que una pluma. El magistrado los condenó a él y a sus manos llenas de ampollas a una semana de trabajos forzados.
A más edad, sin duda, mayor indigencia. Luego están los accidentes, los sucesos inesperados, la muerte o invalidez del marido, padre y sustento de la familia. Pongamos por caso a un hombre con esposa y tres hijos que vive con la falsa seguridad que proporcionan veinte chelines (cinco dólares) semanales, y hay cientos de familias como ésa en Londres. Por fuerza, para vivir, aunque sea de mala manera, tienen que gastar hasta el último penique de esa cantidad, de modo que el salario de una semana (cinco dólares) es lo único que separa a esa familia de la extrema pobreza y el hambre. Entonces sucede lo inesperado, el padre cae enfermo o incapacitado; ¿qué ocurre entonces? Una madre con tres hijos apenas puede hacer nada. O bien tiene que dejar que esos hijos se conviertan en mendigos juveniles, y así tener la libertad para poder hacer algo por su cuenta, o bien se ve obligada a acudir a los talleres de mala muerte en busca de un trabajo que pueda hacer en su guarida abyecta que deberá pagar con sus reducidos ingresos. Pero, en los talleres de mala muerte, la escala de salarios viene fijada por los de las mujeres casadas, que suplementan los sueldos de sus maridos, y los de las solteras que sólo tienen que mantenerse en su propia miseria. Y, una vez determinada, esta escala de salarios es tan baja que a la madre y sus tres hijos sólo les quedará vivir como animales, a un paso de la inanición, hasta que la degradación y la muerte acaben con sus sufrimientos.
Para demostrar que esta madre, con sus tres hijos, no puede competir con el régimen de explotación de los talleres, extraigo de los periódicos de estos días dos casos: el primero, un padre escribe indignado que su hija y una compañera suya cobran 17 centavos por fabricar doce docenas de cajas. Cada día fabrican cuarenta y ocho docenas. Los gastos son 16 centavos para el tranvía, 4 centavos para sellos, 5 centavos para pegamento y 2 centavos para cordel, de forma que entre las dos solamente ganan 42 centavos, o un sueldo diario de 21 centavos. En el segundo caso, de hace tan sólo unos días, una anciana de setenta y dos años fue a pedir ayuda a la organización benéfica Luton Guardians. «Trabajaba haciendo sombreros de paja, pero se había visto obligada a dejar el trabajo por culpa de lo que le pagaban, que eran 4 centavos y medio la pieza. Por ese precio tenía que poner ella los adornos trenzados, hacer los sombreros y el acabado».
Y, sin embargo, la madre con tres hijos que estamos imaginando no ha hecho nada para merecer semejante castigo. No ha pecado. Simplemente ha sucedido lo imprevisto: el marido, padre y cabeza de familia ha quedado incapacitado. No hay protección contra esto. Es algo fortuito. Las familias tienen una serie de posibilidades de escapar del fondo del Abismo y una serie de posibilidades de hundirse de cabeza en él. Dichas posibilidades pueden reducirse a unas frías y despiadadas cifras, y no está de más incluir aquí algunas.
Sir A. Forwood ha calculado que:
1 de cada 1400 trabajadores pierde la vida al año;
1 de cada 2500 trabajadores queda totalmente incapacitado;
1 de cada 300 trabajadores queda parcialmente discapacitado de por vida;
1 de cada 8 trabajadores queda temporalmente discapacitado entre 3 y 4 semanas.
Pero éstos únicamente son los accidentes de la industria. La elevada mortalidad de la gente que vive en el gueto también tiene un peso terrible. La esperanza de vida para la gente del West End es de cincuenta y cinco años; la esperanza de vida para la gente del East End es de treinta años. Es decir, que una persona del West End vive de promedio el doble de años que un habitante del East End. ¡Para que luego hablen de las guerras! La mortalidad de Sudáfrica y de las Filipinas no es nada comparado con esto. Es aquí, en el corazón de la paz, donde realmente se está derramando la sangre. Y aquí ni siquiera imperan las normas civilizadas de la guerra, porque se mata a las mujeres, a los niños y a los bebés con la misma ferocidad que a los hombres. ¡La guerra! En Inglaterra, todos los años, medio millón de hombres, mujeres y niños empleados en las diversas industrias pierden la vida, quedan incapacitados o son inhabilitados a causa de una enfermedad.
En el West End, un dieciocho por ciento de los niños muere antes de cumplir cinco años; en el East End muere el cincuenta y cinco por ciento de los niños antes de cumplir cinco años. Y hay calles de Londres donde, de cada cien niños que nacen al año, cincuenta mueren durante el siguiente y, de los cincuenta restantes, veinticinco mueren antes de cumplir los cinco. ¡Carnicería! Ni Herodes acabó con tantos: la mortandad que causó fue la nimiedad del cincuenta por ciento.
