Giovanni Papini

A. A. y W. C.
Londres, 3 agosto
Salgo de un inmenso restaurante de lujo. ¡Horrible!
Nada más repugnante que todas aquellas bocas que se abren, que aquellos millares de dientes que mastican. Los ojos atentos, ávidos, brillantes; las mandíbulas que se contraen y se mueven; las mejillas que, poco a poco, se vuelven encarnadas… La existencia de los comedores públicos es la prueba máxima de que el hombre no ha salido todavía de la fase animalesca. Esta falta de vergüenza, hasta en aquellos que se creen nobles, refinados, espirituales, me espanta. El hecho de que la mente humana no ha asociado todavía la manducación y la defecación, demuestra nuestra grosera insensibilidad. Sólo algunos monarcas de Oriente y los Papas de Roma han llegado a comprender la necesidad de no tener testigos en uno de los momentos más penosos de la servidumbre corporal, y comen solos, como deberíamos hacer todos.
Llegará un tiempo en que causará estupefacción nuestra costumbre de comer en compañía — ¡al aire libre y en presencia de extraños!—, como hoy sentimos disgusto al leer que Diógenes, el cínico, satisfacía en medio de la plaza sus más inmundos instintos. La necesidad de engullir fragmentos de plantas y de animales para no morir, es una de las peores humillaciones de nuestra vida, uno de los más torpes signos de nuestra subordinación a la tierra y la muerte. ¡Y en vez de satisfacerla en secreto, la consideramos como una fiesta, hacemos de ella una ceremonia visible, la ofrecemos como espectáculo cotidiano, con la indiferencia de los brutos!
En mi caso, en el Nuevo Partenón, he suprimido desde hace tiempo la costumbre cuaternaria de las comidas en común. En los corredores hay puertas cerradas con un cartelito encima donde aparecen las dos letras A. A. Todos los huéspedes saben que allí dentro, a cualquier hora, se halla comida y bebida. Son cuartitos pequeños, pero luminosos, con una sola mesa y una silla única. El que tiene hambre va allí dentro y se encierra. Cuando se ha saciado sale, sin ser visto, y vuelve a sus ocupaciones o a su vagar. Camareros encargados de aquel servicio visitan algunas veces al día aquellos gabinetes, hacen desaparecer los platos sucios y proveen de alimentos bien preparados que se mantienen calientes durante muchas horas. En la proximidad de cada cabina de alimentación hay un water-closet con los últimos perfeccionamientos higiénicos.
¿Dentro de cuántos siglos será adoptado mi sistema en todas las moradas de los hombres?
Visita a Knut Hamsun
Cristianía, 24 agosto
He preguntado a un librero cuál es el más grande escritor noruego viviente.
Ha contestado:
—Knut Hamsun.
Es necesario, pues, que yo conozca a ese Hamsun. No he leído nada de él, pero desde el momento en que he venido a Noruega y no pienso volver y no tengo nada mejor que hacer, quiero incluir éste en mi colección de coloquios memorables.
Lo que me han contado acerca de él me gusta: ha sufrido hambre (como yo), ha hecho el tramp en los Estados Unidos (como yo) y rehúye todo lo que puede la compañía de los hombres (como yo). Vive, según dicen, en una isla solitaria y raramente va a las ciudades. En 1920 le dieron el Premio Nobel. Un secretario de la Legación de los Estados Unidos me ha prometido obtener un salvoconducto para llegar hasta él.
2 septiembre
Ayer pude, finalmente, hablar con ese Knut Hamsun. Excelente impresión. Es un hombre de más de sesenta años, pero bien conservado. Unos bigotes atrevidos que le dan el aspecto de un oficial sin debilidades. Rostro abierto, pero un poco triste y en algunos momentos severo.
Habla correctamente el inglés. No hace cumplidos. Me ha gustado.
—He consentido recibirle porque no es usted ni un mendigo, ni un literato, ni un periodista, ni un desocupado, ni un editor, ni un coleccionista de autógrafos, ni un admirador. Todas estas personas son igualmente nefastas e igualmente insoportables. Me defiendo contra ellos como un caballero contra los bandidos, pero no siempre lo consigo. He puesto entre ellos y yo un brazo de mar, pero esa canalla conoce la existencia de las naves y se aprovecha.
