Francisco José Segovia Ramos

Niño de interior, creció entre callejas sombrías. Algunos juegos se vivían bajo la lluvia y en los socavones que acumulaban las aguas.
Someras pero suficientes para navegar en ellas con barquitos de papel.
Los sesenta eran años de carencias y dictadores. Tenían lo justo para ir tirando, como decía su madre, tan dulce con él como estricta con el gasto.
Un barquito de papel. Periódico inútil de un día para otro, transformado en un juguete etéreo como la duración del papel mojado.
¿Acaso las olas imaginarias iluminaban su semblante y lo hacían feliz? El chiquillo, niño urbano, imaginaba las salobres aguas, y se veía capitán en la proa de su barco.
Un día, radiante como pocos, por fin vio cumplido su sueño. Navegó su barquito en el mar de Almuñécar. Pero, ¡ay! Apenas duró un suspiro. Deshecho, el barquito quedó en la orilla. Sin embargo, fue feliz en ese mágico instante donde sus manos, temblorosas, primerizas rozaron con levedad infantil el frescor salado de la mar.