Fernando Morote

Flora Tristán
(1803-1844)
Basta de lloriqueos histéricos. No necesitamos permiso o aprobación de ninguna autoridad. El grupo humano que peor nos discrimina somos nosotras mismas. La idiotez carece de género. No tenemos que ir por ahí con los pechos desnudos reclamando que nos respeten. Las chicas de hoy han malinterpretado la pintura de Delacroix ilustrando la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ésa no es una estrategia efectiva ni inteligente de protestar. Ni siquiera hay motivo por qué hacerlo. Lo que cuenta es tomar el toro por las astas, sin ofender la integridad, la dignidad o la seguridad de los demás.
El objetivo no es dominar a los hombres. Muchas poseemos el talento y el carácter suficientes para ignorar ese pobre límite. Tampoco se trata de despreciarlos. ¿Acaso queremos descargar camiones de ladrillos? ¿O preferimos dejarnos crecer la barba? ¿A lo mejor pensamos que lucimos más atractivas si llevamos las piernas velludas como los futbolistas?
Fui producto de una unión ilegítima. Muy joven, víctima de violencia doméstica, fugué del infierno en que se convirtió mi hogar a causa de un marido déspota y explotador. Debido a ello, desde temprano me declaré a favor del divorcio; detestaba el matrimonio como un mecanismo de opresión y servidumbre, lo cual me valió el rechazo y la censura social. Me sentía como una auténtica paria.
Entonces viajé al Perú, acudiendo a mis parientes ricos e influyentes, en búsqueda de ayuda. Al llegar a Arequipa lo primero que recibí fue una esclava negra como regalo familiar que atendería mis cuidados básicos. También descubrí que las peruanas fumaban, apostaban y cabalgaban. Eso en Francia nunca lo había visto. Sin embargo, escudándose en mi condición de hija bastarda, mis tíos se negaron a entregarme la herencia que por derecho natural me correspondía. Mi experiencia relacionándome con los rezagos de la aristocracia virreinal me enseñó a detestar la hipocresía y la adulación.
En Lima, antes de volver a Europa con las manos vacías, aprovechando mi roce con la élite de la Capital, tuve oportunidad de asistir a funciones de teatro, corridas de toros y sesiones del Congreso. Pude observar cómo ciertas señoras participaban, tras bastidores, en política; urdían y confabulaban contra la indiferencia y la intolerancia masculinas. Las damas, tapadas con sayas y mantillas, altamente manipuladoras, coqueteaban en un modo tan elegante que conseguían del sexo opuesto lo que querían gracias a sus encantos, astutamente desplegados. Eso era puro poder femenino en acción.
La tierra de Túpac Amaru, cuyas ideas revolucionarias resonaron en mi país, fue mi gran escuela. Allí abrí los ojos a un nuevo horizonte y resolví luchar, enfrentándome a las injusticias que laceraban nuestro orgullo. La mayor vergüenza proviene de la iglesia, la ciencia y la ley, quienes nos consideraban seres inferiores, al nivel de mulas disfrazadas de esposas, amantes o madres.
Una persona no pertenece al lugar donde nace sino al que enciende su espíritu; por eso soy y me siento, en el fondo, una chola con ascendencia inca. Me formé como una escritora acuciosa, honesta y crítica de la realidad, lo que me granjeó furibundos ataques y censuras por mi frontalidad. Con el tiempo comprendí que estar separada de las convenciones tradicionales es signo de fortaleza, no de debilidad. Mi pensamiento y mi actitud inspiraron la obra de varias lideresas latinoamericanas por el simple hecho de que armé un plan y propuse un programa de autoemancipación de la mujer. Nadie nos va a regalar nada. Por lo tanto, es imperativo organizarnos, prepararnos, instruirnos. Si queremos transformar el mundo, empecemos el cambio por dentro; principalmente la mentalidad.
Mi nieto Paul Gauguin, inconformista como yo por sucesión genética, utilizó los pinceles en vez de las letras a fin de expresar su visión osada, original, innovadora, de la vida. Cerca de dos siglos atrás el tifus me consumió a los 41 años, pero aún continúo latiendo en el corazón de movimientos actuales a lo largo del planeta.
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