»Usted no sabe, por fortuna, lo que es la gloria. ¡Que no le ocurra nunca desventura semejante! Ser famoso significa volverse a la vez, viejo y perseguido. Llegar a la celebridad equivale a transformarse en un cadáver viviente y despojado. Los jóvenes y los rivales le consideran como un superviviente perdido y como a tal es tratado. La fama es una anticipación del ataúd y del sepulcro. ¿Sois célebre? Pues lo habéis dado ya todo y se puede comenzar la autopsia, incluso la vivisección. Os hemos ya recompensado; que se quite, pues, de en medio la carroña coronada y saciada, para dar paso a los desconocidos. Cualquier cosa que hagáis será siempre inferior a las obras que os dieron la fama. La gloria es un certificado de impotencia. Y, además, una prisión. Sois sometido, tanto si queréis como si no, a una vigilancia especial. No podéis alquilar una casa o entrar en un café o marchar de viaje sin que millares de personas se enteren en seguida, lo cuenten y lo impriman. Refugiarse en la soledad no basta. Incluso allí os asaltan y si no consiguen saber nada, lo inventan.
»Pero esto sería lo de menos. Lo peor es que la fama os pone a merced de los ladrones honrados. Todos quieren algo, todos pretenden algo, todos se llevan efectivamente alguna cosa. De cien cartas que recibo, noventa por lo menos han sido escritas para pedir. De veinte personas que vienen a verme, diecinueve terminan por llevarse aquello que deseaban.
»Ese admirador lejano quiere que le regale mis libros; ese otro quiere la página autógrafa para sus colecciones; aquél exige la fotografía y datos sobre mi vida, el de más allá quiere hablarme para que le aconseje, le juzgue, le ayude, le ilumine, le redima. Desde que me dieron el Premio Nobel no he podido salvarme de las peticiones de dinero. Todos los pretextos son aprovechados: enfermedades, gastos escolares, viajes indispensables, padres paralíticos, madres dementes, hermanas tísicas, matrimonios urgentes, suscripciones para monumentos centenarios, tumbas, colegios, nobles arruinados, hospitales zoológicos, exploraciones árticas, catástrofes. Si hubiese escuchado a todos, me habría sido necesario tener a mi disposición todo el patrimonio de Nobel y volvería otra vez a pasar hambre.
»Luego hay otros que de mi celebridad deducen la omnipotencia. “Si todos le conocen —piensan—, esto quiere decir que él los conoce a todos y por consiguiente puede obtener todo lo que quiere”. Error crasísimo, como comprenderá. Un escritor puede ser celebérrimo y, no obstante, tener relaciones únicamente con algunos amigos que no poseen ninguna influencia. Pero esa raza de postulantes no sabe estas cosas y no las cree. Y cada semana hay alguien que pretende de mí lo imposible: que le procure una buena colocación a toda prisa, que le haga publicar un libro por un gran editor, que le recomiende a un gran periódico para obtener una colaboración bien pagada, que me dirija a los ministros o a la Academia para que le concedan un subsidio, una bolsa de viaje, una pensión. A la verdad, yo no conozco ni frecuento, a causa de mi sistema de vida solitaria, los personajes de los que dependen estos favores, pero aunque los conociese, creo que no concederían lo que pidiese únicamente porque me llamo Knut Hamsun. Tendría que escribir carta tras carta, consumirme en los asientos de las salas de espera —esto es, regalar mi tiempo, que es lo más precioso de todo para un artista— y salir garante con mi nombre. de gentes que me son casi siempre desconocidas. ¡Y si alguna vez por debilidad atiendo a alguien y obtengo lo que pide, entonces es peor! No están nunca contentos. Vuelven a pedir, y cada vez cosas mayores. Y después de haber conseguido mil, te abandonan, indignados e insultantes, el día en que no has podido dar diez.
»Luego hay aquellos que envían volúmenes y manuscritos y exigen que los lea y que escriba luego un fundamentado juicio; hay los pestíferos reporteros que os roban una hora de vuestro trabajo o de vuestro descanso para ganar un poco de dinero a costa vuestra. Del hombre célebre, en una palabra, todos quieren algo. Ha dado a esa gentualla de ciegos un poco de luz, a esos corazones helados un poco de fuego, a esos cerebros desamueblados algunos pensamientos. Ha dado una parte de sí mismo, de su sangre, de su alma, de su vida, para enriquecer el alma de los otros y hacer menos triste el trabajo de la vida. Ha dado y, precisamente porque ha dado, debe dar siempre, sin fin, y no solamente su espíritu, sino su dinero, su tiempo, su fatiga, y algún pedacito de la propia gloria. El escritor famoso está circundado de parásitos, de postulantes, de sepultureros y de ladrones. La fama no es un premio, sino una maldición, un castigo. Si hubiese sabido esto, hubiera ido, en 1890 a asesinar a Brandes, que reveló a Europa mi primer libro: Hambre. Es preferible ser hambriento a ser célebre.