El siguiente extracto de un informe reciente de los Servicios Médicos de Liverpool, demuestra de manera fehaciente hasta qué punto la industria causa mayores estragos en la humanidad que la batalla. Y no sólo se refiere a Liverpool:
En muchos casos apenas llegaba luz del sol a los patios de vecinos, y la atmósfera en el interior de las viviendas siempre era pestilente, debido sobre todo al estado de saturación de las paredes y techos, cuyo material poroso llevaba muchísimos años absorbiendo las emanaciones de quienes habitaban en ellas. El Comité de Parques y Jardines dio testimonio de esa ausencia de luz solar y quiso alegrar las casas de la gente más pobre regalándoles brotes de flores y maceteros, regalos que resultaron inviables en aquellos patios, porque las plantas y flores eran demasiado sensibles a la insalubridad del ambiente y no sobrevivían.
El señor George Haw elaboró la siguiente tabla con las cifras de las tres parroquias de Saint George en Londres:
Saint George’s West:
Porcentaje de sobrepoblación: 10
Tasa de mortalidad por millar de individuos: 13,2
Saint George’s South:
Porcentaje de sobrepoblación: 35
Tasa de mortalidad por millar de individuos: 23,7
Saint George’s East:
Porcentaje de sobrepoblación: 40
Tasa de mortalidad por millar de individuos: 26,4
Luego están los «oficios peligrosos», en los que trabajan incontables obreros. Las posibilidades que tienen de no morir son realmente escasas; mucho, mucho más escasas que las que tienen los soldados en el siglo XX. En el ramo del lino, en la preparación de la linaza, los pies y la ropa mojados causan una cantidad excepcional de bronquitis, neumonías y reumatismos graves; mientras que en las plantas de cardado e hilado, el fino polvillo, en la mayoría de los casos, produce enfermedades pulmonares, y las mujeres que empiezan a cardar a los diecisiete o dieciocho años sucumben a los treinta. Los trabajadores del sector químico, elegidos entre los hombres más fuertes y corpulentos que puedan encontrarse, viven menos de cuarenta y ocho años de promedio.
El doctor Arlidge señala a propósito de la alfarería: «El polvo de la alfarería no mata de repente, sino que va asentándose cada año en los pulmones, hasta que acaban cubriéndose de un revestimiento de yeso. La respiración se vuelve cada vez más dificultosa y menos profunda hasta que finalmente cesa».
El polvo de acero, el polvo de piedra, el polvo de arcilla, el polvo de álcali, el polvo de borra y el polvo de fibra, todos matan, y son más letales que las ametralladoras y los cañones. El peor de todos ellos es el polvo de plomo que flota en los talleres de cerusita. Incluyo aquí una descripción del típico proceso de destrucción de una muchacha joven, sana y bien desarrollada que entró a trabajar en una fábrica de cerusita:
Allí, después de diversos grados de exposición, contrae anemia. Es posible que le aparezca en las encías una línea azul muy tenue, o tal vez sus dientes y encías estén perfectamente y no le aparezca ninguna línea azul. Simultáneamente, con la anemia ha ido perdiendo peso, pero de forma tan gradual que a ella apenas le ha llamado la atención ni tampoco a sus amigas. Pese a todo, la enfermedad sigue su curso, y los dolores de cabeza son de una intensidad cada vez mayor. A menudo van acompañados de un oscurecimiento de la visión o ceguera transitoria. La muchacha cae en un estado que a sus amigos y a su médico puede parecerles pura histeria. Un estado que se intensifica sin previo aviso, hasta que de pronto sufre convulsiones, primero en una mitad de la cara, después en el brazo y finalmente en la pierna, siempre en el mismo lado del cuerpo, hasta que las convulsiones ofrecen un cuadro epiléptico. También van acompañadas de pérdidas de conciencia, que a su vez dan paso a convulsiones aún más graves, durante una de las cuales la víctima muere; o bien recupera la conciencia de forma parcial o total unos minutos, unas horas o unos días, durante los cuales se queja de violentos dolores de cabeza, o sufre delirios y se muestra excitada, como presa de delirio agudo, o hundida en una profunda melancolía, y deben despertarla cuando la encuentran vagando sonámbula y apenas puede articular palabra. Sin otro aviso, salvo que el pulso, que había aminorado y se mantenía en el número normal de pulsaciones, de repente se debilita; de pronto sufre otra convulsión que le causa la muerte, o cae en un estado de coma del que ya no saldrá. En otro caso, las convulsiones remiten gradualmente, el dolor de cabeza desaparece y la paciente se recupera, pero descubre que ha perdido por completo la visión, y que puede ser temporal o permanente.
