Fernando Morote

Mauro Mina
(1933-1993)
Mi madre se fue de la casa cuando yo era un bebé y mi padre interrumpió con su muerte mi infancia, así que crecí junto a mis abuelos. Para ayudarlos a sostener las necesidades del hogar, renuncié al colegio y me puse a trabajar cargando reses en el camal del pueblo. Ahí, un cazador de talentos, descubriendo además que tomaba sangre de toro para aguantar las duras jornadas, me vio condiciones para el boxeo y me motivó a calzar los guantes.
Mi primer reto, a los 15 años, fue contra un camionero rudo y mañoso al que doblegué por puntos. A los 20 debuté profesionalmente ganándole a un chileno en una gira por su país. A partir de entonces me bautizaron como “El Expreso Chinchano” porque —fuera de haber nacido en el soleado valle iqueño— era recio, alto y macizo, pero también ágil y ligero, y arrasaba a quienes se me ponían por delante.
Mi estrategia consistía en observar unos minutos a mi adversario, estudiar su estilo, tratando de reconocer su lado vulnerable, midiéndolo, manteniéndolo a distancia; no bien divisaba el hueco para avanzar le soltaba un variado repertorio de trompadas, castigándolo violentamente, sin darle oportunidad de respirar. Antes de cada encuentro me preparaba viendo películas o realizando cualquier tarea que no tuviera nada que ver con la arena. Por supuesto sentía miedo, era consciente del daño que podían causar los golpes, algunos incluso letales. Los entrenamientos en el gimnasio me ayudaban a relajar los nervios. Una vez que subía al ring me olvidaba de todo, movía la cintura con el estilo de un bailarín de mambo, y destruía a mi oponente conectándole una combinación de ganchos, rectos y upper-cuts que lo dejaban torcido casi desde el campanazo inicial. Mis brazos le caían peor que una lluvia de martillazos sobre la cabeza.
Derroté por knockout a los mejor ranqueados. Acumulé un récord impresionante de victorias. En pocas ocasiones recurrí a la decisión unánime de los jueces. Mis rivales solían escuchar la cuenta de 10 tirados en la lona. Siendo campeón sudamericano de los semipesados, escalé hasta ser el contendor principal para el título mundial.
En 1962 hice vibrar las graderías atiborradas del Madison Square Garden en Nueva York. Mi actuación superó las expectativas de aficionados y entendidos. Mi contrincante, procedente de Detroit, se pasó round tras round huyendo de mis ataques igual que un conejo asustado. Al final logré acorralarlo en las cuerdas y lo demolí en el último asalto al mismo tiempo que los hinchas peruanos, presentes en inesperada cantidad, me ovacionaban agitando banderitas blanquirrojas.
Lamentablemente, en la disputa previa, recibí un corte en la ceja que me desprendió la retina izquierda y me jodió la carrera. La hinchazón me desfiguró por completo el rostro. Mi manager hizo lo imposible por ocultar la lesión para que la Comisión de Reglas no me impidiera trepar al cuadrilátero e ir en busca del cinturón y cetro máximos.
Los médicos terminaron descalificándome, según dijeron para cuidar mi salud y proteger mi integridad, aunque es muy sabido que las autoridades en este deporte no destacan precisamente por su ejemplo de honestidad. Pese a no perder un solo combate entre 1958 y 1966, nunca pude ceñirme la corona del número uno.
Llegó el momento en que me aburrí de la bata y las botas. La prensa y los promotores no hacían otra cosa que hablar de mi ojo malo, o de mi vista herida, en lugar de subrayar mis triunfos en las batallas encarnizadas que solía protagonizar en el Estadio Nacional de Lima o el coliseo Luna Park de Buenos Aires.
La bella Chabuca fue la única que mostró hidalguía al componer “Puños de Oro” en homenaje a mis cualidades de pugilista y mis valores de ser humano. En ninguna etapa de mi vida me atrajo el vicio o las juergas. Evité siempre, de manera sistemática, el licor y preferí concentrarme en mi vocación. De 58 peleas a lo largo de mi trayectoria vencí en 52, sucumbí en 3 y empaté apenas 3.
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