»Y usted también, aunque no me haya pedido nada, se me lleva algo: media hora de mi tiempo y un poco de mi fuerza. Usted también es un ladrón honrado, un ladrón bien educado, ¡pero ladrón!
Al oír estas palabras justísimas no me ofendí, pero creí decente ponerme en pie para marcharme.
Knut Hamsun me gusta mucho. Quiero comprar todos sus libros y así le resarciré, delicadamente, del tiempo que ha perdido por mí.
La enfermedad como medicina
Reykiavik, 13 julio
Amante de los volcanes, porque soy un poco amante de los hombres, vine aquí para ver el Hecla. Hace dos días me sentí, de pronto, enfermo. Dolores sordos en todas partes, especialmente en la nuca, pero sin fiebre. He mandado buscar a un médico que hablase bien el inglés.
La misma noche vi ante mí una imitación humana del Koboldo: vientre redondo, cara redonda, ojos redondos y, en el derecho, un caramelo redondo; nariz corta, piernas cortas, brazos cortos, manos gordinflonas y móviles.
—Soy —me dijo en excelente inglés— el doctor Harold Olafsen. Dígame por qué me ha mandado llamar.
Le describí los síntomas de mi enfermedad. El doctor Olafsen me escrutó con su pupila derecha, ornada con el monóculo, y su boca carnosa y sarcástica se contrajo.
—¿Y desea usted tal vez que haga desaparecer su enfermedad?
Le contesté que ésta era precisamente mi intención al recurrir a su ciencia. El redondo Koboldo se oscureció y pareció dudar entre una carcajada o un bufido. Pero acudió el control interno y pronto el doctor Olafsen se aplacó.
—No cometeré nunca —dijo semejante indignidad. No quiero remordimientos, ni, por otra parte, puedo violar mi sistema personal para darle gusto. Usted es extranjero y no puede saber. No sé por qué razón han elegido mi nombre. Ningún enfermo en Islandia me llama a la cabecera de su lecho y todos, en realidad, mueren antes de tiempo a causa de la funesta intervención de la medicina vulgar Si quiere vivir no debe emprender ninguna ofensiva contra su enfermedad, indudablemente providencial y benéfica. Todo lo más puedo procurarle para ayudar a los efectos, una segunda enfermedad…
Mi primer impulso fue invitar al doctor Olafsen a que se marchase, dado que no podía o no quería librarme de mis dolores. Pero la atracción que he sentido siempre hacia los lunáticos se sobrepuso y terminé por escuchar sus discursos con la esperanza de obligarle a revelar el fondo de sus absurdos.
—Estoy dispuesto a seguir su sistema —contesté—; por tanto, tenga a bien darme algunos datos sobre los principios en que se funda.
La cara de color caramelo del doctor Olafsen se dilató en una sonrisa asimétrica, pero triunfante. Creo que nadie se había prestado nunca a escucharle.
—Mi sistema —comentó— tiene su origen en una profunda observación de la escuela hipocrática que los médicos, naturalmente, no han sabido ni revelar ni profundizar. Según Hipócrates, la salud es un metron, un equilibrio entre los opuestos, y el exceso de salud, es peligroso por cuanto denota la inminencia de la enfermedad. Usted no habrá leído, tal vez, los escritos de Hipócrates, pero seguramente habrá traducido en la escuela el Agamenón de Esquilo. En los versos 1001-3, el sublime poeta hace repetir al coro la gran verdad: “Una salud demasiado espléndida es inquietante, pues su vecina, la enfermedad, está pronta siempre a abatirla”.
»Lo que constituye un atisbo de la gran intuición salvadora. El verdadero principio se enuncia así: La enfermedad es necesaria, en lo que respecta a la salud, a la perfección y a la duración del cuerpo humano. Aquel que está sano, tiene, como demuestra la experiencia, un mal escondido. Si el morbo se manifiesta es preciso respetarlo, no turbar su curso. Únicamente en los casos en que se excede y amenaza comprometer el equilibrio, es aconsejable inocular el germen de otra enfermedad que pueda contrarrestar o combatir la primera. Hahnemann, el fundador de la homeopatía, había entrevisto una parte de la verdad, es decir, que únicamente el morbo puede combatir el morbo. Pero se hallaba dominado, como los alópatas, por el viejo prejuicio de que la enfermedad debe ser extirpada, combatida, curada. Error difundido, pero peligroso y muchas veces homicida.