Y a continuación, veamos algunos casos concretos de intoxicación por cerusita:
Charlotte Rafferty, una joven bien parecida, con una constitución espléndida —que no había estado enferma en toda su vida—, entró a trabajar en una fábrica de cerusita. Sufrió convulsiones al pie de la escalera del taller. El doctor Oliver la examinó y le detectó la línea azul en las encías, lo que evidenciaba que su organismo había estado expuesto al plomo. Comprendió que las convulsiones volverían pronto. Así fue, y la joven murió.
Mary Ann Toler, una chica de diecisiete años que no había tenido un solo ataque en su vida, enfermó en tres ocasiones y tuvo que dejar el trabajo en la fábrica. Antes de cumplir diecinueve años ya mostraba síntomas de envenenamiento por plomo: tuvo ataques, le salió espuma por la boca y murió.
Mary A., una mujer poco común dada su fortaleza, trabajó durante veinte años en la fábrica, teniendo un único cólico en todo ese tiempo. Su hijo, de ocho años, murió por convulsiones. Una mañana, mientras se cepillaba el pelo, perdió de repente la fuerza en las manos.
Eliza H., de veinticinco años, tras cinco meses en la fábrica de plomo, padeció un cólico. Entró en otra fábrica (después de ser rechazada en la primera) y estuvo trabajando allí de forma ininterrumpida durante dos años. Por fin regresaron los antiguos síntomas, sufrió convulsiones y al cabo de dos días murió de intoxicación aguda por plomo.
El señor Vaughan Nash, refiriéndose a la generación de los nonatos, dijo: «Los hijos de la trabajadora de cerusita llegan al mundo solamente para morir de convulsiones a causa de la intoxicación por plomo. O bien nacen prematuramente, o bien mueren en el primer año».
Y finalmente, permítanme que les exponga el caso de Harriet A. Walker, una jovencita de diecisiete años que murió mientras intentaba librar una batalla perdida en el campo de batalla industrial. Pintaba vajillas con esmalte, una tarea que produce intoxicación con plomo. Tanto su padre como su hermano estaban sin trabajo. La joven ocultó su enfermedad, andaba seis millas cada día para ir y venir del trabajo, ganaba siete u ocho chelines semanales y murió a los diecisiete años.
La depresión en la industria también desempeña un papel importante a la hora de arrojar a los trabajadores al Abismo. Cuando un único salario semanal separa a la familia de la indigencia, un mes de inactividad forzosa es suficiente para enfrentarse a unas angustias y penurias indescriptibles, de cuyos estragos las víctimas no siempre se recuperan cuando vuelven a tener trabajo. Estos días se puede leer en los periódicos la crónica de una asamblea de la sección de Carlisle del Sindicato de Estibadores, en la que se explica que muchos de sus miembros llevan meses sin percibir unos ingresos semanales medios que superen un dólar o un dólar con veinticinco centavos. El estancamiento que padece la industria naval en el puerto de Londres es el causante de dicha situación.
Para los jóvenes trabajadores, hombres y mujeres, o bien matrimonios, no existe ninguna garantía de que puedan alcanzar la madurez felices y en buen estado de salud, y ya no digamos llegar solventes a la vejez. Por mucho que trabajen, no tendrán ninguna garantía para el futuro. Todo queda en manos del azar. Todo depende de lo imprevisto, de ese imprevisto contra el que no pueden hacer nada. La precaución no les servirá de nada, no hay tretas ni artificios que valgan. Si permanecen en la industria, en el campo de batalla, deberán hacerle frente y atenerse a sus condiciones. Por supuesto, si tienen una buena constitución y no les atan obligaciones familiares, podrán escaparse de la industria, del campo de batalla. En ese caso, lo mejor que puede hacer el hombre es alistarse en el ejército; en cuanto a la mujer, tal vez pueda hacerse enfermera de la Cruz Roja o entrar en un convento. En cualquier caso, deberán renunciar a tener un hogar e hijos y a todo aquello que hace que valga la pena vivir y que la vejez sea algo más que una pesadilla.
22. Suicidio
Inglaterra es el paraíso de los ricos, el purgatorio de
los sabios
y el infierno de los pobres.
THEODORE PARKER
Con una vida tan precaria, y unas oportunidades tan escasas de alcanzar la felicidad, es inevitable que la vida pierda valor y el suicidio sea algo habitual, tan habitual que uno no puede leer un periódico sin darse de bruces con él; un caso de intento de suicidio en un juzgado municipal no suscita mayor interés que el de un «borracho», y se resuelve con la misma rapidez e indiferencia.
