Ítalo Costa Gómez

Hace poco terminé de leer “Ladrón de libros” del gran Jorge Cuba-Luque. El escritor peruano por el que siento particular cariño y admiración me hizo llegar ese texto con cinco cuentos maravillosos que reseñé con afecto tratando de agradecer su atención.
Gracias al primer cuento de ese libro recordé que cuando era pequeño era un bribón bastante particular. Un raterillo eclesiástico. Estaba caminando derechito al infierno por un camino santificado.
Cuenta la historia que era un niño de ocho años, frágil y distraído, atrapado en las inmensas instalaciones del colegio San Agustín. En ese recinto – en el que aprendí muchas cosas, hice mi primera comunión y conocí a amigos que me acompañan hasta el día de hoy – se practicaba mucho deporte, se ponía especial énfasis en el inglés y, por sobre todas las cosas, la religión católica era impartida mañana, tarde y noche.
No llamaba particularmente mi atención el tema religioso, pero lo que sí habían logrado en mí era que tenga el famoso “temor de Dios”. Gracias a que mis educadores decían que todo lo que yo sentía era malo; que amar como amaba estaba mal pues empecé a visitar con mucha más frecuencia la iglesia que estaba dentro del mismo colegio y rezaba o hacía el intento de rezar. Pedía perdón. Repetía los salmos que nos enseñaban (me sabía varios de paporreta) antes de volver a la formación para que un huevón de apellido Pérez Vargas me jalara las patillas con rudeza. Le gustaba humillar al alumnado delante de los demás. Lo recuerdo con pena. Era un muy mal educador y la escuela lo protegía en una época en la que ese colegio solo recibía varones. Todos debíamos aguantar calladitos.
En mis frecuentes visitas a la iglesia empecé a robarme las estampitas que adornaban los altares. Al principio porque una me gustó, era de un material bonito y tenía atrás una oración. Después seguí haciéndolo porque sencillamente me sentía palomilla, me creía un pendejerete porque podía subir con agilidad hasta esas estatuas altísimas y robarme impunemente las estampitas que ponían a sus pies que luego guardaba en mi habitación en una caja de zapatos escondiendo mi delito de mis padres.
Ya había llegado como a cincuenta estampas de todos los santos habidos y por haber. Eran pequeños trofeos que iba acumulando. Era mi pequeña y ridícula venganza a un cole en el que solo me sentía juzgado, criticado al mango, maltratado y desatendido. De pronto ya no había «temor de Dios». Debe ser porque nada en Él es miedo. Se supone que es amor. Irónicamente me estaba reconciliando con ese poder supremo tirándome las estampas.
Un buen día mi mamá me descubrió. Robertina, que era la nana que la ayudaba conmigo (porque a pesar de que ya estaba grandecito la casa estaba completamente vacía todo el día y alguien debía ver qué estaba haciendo) le llevó preocupada la caja de zapatos con las estampitas. Robertina lo tomó como que yo debía estar “asustado por algo” y por eso decidió acusarme: «un niño no reza tanto a menos que esté asustado». No sabía que yo no tomaba las estampas para que me cuiden, sino que me estaba burlando del colegio. Al menos esa era mi intención. No tenía miedo. Lo había vencido, más bien.
No recuerdo claramente la conversación que mantuve con mi madre, pero sí en que insistió en verme devolver las estampas a la iglesia y así fue.
Al llegar el domingo fuimos a misa y frente a uno de los altares me hizo pedir perdón y devolver todas las estampas. Mis disculpas no fueron sinceras, pero al menos sí me enseñó a no tomar nada ajeno y muchísimo menos si era sacrosanto. No había sentido. Ya había perdido el miedo. No necesitaba más.
Y así se escribe la historia de cómo fui un ladroncillo santificado. Un ratero monse de ocho años que fue atrapado por «la ley» y obligado a disculparse con un sistema religioso que quizá debía disculparse conmigo y devolverme todo lo que me robó.
¡Cómo te entiendo, chaval, con eso de los curas!
Hasta ya mayor, yo nunca entendí que la Iglesia era una entidad. Yo sólo veía que había que ir a misa por narices, día sí y día también, con la consabida ración de Ostias y ostias (ya hemos hablado de eso), sí o sí.
Y para mí la Iglesia eran aquellos señores de sotana, con las manos más largas que las de uno (normalmente por la regla que había al final de sus dedos, que solían medir mis costillas de una forma bastante peculiar). Yo no he vivido otro tipo de abusos físicos, como después he sabido que había habido, de tipo sexual. Solamente es que me llevaba más ostias que Ostias, y mira que cada día tomaba una de las mayúsculas. Pero sí había visto la hipocresía de quien se quita la sotana después de clase y se va de putas al barrio chino de la capital, después de comerme la cabeza con sus retahílas trasnochadas.
En fin, que nunca me creí nada de lo que me contaron y, aunque después he conocido sacerdotes de lo más digno, ya era tarde, y no pasé nunca de verlos como a buenas personas con el pensamiento equivocado. Los curas de los 70 del siglo pasado, eran de todo menos buenos comerciales. No sabían vender su producto de ninguna manera.
Pero tú le echaste gónadas de chiquito ¡ah!
Como siempre, me eché unas risas y retorné un poco a mi infancia. Abrazote.