»Es preciso persuadirse de que las enfermedades no son otra cosa que medicina. Son una válvula de seguridad, un vehículo de desfogamiento, una reacción contra los excesos de la salud, un precioso preventivo de la naturaleza. Deben ser acariciadas, cultivadas y, si es preciso, provocadas. No se extrañe. Si un hombre persiste demasiado tiempo en una salud inquietante —pródromo constante del desastre—, es necesario someterle a una cura enérgica, es decir, transmitirle alguna enfermedad, aquella que mejor corresponda el equilibrio de su organismo. No ciertamente una enfermedad demasiado aguda; pero un acceso de fiebre es la salvación de los linfáticos y una buena crisis de anemia es necesaria a los pletóricos. Corresponde al médico adivinar qué enfermedad es indispensable a los aparentemente sanos. Que esta teoría es justa lo demuestra un hecho registrado por todos los historiadores: que los seres enfermizos viven bastante más tiempo que los robustos. ¡Desgraciado del hombre que no está nunca enfermo! De ordinario, la naturaleza provee, pero si no obra es preciso el médico para reparar la falta. Por tanto, sólo en dos casos debe intervenir la medicina racional: para dar una enfermedad a los sanos obstinados o para darla a los que están enfermos, bien para atenuar o para reforzar otra enfermedad contraída naturalmente. En una palabra, el verdadero médico debe ser un nosoforo, es decir, un portador de enfermedades. Únicamente con este método se puede tutelar la vida de los hombres. El viejo concepto del médico que se esfuerza en hacer desaparecer los síntomas de la enfermedad ha pasado a la historia, pertenece a la fase barbárica de la patología. El único motivo por el que los médicos ordinarios persisten todavía es la cobardía humana. Los hombres temen el dolor, no quieren sufrir, y entonces recurren a esos farsantes que se vanaglorian de hacer cesar los sufrimientos y que tal vez consiguen adormecerlos verdaderamente por medio de drogas benéficas y maléficas. No saben esos desgraciados que el dolor, incluso el físico, es necesario al hombre lo mismo que el placer, como la enfermedad es necesaria lo mismo que la salud. Pero puede haber un exceso de morbo —peligroso lo mismo que un exceso de salud—, nosotros podemos y debemos intervenir únicamente para oponer una enfermedad nueva a la que se halla instalada en el paciente. Algunos, hoy, comienzan ya a aplicar, aunque sólo sea accidentalmente, mi método, y hay algunos psiquiatras que combaten la parálisis progresiva inoculando las fiebres tercianas, siempre con la absurda pretensión de curar.
»Conmigo únicamente comienza la época de la medicina realista y sintética. Pero hasta ahora no he conseguido convencer más que a muy pocos, y éstos no pueden, desgraciadamente, ejercerla porque no son médicos. Pero mi gran principio —la enfermedad como medicina— pertenece al porvenir.
—Sus teorías —le contesté— me parecen excelentes y me siento tentado de seguir su régimen. ¿Qué debo hacer en mi caso?
El doctor Olafsen no se detuvo a reflexionar.
—Dejar libre curso a sus dolores, incluso excitarlos con una pequeña dosis de cafeína. Dentro de dos días, si no cesan, sería de opinión de provocar la hipertemia, es decir, conseguir una buena fiebre entre 39 y 40°.
Prometí que le obedecería, y el doctor, contentísimo, se marchó. Apenas hubo salido tomé dos pastillas de aspirina: esta mañana estoy mejor y hoy mismo me embarcaré en el vapor que va a Copenhague.
Un emperador y cinco reyes
Den Haag, 2 diciembre.
Su Majestad Guillermo, Emperador y Rey, se ha dignado recibirme en su castillo de Doorn. Parece, al verle con aquella barba gris, un buen hombre que se ha retirado del mundo para vivir en paz, después de algunas desilusiones.
—Le he preparado una sorpresa —me ha dicho, apenas le hube presentado los indispensables homenajes—, una gran sorpresa. Ha llegado en un día poco común. En mi salón hay ahora una reunión de reyes. Encontrará allí una pentarquía de soberanos. Me hace el efecto de que es usted un hombre de suerte. En América ciertos encuentros deben de ser mucho más raros.