Me acuerdo de un caso así en el Juzgado municipal del Támesis. Me enorgullezco de tener buena vista y oído, y de tener un buen conocimiento práctico de los hombres y sus asuntos, pero, incluso así, confieso que en aquel tribunal me dejó perplejo la asombrosa celeridad con que borrachos, alborotadores, vagabundos, pendencieros, maltratadores, especuladores, ladrones, jugadores y mujeres de la calle eran despachados por la maquinaria de la justicia. El estrado estaba en el centro de la sala del tribunal (el lugar más iluminado) y por él no dejaban de pasar hombres, mujeres y niños, en una oleada continua igual que las sentencias que salían de boca del juez.
Yo estaba pensando en el caso de un «perista» tísico, a quien le había caído un año de trabajos forzados, pese a haber alegado incapacidad para trabajar y la necesidad imperiosa de mantener a su esposa e hijos, cuando se sentó en el banquillo un muchacho de veinte años. «Alfred Freeman», oí que se llamaba, pero no acerté a oír de qué se le acusaba. Una mujer corpulenta y de aspecto maternal se subió bamboleándose al estrado e inició su declaración. Me enteré de que era la esposa del operador de compuertas de la esclusa Britannia. En plena noche había oído un chapoteo, corrió a la esclusa y vio al detenido en el agua.
Aparté la vista del muchacho para mirar a la mujer. Así pues, aquella era la acusación: intento de suicidio. El chico estaba allí en medio, aturdido y sin prestar atención, con el pelo, de color castaño claro, caído sobre la frente. Su rostro de niño estaba demacrado y consumido por las preocupaciones.
—Sí, señor —estaba diciendo la mujer del operador de compuertas—, tan deprisa como yo estiré de él pa’ sacarlo, él se fue pa’ atrás. Luego pedí ayuda, y pasaron por allí unos trabajadores y lo sacamos y lo entregamos al agente.
El juez elogió a la mujer por su buena musculatura, lo que provocó las risas en la sala del tribunal; sin embargo, lo único que yo podía ver era a un muchacho en la flor de la vida aferrándose fervientemente a una muerte en el fango, y aquello no era para reírse.
Luego subió un hombre al estrado y se puso a dar fe del buen carácter del muchacho y a presentar pruebas atenuantes. Era o había sido el capataz del muchacho. Alfred era un buen chico, pero con muchos problemas en casa, asuntos de dinero. Y encima, su madre estaba enferma. Se preocupó de tal forma con todo aquello que dejó de ir a trabajar. Él (el capataz), a fin de defender su propia reputación, y como el muchacho trabajaba mal, se había visto obligado a despedirlo.
—¿Algo que decir? —preguntó de improviso el juez.
El chico balbuceó algo ininteligible. Seguía abstraído.
—¿Qué está diciendo, agente? —preguntó el juez con impaciencia.
El hombre de uniforme pegó el oído a los labios del detenido y luego respondió en voz alta:
—Dice que lo siente mucho, su Señoría.
—Llévenselo —dijo su Señoría; y pasaron sin más al siguiente caso, cuyo primer testigo había iniciado ya juramento. El chico, aturdido y sin enterarse de nada, se fue con el agente. Y eso fue todo, cinco minutos de principio a fin; dos hombretones del muelle intentaban pasarse entre ellos la responsabilidad de la posesión de una caña de pescar robada, que no debía de valer más de diez centavos.
El principal problema de aquella pobre gente era que no sabían suicidarse, así que normalmente tenían que hacer dos o tres intentos antes de conseguirlo. Esto, como es natural, suponía una enorme molestia para los agentes y magistrados y les ocasionaba continuos inconvenientes. A veces, sin embargo, los jueces hablaban con franqueza de la cuestión y recriminaban a los detenidos la torpeza en sus intentos. Por ejemplo, el señor R. Sykes, presidente de la audiencia de Stalybridge, cuando recientemente juzgó el caso de Ann Wood, que había intentado quitarse la vida en el canal, le dijo: «Si quería usted hacerlo, ¿por qué no lo hizo de una vez y ya está? —le preguntó el indignado señor Sykes—. ¿Por qué no se metió bajo el agua y acabó con todo, en vez de causarnos todas estas molestias y problemas?».
La pobreza, la miseria y el miedo al asilo para pobres son las principales causas de suicidio entre la clase obrera. «Prefiero ahogarme antes que ir al asilo», dijo Ellen Hughes Hunt, de cincuenta y dos años. El pasado miércoles tuvo lugar la instrucción del caso de su muerte en Shoreditch. Su marido llegó del asilo para pobres de Islington con el fin de testificar. Había sido quesero, pero la quiebra de su negocio y la pobreza lo habían obligado a acabar en el asilo de pobres, adonde su esposa se había negado a acompañarlo.
La vieron por última vez a la una de la madrugada. Tres horas más tarde encontraron su sombrero y su chaqueta en el camino de sirga del Regent’s Canal, y más tarde se rescató el cuerpo del agua. Veredicto: suicidio durante demencia transitoria.
