CARTAS CHILANGAS (XXI)

Juan Patricio Lombera









Cartas al fondo de mi alma

VII

Tengo que estar muy pedo para tener el valor de escribir estas líneas sobre el hecho que marcó para siempre mi vida. Era un sábado por la tarde y empezó a sonar la música en el inmenso apartamento de Alfonso, en Polanco. Era un segundo piso con vistas al ya antiguo colegio de Gabriela. Nada más entrar, había un amplio recibidor a partir del cual salían varios caminos. El recibidor tenía su propio baño para las visitas. A mano derecha había un pasillo que a su vez se bifurcaba en dos. A la izquierda estaba la cocina y a la derecha un pequeño comedor más idóneo para desayunos. Tras el comedor y paralelo al pasillo de la entrada, se encontraba la zotehuela.

A mano izquierda estaba el comedor principal y un salón con sofás y una mesa de centro. Un amplio ventanal permitía ver la terraza que comprendía una decena de metros de largo. Finalmente, de frente y tras superar un tabique setentero con múltiples agujeros equidistantes, se encontraba el pasillo que llevaba a las habitaciones y al baño principal.

Lo primero que hicimos al llegar, fue mover la mesa del comedor y acercarla a los sofás. No fue operación fácil ya que el mueble era de madera maciza y era amplio. Pero entre todos acabamos de completar la operación. Eso sí decidimos que esa mesa seria el punto estratégico para colocar el chupe, los vasos y la botana. Por otra parte, movimos un mueble bajo con vinilos y un tocadiscos así como sus respectivos bafles.\


-No mames Alfonso, pensé que un ricachón como tú tendría compact discs.
-Ah, pero qué pendejo eres Juan: no te has fijado que todos estos vinilos son clásicos. Los cambiarías por una cajita de 20 x 20 por muy buen sonido que tengan. Además eso de que no se pueden rayar es pura mamada.

En efecto, tras un detenido análisis, pude ver Pink Floyd the wall, Hotel California de Eagles o Abbey Road de los Beatles. Y, en efecto, cualquier coleccionista habría preferido esos vinilos con sus portadas en grandes que la mamada de las cajitas, pero al final estas se impusieron de mala manera, intentando matar la competencia de los vinilos.

Tras organizar el escenario, empezó a sonar la música y a circular la bebida. Rápidamente se formaron 3 grupos: los que bailábamos, los que bebían y que no había forma de despegar de la pinche mesa y los que tan solo querían platicar que estaban esparcidos entre la cocina y los sofás del salón. Nos lo estábamos muy bien y la cosa solo podía mejorar. Al cabo de un par de horas, empezó a sonar una canción lenta de Santana, Gabriela y yo nos habíamos quedado solos en la pista de baile abrazados. Su cabeza reposaba en mi pecho mientras girábamos lentamente. De pronto, acercó su cabeza a mi oído. Pensé que me daría un beso, pero en cambio me dijo:

-¿Trajiste condones?

El azoro que me produjo su pregunta hizo que casi nos cayésemos, pero tras recuperar el control asentí con la cabeza. En ese momento, la canción de Santana tocaba a su fin. Yo hice cómo que me dirigía a la cocina, mientras que Gabriela se dirigía a la zona de las habitaciones. Me hice el despistado un momento frente a los platicantes y volví sobre mis pasos para dirigirme a la tierra prometida. La maniobra tenía que ser lo más sigilosa posible si no queríamos que nos descubriesen. No me costó encontrarla. Abrí la puerta de la primera habitación y ahí estaba desnuda en la cama.

-No mames Gabriela, podías haber elegido otra habitación. Esta es la recamara de los jefes de Alfonso.
-Ya sabes que me gusta tener mucho espacio cuando hago el amor. Y ahora no te quedes ahí mirándome. Cierra la puerta y desnúdate. ¡Ya!

Nunca lo había hecho en un entorno poco convencional, por lo que al principio me costó. Gabriela se dio cuenta y me empezó a acariciar el pelo y a besarme.

-Piensa que estamos en mi casa y que no están mis padres. Tan solo es una travesura.

La última, quizá, pensé en mi foro interno. No obstante, conseguí calmarme y durante unos diez minutos ambos gozamos en silencio de la intimidad de nuestros cuerpos. Sin embargo, nada más terminar empezamos a vestirnos rápidamente a fin de volver y esperar que nadie se hubiera percatado. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que nuestro plan no saldría bien. La música había cesado y todo el mundo estaba en el salón. Todos voltearon a vernos cuando llegamos al salón.

-¿Qué pasa? ¿Por qué esas caras? -pregunté nervioso.
-Creíamos que sería Alfonso. Hace un chingo que salió quesque por algo de comida y no ha vuelto -comentó Luis Ángel.
-Seguro se encontró a alguien y se quedó platicando y se olvidó de nosotros. Ya ves que estaba contento.
-En cualquier caso, deberíamos salir a la calle e irlo a buscar. No podemos quedarnos aquí mientras que el dueño no se encuentre. Nos podrían acusar de allanamiento de morada.
-Ves demasiadas películas. Pero está bien. Esto es lo que vamos a hacer, algunos iremos en mi bocho a buscarlo y el resto se quedará afuera esperándolo.

Tras apagar el tocadiscos y adecentar mínimamente la casa bajamos todos a la calle. Yo me subí en el coche con Gabriela que iba de copiloto, Luis Ángel, Ernesto y el Sabas detrás.

-No mames, pendejo -me dijo el Sabas-. Podrías haber sacado tu publicidad electoral. Ahora la tengo que llevar entre las piernas.

Como había habido acto el día anterior, tenía folletos anunciando la marcha. Avanzamos por Horacio. Ya era de noche y como la iluminación no era muy buena apenas se veía nada. De pronto me pareció ver su silueta cerca de la iglesia de San Agustín. Paré el coche en segunda fila. Y salí corriendo tras él. Cuando lo alcancé varias cuadras después, me di cuenta de que me había equivocado de persona. Volví hacía el coche y vi que unos policías estaban iluminando su interior y cuestionando a mis amigos. Me escondí entre los arbustos de la acera, temiendo de que si me acercaba me pidieran mordida. No tenía ni un centavo. Pensé que si me hacía el desaparecido, mis amigos acabarían pagando el “impuesto revolucionario” y, ya posteriormente, me arreglaría con ellos. No obstante, había algo que no me cuadraba. El oficial hacía más aspavientos de los normales para una negociación de esta naturaleza. De pronto capté un “pendejos cardenistas de mierda”. Acto seguido, vi como el oficial sacaba su pistola y disparaba hacia el interior del coche cuyos cristales se manchaban de sangre. Asustado, salí corriendo hacia casa de Alfonso. Cuando llegué todos se habían ido. No obstante pude entrar al edificio en el momento en que otro vecino pasaba al interior y al llegar a la casa de mi amigo, me encontré con que la puerta estaba abierta de par en par mientras mi amigo dormía su borrachera en el sofá del salón.

Pasé la noche ahí llorando y sin saber qué hacer. Me aferraba a la idea de que no había visto bien a quien habían matado. Quería creer que quizá Gabriela se hubiese salvado por estar adelante y ser mujer. Pero en el fondo sabía que eran ilusiones vanas. Dejé a a Alfonso aún durmiendo. Al día siguiente, cuando volví a casa me arrestaron, los “judas”.

(Continuará…)

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