Y Su Majestad sonrió cordialmente, sin sombra de malicia.
—Debo advertirle, sin embargo, que de los cinco no todos son verdaderos monarcas de corona. Uno fue arrojado por una revolución porque era demasiado débil; el segundo fue derribado del trono porque era demasiado absolutista, el tercero abdico porque el poder le aburría; pero el cuarto es un célebre actor trágico que ha recitado siempre la parte de rey en los más grandes teatros del mundo, y el último es un simpático loco cuya única locura es creerse rey de no sé qué reino. Los cinco merecen, sin embargo, ser conocidos. Venga.
El Emperador y Rey, precedido de dos criados, en gran librea y seguido de su ayudante y de mí, entro en una bella sala donde cinco personas, al verle aparecer, se pusieron en pie y se inclinaron profundamente.
—Continúen su conversación —dijo benignamente Su Majestad Guillermo—. Venimos única y exclusivamente para escuchar.
—Vuestra Majestad —contestó el más venerable de los cinco— es demasiado bueno y no nos resta más que aprovechar la graciosa orden salida de su boca. Yo estaba precisamente diciendo que un rey que ejerce su oficio de monarca únicamente en ciertas solemnes circunstancias y con las palabras más bellas y elocuentes que los humanos oídos puedan oír, es mucho más afortunado y feliz que aquellos que se ven obligados cada día y en todo momento a ejercer sus augustas prerrogativas.
—¡Nada de eso! —interrumpió el más joven de los cinco—. Dejadme hablar, que conozco por experiencia la altura de nuestra dignidad casi divina. El hecho es que una conjura de extranjeros me tiene todavía apartado de mi pueblo, pero no me impide que sienta en toda su plenitud la voluptuosidad y la responsabilidad del poder. Un rey debe ser siempre rey, y rey en todo el magnífico sentido de la palabra, incluso cuando fuma su cigarro o pide un pañuelo. Luis XIV ha dado para siempre al mundo el modelo del héroe como rey.
—Justísimo —interrumpió otro—. Y de hecho, en los años de mi reinado, me conformé a ese principio. Quise incluso elevar la monarquía a su antiguo esplendor de potencia indiscutible e integral. Tuve ante los ojos no solamente a Luis XIV, sino también a Constantino y a Carlomagno, Pedro el Grande y Federico II. El rey debe estar circundado de todos los prestigios de la magnificencia y no debe ceder un átomo de aquellos privilegios que Dios le concede para bien de los pueblos. El pueblo es un muchacho loco y ciego y debe ser guiado con mano firme por un padre amoroso a la vez que severo. No se recogen más que ingratitudes. La plebe insolente, sojuzgada por agitadores todavía más insolentes, se sublevó con un pretexto ridículo y, no obstante el heroísmo de mis gentiles hombres y de mis soldados, he tenido que desterrarme.
—Mi caso —intervino otro, de plácido y señorial aspecto— es un poco divertido. Yo me ilusioné pensando que era mejor ser amado que temido, y fui incluso demasiado condescendiente ante los mudables caprichos de mi pueblo. Visité a los humildes, gasté mi lista civil en beneficencia, protegí las artes, viví con una sencillez espartana. Si me pedían una reforma de la Constitución, la concedía sin inútiles puntillos; si querían tres habitaciones en vez de dos, les concedía una casa entera; si deseaban el sufragio universal yo lo extendía también a las mujeres y a los menores. Pero nada me valió. Envalentonados con mi dadivosidad —que confundieron con la debilidad— ¡llegaron un día hasta a pedirme la dimisión de rey! Naturalmente me negué, e instantáneamente estalló una revolución que me obligó a retirarme.