Los veredictos como éste son crímenes contra la verdad. La ley es una mentira, y escudados en ella los hombres mienten sin vergüenza alguna. Por ejemplo, una mujer caída en desgracia, abandonada y despreciada por parientes y amigos se envenena con láudano y también envenena a su bebé. El bebé muere, pero ella sale adelante tras unas semanas en el hospital, y entonces es acusada de asesinato, condenada y sentenciada a diez años de trabajos forzados. Por el mero hecho de haberse recuperado, la ley la declara responsable de sus actos; si hubiera muerto, en cambio, la misma ley habría emitido veredicto de demencia transitoria.
Sin embargo, si analizamos el caso de Ellen Hughes Hunt, resulta igual de justo y lógico decir que su marido sufría demencia transitoria cuando ingresó en el asilo de Islington como que la sufría ella al tirarse al Regent’s Canal. ¿Cuál de los dos es el lugar de reposo preferible? Pues es cuestión de opiniones, de pareceres. Yo, por ejemplo, por lo que sé de los canales y los asilos para pobres, si me viera en una situación similar, elegiría el canal. Y me atrevo a sostener que no estoy más loco que Ellen Hughes Hunt, que su marido o que el resto de la humanidad.
El hombre ya no sigue sus instintos con la misma fidelidad de antaño. Se ha convertido en una criatura que razona y que puede aferrarse intelectualmente a la vida o deshacerse de ella según ésta le depare grandes placeres o padecimientos. Me atrevo a afirmar que Ellen Hughes Hunt, a la que se escatimaron todos los placeres de la vida que se merecía después de cincuenta y dos años de servicio en el mundo, sin otra perspectiva que la de los horrores del asilo para pobres, se mostró muy racional y tranquila al decidir arrojarse al canal. ¡Demencia transitoria! Oh, esas malditas frases, esas mentiras del lenguaje, bajo las cuales se cobija la gente con el estómago lleno y las camisas sin rotos, a fin de eludir la responsabilidad con sus hermanos y hermanas que tienen el estómago vacío y las camisas hechas jirones.
Expongo a continuación una serie de sucesos habituales publicados en un ejemplar del Observer, el periódico del East End:
Un fogonero de barco, llamado Johnny King, fue acusado de intentar suicidarse. El miércoles fue a la comisaría de Bow y declaró que había ingerido cierta cantidad de pasta de fósforo, dado que no conseguía encontrar trabajo de ninguna forma. A King le suministraron un purgante que le provocó el vómito de cierta cantidad de veneno. Luego el acusado dijo que lo sentía mucho. Pese a que había trabajado sin problema durante dieciséis años, era incapaz de encontrar empleo de ninguna clase. El señor Dickinson retrasó las diligencias para que lo visitara el capellán de los juzgados.
Timothy Warner, de treinta y dos años, fue detenido por un delito similar. Se arrojó desde el muelle de Limehouse, y cuando fue rescatado, dijo: «Lo he hecho deliberadamente».
Una joven de aspecto decente, llamada Ellen Gray, fue detenida, acusada de intentar suicidarse. Sobre las ocho y media de la mañana del domingo, el agente 834 K encontró a la acusada tirada en un portal de Benworth Street, en estado muy amodorrado. Tenía un frasco vacío en una mano y declaró que, dos o tres horas antes, había ingerido cierta cantidad de láudano. Como era obvio que estaba muy enferma, se llamó al médico de la policía, quien, después de administrarle café, ordenó que se la mantuviera despierta. Cuando se presentaron cargos contra la acusada, ella declaró que la razón de haber intentado quitarse la vida era que no tenía ni casa ni amigos.
Yo no digo que toda la gente que se suicida esté cuerda, igual que tampoco digo que lo esté todo el mundo que no se suicida. La incapacidad para encontrar comida y un techo es, sin duda, una buena causa de locura entre los vivos. Los vendedores ambulantes y los que se buscan la vida en las calles, una clase de trabajadores que vive más precariamente que ninguna otra, registran el mayor porcentaje de ingresos en los manicomios. Todos los años enloquece un 26,9 de cada 10 000 individuos; y un 36,9 entre las mujeres. De los soldados, en cambio, que tienen garantizados por lo menos la comida y un techo, enloquecen 13 de cada 10 000. Entre los granjeros y ganaderos, la cifra disminuye a 5,1. De forma que un vendedor ambulante tiene el doble de probabilidades de perder la razón que un soldado, y cinco veces más que un granjero.
El infortunio y la miseria son factores muy importantes para hacer perder la cabeza a la gente y mandar a algunos al manicomio y a otros al depósito de cadáveres o al patíbulo. Cuando sucede lo imprevisto, y el padre o marido, a pesar del amor que siente por su esposa e hijos y a pesar de que quiera trabajar, queda incapacitado, resulta bastante lógico que la razón le falle y pierda el juicio. Y más lógico resulta todavía si tenemos en cuenta que tiene el cuerpo maltrecho a causa de la desnutrición y las enfermedades, y el alma desgarrada de ver sufrir a su familia.