—El más cuerdo —comenzó diciendo el último— he sido yo. Hasta mi juventud había tenido una gran idea de la monarquía. Veía en mi imaginación a Alejandro Magno en medio de su corte barbárica, joven, bello y victorioso como un dios; veía a Salomón el Sabio en su templo de oro, rodeado de guerreros de las guerras de David, acogiendo con rostro impasible los tributos de Ofir y las princesas de Etiopía; veía a san Luis de Francia, que vivió como un asceta, combatió como un héroe y murió como un santo. Y creía, como hoy todavía creo, que los reyes son necesarios a los pueblos como los padres a los hijos y que su misión es la de ser la personificación mística y gloriosa de la grandeza de una nación. Apenas llegué a rey me di cuenta de que la realidad moderna es muy diferente. Los pueblos ya no tienen el sentido religioso de la monarquía, no ven ya en el rey a su protector natural, su cetro luminoso, su símbolo casi sobrenatural. La baba del setecientos ha ensuciado el alma de los simples y envenenado la de los intelectuales. Y los mismos reyes ya no tienen la altiva pero justa seguridad que hacía de ellos los jefes auténticos y venerados de un pueblo y no los primeros empleados de la burocracia democrática. El último rey que intentó encarnar el antiguo personaje en medio de la decadencia moderna fue Luis II de Baviera, pero se volvió loco o creyeron que se había vuelto loco. Para no incurrir en la misma suerte, después de algunos años de experiencias humillantes y de diarias desilusiones, abdiqué como Diocleciano y Carlos V y ahora contemplo el mosaico de la tierra con los ojos de un estoico y el corazón de un cristiano.
—¡Cobardía! —exclamó la víctima de la conjura—. Un verdadero rey no debe abdicar más que en el lecho de la muerte.
—Pero yo —contestó el acusado— no he querido ser más rey precisamente porque tenía una idea demasiado alta de mi misión y he tenido que reconocer que en nuestros tiempos, infectados por la gangrena de la civilización igualitaria, no podía cumplirla honradamente.
—Si la realidad es desagradable —dijo el primero que había hablado— hay el refugio de la fantasía y del mito, donde ninguna revolución es posible y del que ninguna fuerza humana puede desterrar. El rey es una obra maestra de las edades heroicas y poéticas y puede vivir ahora únicamente en el arte.
—No estoy de acuerdo —afirmó orgullosamente el rey desterrado por la sublevación—. Esta época inmunda no puede ser nada más que un paréntesis en la historia de la humanidad. Aleccionados por la experiencia, asqueados de las diversas locuras modernas, los pueblos volverán a nuestros pies, nos convocarán como salvadores y otra vez volveremos a ver los tronos resplandecientes del Rey Sol y del gran Federico.
—Admiro su optimismo —exclamó el rey arrojado por demasiada bondad—, pero no veo ninguna señal de reacción. Los modernos han perdido de tal manera el respeto hacia el hombre regio, que hablan, sin avergonzarse, de un Rey de la Goma o de un Rey de los Pucheros. Y hay, como usted sabe. las Reinas de la Playa y las Reinas del Mercado. Me parece comprender que la demencia de los hombres es progresiva e incurable. Únicamente un cataclismo histórico, que no tengo valor para desear a mis semejantes, podría conducir a la restauración de los Estados perfectos donde el rey era considerado como mandatario de Dios y pastor absoluto de los pueblos.
Todos callaron, esperando la opinión del dueño de La casa. Los cinco reyes, pensativos y solemnes, parecían haberse petrificado en la meditación. Finalmente una puerta se abrió y aparecieron dos criados. Y todos, en procesión, bajamos al parque, entre los robustos árboles pacientes y silenciosos.
El Emperador y Rey miraba con mucha atención los rostros de sus colegas auténticos y postizos. Luego se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:
—En verdad, el que tiene más el aspecto y el empaque de un rey es nuestro famoso actor trágico. ¿Es que la poesía, como ha dicho Goethe, es más verdadera que la verdad?
La tienda de Ben-Chusai
Amsterdam, fines de abril.
La más extraña tienda que haya visto jamás en mi vida la descubrí hace pocos días en el barrio hebreo de Amsterdam.
Desde fuera parecía un comercio como cualquier otro. Un cartel teñido de rojo sucio llevaba escrito, en oro, el nombre del dueño: Ben-Chusai.
Lo único singular era esto: los dos vastos escaparates, tapizados de terciopelo negro, que se hallaban a los lados de la puerta, estaban vacíos. La primera vez no tuve valor para entrar, aunque la curiosidad era muy grande; intenté espiar lo que había allí dentro, pero la puerta de ingreso, de cristales, se hallaba velada por una larga cortina de seda verde-azul.
Volví a pasar por allí, a propósito, al día siguiente, a una hora distinta. La puerta continuaba cerrada, los escaparates desiertos. Paseé un rato con la esperanza de ver a alguien que entrase en la misteriosa tienda. Nadie. A pocos pasos había una tenducha de tapetes turcos, y un hebreo viejo, que recordaba los de Rembrandt, fumaba en el umbral.
Fingí examinar algunos de los tapices expuestos, y al fin, mientras hablábamos, pregunté al mercader qué era lo que vendía su vecino Ben-Chusai. Al oír mi pregunta el viejo hizo aparecer los ojos que hasta entonces había tenido escondidos detrás de las espesas pestañas y alzó al cielo dos manos hinchadas en actitud de profeta que maldice. De entre su barba de cáñamo salió por dos o tres veces una palabra que me pareció:
—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!
Cuando repetí la pregunta el viejo me volvió la espalda y desapareció entre el confuso laberinto de sus tapices amontonados.
Volví a la misma calle, por tercera vez, algunos días más tarde, resuelto a librarme de la obsesión. Hice girar el pestillo de la puerta y entré finalmente en la tienda. Una habitación cuadrada, desierta, sin un banco, sin una silla: dos grandes armarios de madera oscura, cerrados, eran los únicos ocupantes.
Mientras miraba en torno, estúpidamente, sin saber si llamar o no, una cortina de terciopelo, a la derecha, se alzó para dejar paso a un joven moreno, bien vestido, afeitado, sonriente, a quien en cualquier otro lugar hubiera tomado por un secretario de gran hotel o de Embajada. Únicamente los ojos negros, líquidos, movilísimos, y la piel de un moreno delicadamente dorado, hacían pensar en los remotos padres de Oriente.
No mostró ninguna extrañeza al verme.
—¿Es usted un aficionado? —me preguntó con una sonrisa de esmalte blanco.
Hice un signo afirmativo, sin saber de qué se trataba, y el galante joven me hizo pasar, con amabilidad de cordial complicidad, tras la cortina. Subimos por una bella escalera de madera abrillantada con cera.
Al llegar arriba todo se aclaró.
—Esté seguro —me confió con armoniosa voz el galante Ben-Chusai— que mi tienda es la única en el mundo para esta clase, llamémosla así, de curiosidades especiales. Encontrará aquí todo lo que desee, piezas comunes y raras, y todo auténtico, garantizado y a buen precio. Los inteligentes, sin embargo, son pocos, en mi artículo…
El artículo de Ben-Chusai era verdaderamente una especialidad en su género y me pareció, de pronto, que me había trasladado a mi verdadero país.
—En esta vitrina —continuó amablemente el negociante— no hay más que pequeños objetos de poca importancia y de fácil venta, sencillos recuerdos para los aficionados no ricos. Boquillas hechas con las falanges de los dedos, dientes montados en plata y platino, mangos de pluma y collares de vértebras. La materia prima, ya se comprende, es exclusivamente humana (no trabajamos, por principio, huesos de animales), pero eso es solamente el silabario del arte.
»Tal vez le interesarán más —añadió señalando otra vitrina— estos ensayos de petrificación obtenidos con el método del italiano Segato. Tenemos una bellísima mano de muchacha, los dos pies de una bailarina negra y la oreja derecha de un célebre violinista bohemio. Como ve, la carne ha perdido un poco de su color natural, pero la ilusión es perfecta: con esta manita, que fue blanda y acariciadora, usted puede romper la cabeza de un enemigo.
»Me parece, sin embargo, que tal vez nada de esto le interese. Tiene razón: hay cosa mejor. He aquí, por ejemplo, dos copas artísticas para banquetes, construidas con cráneos, al estilo longobardo, es decir, semejantes a las de que se servía Alboino. Aquí tiene una flauta maravillosa obtenida por una concienzuda labra del fémur de una mujer famosa por su belleza. Tenemos también calaveras convertidas en elegantes búcaros y fruteros, y bastones de paseo obtenidos con tibias de gigantes. Usted no puede imaginarse cuántas dificultades y cuántos gastos para procurarnos el material de estas obras de arte.
Abrió un armario de cristales que se hallaba en un rincón: allí había tres hileras de grandes potes.
—Esto tal vez merecerá su atención. En aquella gran botella de allá arriba tenemos, conservada en alcohol, la cabeza de un dayak de Borneo. La ha traído un explorador holandés. Observe los tatuajes y la horrible expresión del rostro. Estos salvajes son, como usted sabe, cazadores de cabezas.
En el líquido amarillento, en efecto, una cara aplastada contra el vidrio, hinchada, espantosa, cubierta de jeroglíficos y de ralos pelos, me miraba con sus arrugados párpados medio abiertos.
—Al lado —.continuó Ben-Chusai— hay otra curiosidad: un feto con dos cabezas y cuatro brazos.
Un ovillo de miembros lívidos e irreconocibles, repugnantes.