«Es un hombre apuesto, con una mata de pelo negra, ojos oscuros y expresivos, una nariz y un mentón delicadamente cincelados y un bigote regular y ondulado». Ésta es la descripción que un periodista hizo de Frank Cavilla mientras éste comparecía ante el tribunal una sombría mañana de septiembre, «vestido con un traje gris muy desgastado y una camisa sin cuello».
Frank Cavilla vivía y trabajaba de pintor de casas en Londres. Lo describieron como un buen trabajador, un tipo fiable y poco aficionado a la bebida, mientras que sus vecinos coincidían en afirmar que era un marido y padre amable y afectuoso.
Su esposa, Hannah Cavilla, era una mujer corpulenta, atractiva y desenfadada. Siempre se encargaba de que sus hijos fueran limpios y bien vestidos (así lo afirmaron los vecinos) a la Escuela Pública de Childeric Road. Y así, con un marido como aquél, que trabajaba sin descanso y llevaba una vida modesta, todo iba viento en popa.
Entonces ocurrió lo imprevisto. Cavilla trabajaba para un constructor llamado Beck, y vivía en una de las casas que éste tenía en Trundley Road. Un día, sin embargo, el señor Beck se cayó de su coche y se mató. El culpable fue un caballo rebelde, y, como digo, fue imprevisible. Ahora a Cavilla le tocaba buscar otro trabajo y otra casa.
Esto ocurrió hace dieciocho meses. En ese tiempo, Cavilla luchó a brazo partido. Consiguió alojamiento en una casita de Batavia Road, pero no lograba llegar a fin de mes. No encontraba un trabajo estable. Bregó como un hombre con toda clase de trabajillos eventuales, mientras su mujer y sus cuatro hijos se morían de hambre ante sus ojos. También él pasó mucha hambre, se debilitó y enfermó. Esto sucedió hace tres meses, y a partir de entonces ya no tuvieron comida alguna. Ellos no se quejaron, no dijeron ni una palabra; pero la gente pobre se da cuenta de esas cosas. Las amas de casa de Batavia Road comenzaron a mandarles comida, pero los Cavilla eran tan dignos que era necesario enviarla de forma anónima para no herir su orgullo.
Había sucedido lo imprevisto. El hombre había luchado, había pasado hambre y había sufrido durante dieciocho meses. Una mañana de septiembre se levantó temprano. Abrió su navaja. Degolló a su esposa Hannah Cavilla, de treinta y tres años; degolló a su primogénito, Frank, de doce años; degolló a su hijo Walter, de ocho años; degolló a su hija, Nellie, de cuatro; y degolló a su bebé, Ernest, de dieciséis meses. Se quedó el día entero velando los cadáveres hasta el anochecer, cuando llegó la policía. Y entonces les dijo que pusieran un penique en la ranura del contador del gas para poder ver.
Frank Cavilla compareció ante el tribunal vestido con un traje gris muy gastado y sin cuello en la camisa. Era un hombre apuesto, con una mata de pelo negra, ojos oscuros y expresivos, nariz y mentón delicadamente cincelados y un bigote regular y ondulado.
23. Los niños
Vivimos en un cuchitril y nos arrastramos sin fin,
olvidándonos de que el mundo es bello.
WILLIAM MORRIS
Hay un solo espectáculo, uno solo, que es digno de ver en el East End: los niños y niñas bailando en la calle cuando el organillero hace su ronda. Resulta fascinante contemplar a los recién llegados al mundo, a la siguiente generación, contoneándose y marcando el paso, con sus bonitas imitaciones y sus gráciles invenciones, moviendo sus cuerpos con ligereza y saltando ágilmente, marcando unos ritmos que nunca se enseñan en la escuela de baile.
He hablado con esos niños y niñas, aquí, allá y en todas partes, y me han parecido igual de listos que los otros niños, y en muchos casos aún más. Su imaginación es desbordante. Su capacidad para proyectarse al mismísimo reino de la aventura y de la fantasía es portentosa. Corre por sus venas una vida dichosa. Disfrutan con la música, con el movimiento y los colores, y a menudo bajo la inmundicia y sus harapos, sus rostros y sus cuerpos se muestran asombrosamente hermosos.
Pero hay un Flautista de Hamelín en Londres que se los lleva a todos, sin dejar ni rastro. Y uno ya no vuelve a verlos jamás. Puedes buscarlos en vano entre los adultos, pero sólo encontrarás cuerpos raquíticos, caras feas y mentes embotadas y estúpidas. Elegancia, belleza, imaginación, y todo el vigor de la mente y los músculos ha desaparecido. A veces, sin embargo, puedes ver a una mujer —no necesariamente vieja, pero sí encorvada y deforme hasta el punto de no parecer una mujer, abotargada y borracha— que se levanta las faldas mugrientas y ejecuta unos cuantos pasos de baile, torpes y grotescos, sobre el pavimento. Es un indicio de que antaño fue una de aquellas criaturas que bailaban al son del organillo. Esos pasos torpes y grotescos son lo único que queda de la promesa de la infancia. En los nublados recovecos de su mente destella un fugaz recuerdo de que fue niña una vez. La multitud se le acerca. Unas niñas se ponen a bailar a su lado, con todas las bonitas florituras que ella recuerda vagamente, pero que ahora su cuerpo sólo puede parodiar. Al poco tiempo comienza a jadear, agotada, y dando tumbos se aleja del círculo que se ha formado a su alrededor. Pero las niñas siguen bailando.
Los niños del gueto poseen todas las cualidades que convierten a hombres y mujeres en seres nobles; pero el gueto, como una tigresa enfurecida que se revuelve contra sus crías, ataca estas cualidades y las destruye, apaga la luz y las risas, y a quienes no mata los convierte en seres desamparados y tristes, zafios, más degradados y desgraciados que las bestias del campo.
En cuanto al modo en que esto acontece, ya lo he descrito con detalle en capítulos anteriores; dejemos que lo describa ahora brevemente el profesor Huxley: «Cualquiera que esté familiarizado con el estado de la población de todos los grandes núcleos industriales, tanto de este como de otros países, es consciente de que en una porción cada vez mayor de dicha población reina de forma absoluta […] esa condición que los franceses llaman la misère, un término para el que creo que no existe equivalente exacto en inglés. Se trata de una condición en la que la comida, el calor y la ropa necesarios para mantener el buen estado de las funciones corporales no pueden conseguirse; en el que hombres, mujeres y niños se ven abocados a meterse en cubiles donde no existe la decencia y donde es imposible alcanzar las condiciones mínimas de salubridad; en la que los placeres disponibles se reducen a la brutalidad y la borrachera; en la que el sufrimiento acumulado se compone de hambre, enfermedades, raquitismo y degradación moral; en la que cualquier perspectiva de un trabajo fijo y honrado cuesta una vida entera de batallas fallidas contra el hambre, rematada por la fosa común».
En esas condiciones, no hay esperanza alguna para los niños. Mueren como moscas, y los que sobreviven, es porque poseen una gran vitalidad y una capacidad de adaptación al medio hostil que los rodea. No saben lo que es un hogar. En los cubiles y madrigueras donde viven se hallan expuestos a toda clase de obscenidades e indecencias. E igual que eso les corrompe la mente, la falta absoluta de higiene, el hacinamiento y la mala alimentación les corrompe el cuerpo. Cuando un padre y una madre viven con tres o cuatro criaturas en una habitación donde, por la noche, los niños se turnan para apartar a las ratas de los que duermen, cuando esos niños nunca tienen comida suficiente y son pasto de enjambres de bichos que los debilitan y los afligen sin fin, no cuesta imaginar la clase de hombres y de mujeres que llegarán a ser los que sobrevivan.
La desesperación y la tristeza
los rodean ya desde la cuna;
las palabrotas y las feas risotadas
son las primeras nanas que oyen.
Una pareja se casa e instala su hogar en una sola habitación. Sus ingresos no aumentan con los años, pero su familia sí, y el hombre será un afortunado si consigue conservar la salud y el trabajo. Llega un bebé primero y luego otro. Eso significa que hace falta más espacio. Pero esas nuevas boquitas y cuerpecillos comportan gastos extras, y esos gastos imposibilitan conseguir un alojamiento más espacioso. Y llegan más bebés. No hay sitio ni para moverse. Los chiquillos corren a su aire por las calles, y cuando cumplen doce o catorce años el problema del espacio se hace insostenible y acaban viviendo en las calles. El muchacho, con suerte, será admitido en algún albergue, y su destino será incierto. En cambio, la chica de catorce o quince años, forzada a abandonar aquella habitación que es su único hogar, y, en el mejor de los casos, capaz de ganar la suma irrisoria de cinco o seis chelines semanales, sólo puede tener un destino. Y el amargo colofón de ese destino es el mismo que el de la mujer cuyo cuerpo ha encontrado la policía esta mañana en un portal de Dorset Street, en Whitechapel. Sin techo, sin hogar, enferma, sin compañía en sus últimos momentos, murió anoche de congelación. Tenía sesenta y dos años y vendía cerillas. Murió como un animal salvaje.
Conservo intacta en la memoria la imagen de un niño en el estrado de un juzgado municipal del East End. Apenas se le veía asomar la cabeza por encima de la barandilla. Se le acusaba de haber robado dos chelines a una mujer, un dinero que no se había gastado en golosinas ni en pasteles ni en pasarlo bien, sino en comida.
—¿Por qué no le pedías comida a la señora? —le preguntó el juez en tono de reproche—. Seguro que te habría dado algo de comer.
—Si le hubiera pedido algo, me habrían encerrao por mendigar — contestó el niño.
El magistrado frunció el ceño y aceptó la réplica. Nadie conocía al niño ni a sus padres. No tenía historia ni antecedentes, era un niño abandonado, una criatura de la calle, un lobato que buscaba su comida en la selva del imperio, un depredador de los débiles y una presa de los fuertes.
La gente que intenta ayudar a los niños del gueto se los lleva a pasar un día al campo. Creen que deberían tener la oportunidad de poder disfrutar de un día así antes de cumplir los diez años. Un escritor afirma a este respecto: «No debemos infravalorar el cambio mental que supone en los niños pasar un día en el campo. Sean cuales sean las circunstancias, los niños aprenden qué son los campos y los bosques, de tal forma que las descripciones de los escenarios campestres de los libros que leen, y que antes no les producían ninguna impresión, se vuelven ahora inteligibles».
¡Un solo día en el campo y en el bosque!, y eso si tienen la suerte de que los elija la gente que intenta ayudarlos. Y cada día nacen más, más de los que pueden ser carreteados al campo y al bosque un único día en toda su vida. ¡Un solo día! ¡Un solo día en su vida! En cuanto al resto de sus vidas, como le dijo un niño a cierto obispo: «A los diez hacemos novillos, a los trece robamos y a los dieciséis ya somos lo bastante gamberros para zurrar a la policía».
El reverendo J. Cartmel Robinson cuenta la historia de un niño y una niña de su parroquia que echaron a andar con la idea de llegar al bosque. Caminaron y caminaron por las calles interminables, siempre con la idea de poder verlo al cabo de poco; hasta que, por fin, se sentaron, desfallecidos y desanimados, y los rescató una bondadosa mujer que los devolvió a la parroquia. Estaba claro que a ellos no los había elegido la gente que intenta ayudar.
El mismo reverendo explicaba también que en una calle de Hoxton (un distrito del enorme East End) viven más de setecientos niños y niñas de entre cinco y trece años en sólo ochenta casas diminutas. Y añadía: «Londres ha confinado a estos niños a un dédalo de calles y casas y les ha robado su derecho legítimo de poder disfrutar del cielo y de los campos y arroyos, por lo que al crecer se convierten en hombres y mujeres físicamente no aptos».
Cuenta también la historia de un miembro de su congregación que alquiló a un matrimonio un cuarto de su sótano: «Me dijeron que tenían dos hijos; cuando se instalaron resultó que tenían cuatro. Al cabo de poco apareció un quinto, y el casero les advirtió de que tenían que marcharse. Ellos no hicieron caso. Luego el inspector de sanidad, que tan a menudo se ve obligado a mirar hacia otro lado, llegó y amenazó a mi amigo con emprender acciones legales. Él alegó que no podía echarlos. El matrimonio argumentó que nadie los querría con tantos hijos por un alquiler que él pudiera pagar, una de las quejas más habituales de la gente pobre, por cierto. ¿Qué se podía hacer? El casero estaba entre la espada y la pared. Por fin recurrió a la justicia, que mandó a un funcionario para que investigara el caso. Han pasado veinte días desde entonces y, sin embargo, las cosas siguen igual. ¿Se trata de un caso excepcional? En absoluto, es bastante común».
La semana pasada la policía hizo una redada en un burdel. En una de las habitaciones encontró a dos niños. Se los detuvo y se presentó cargos contra ellos, igual que se hizo con las mujeres. En el juicio apareció el padre. Declaró que en aquella habitación vivían él, su mujer y sus dos hijos mayores, además de a los que ahora se juzgaba. Explicó que la ocupaban porque no podía encontrar ninguna otra habitación por la media corona semanal que pagaba por ella. El magistrado puso en libertad a los dos delincuentes infantiles y le recriminó al padre por estar criando a sus hijos en condiciones malsanas.
No es necesario poner más ejemplos. En Londres la matanza de los inocentes se produce a una escala tan descomunal como no hay precedentes en toda la historia del mundo. E igualmente descomunal es la crueldad de la gente que cree en Jesucristo, reconoce a Dios y va a la iglesia regularmente los domingos. Durante el resto de la semana hacen recuento de los alquileres y beneficios que les proporciona la gente del East End, dinero manchado de sangre infantil. Y su naturaleza es tan peculiar que, en ocasiones, de estos alquileres y beneficios destinan medio millón para la educación de los niñitos negros del Sudán.
(Continuará...)