—Más abajo, observe el pote de la derecha; es la cabeza de una girl que fue reina de la belleza en Palm Beach un año antes de la guerra. Bien conservada. Renovamos el alcohol todas las semanas. Pieza no común.
Cabellos que fueron rubios cubrían una pequeña cabeza que fue seguramente infinitas veces besada. Pero los ojos se hallaban cerrados, las mejillas eran verdosas, la boca casi negra: se adivinaban, a través del cristal, los dientes en fila como piedrecitas sucias de lodo.
—¡He aquí a lo que se reduce la belleza de los hombres! —exclamó en tono filosófico Ben-Chusai—. Y pasemos a otra cosa. Mire estos cuadros de la pared. Son pechos y vientres de personas tatuadas, curtidos naturalmente con todo cuidado. Duración indefinida. Observe la belleza de los dibujos y la originalidad de los colores. Graciosísimo el paisaje de la izquierda: los árboles, la luna, un castillo, no falta nada. Y el tercero a la derecha: tatuaje de un pescador tunecino. El África rodeada de tres delfines, un puñal y un perfil de mujer. Si le gusta no cuesta más que cuatrocientos florines.
»Estos gruesos mechones no son más que una colección de scalps, encontrados en una aldea de pieles rojas. Cabelleras largas y no averiadas: el cuero cabelludo está perfectamente disecado. Muy agradable para decorar un saloncito.
»Esta estantería, como ve, no contiene más que libros, y todos, ya se entiende, relativos a nuestro comercio. Tengo una buena colección de Danzas Macabras, ediciones originales, rarísimas, comenzando por aquella impresa por Guy Marchant, en París, en 1485. Abra este álbum: es una obra maestra. Son las imagines mortis de Holbein el Joven, de 1526. Dibujos estupendos, ejemplares perfectamente conservados.
»Ésta es la Histoire des spectres, de Leloyer, 1605; esta otra, la Espectrología, de Deker, buscadísima en su rara edición de Hamburgo, 1690. Tenemos luego todas las obras sobre los resurreccionistas, los violadores de tumbas, y sobre embalsamamiento, desde los egipcios hasta la escuela de Hunter, de Ruysch y de Gorini. Pero la perla de mi biblioteca está aquí: estos volúmenes antiguos encuadernados en piel humana. Usted sabe que durante la Revolución francesa había en Meudon una tenería de piel humana. Actualmente, la industria radica únicamente en Alemania. Note la finura del grano y la delicadeza del veteado; la duración es igual que la del pergamino. Le puedo ofrecer esta preciosa edición de Crimes de l’Amour, del marqués de Sade —que era también un necrófilo—, encuadernada con la bellísima piel de una mulata asesinada en Londres por celos. Ejemplar único: mil doscientos florines.
Ben-Chusai, viendo que admiraba sin comprar nada, abrió una puertecita de hierro en el muro y me invitó cortésmente a entrar.
—Aquí tenemos el depósito de las reliquias que podríamos llamar profanas. Vea un pequeño lote de momias llegadas hace pocos meses de Egipto. Materia auténtica, con los certificados de los egiptólogos. La más bella es la de Tetu-nu, un gran dignatario del tiempo de Amenofis IV. Interesante la de esa matrona, con su doble envoltura policromada; está representada la vida íntima de una gran casa egipcia: los esclavos negros que van a buscar agua, las esclavas que hilan, la cocinera que despluma las aves, las calderas en fila, las ánforas de los vinos, los gatos perseguidos por monos domésticos.
»Estos cadáveres resecados y metidos dentro de sacos de estera son momias del Perú, época precolombina. Observe esas tiras de tendones todavía adheridos a los huesos y esos mechones de pelo que parecen cristalizados. Los tengo para formar la colección, pero no son bastante pintorescos. Es mejor aquel busto que se halla encima del armario.
Era un cráneo al cual habían puesto una gran peluca negra y que había sido teñido de rojo en las mandíbulas. Todos los dientes eran de oro; en las órbitas vacías, unas antiparras azules: monstruoso, repulsivo, horrible.
—Le recomiendo más bien estas antigüedades de primer orden: tres falanges encontradas en el sepulcro de los Escipiones, un mechón de cabellos de Madame Du Barry, el coxis de la emperatriz Catalina de Rusia, un pellizco de ceniza de Shelley. En aquel pote se halla el corazón momificado de Madame Ackermann, la gran poetisa atea; en aquella cajita de marfil, la bala que mató a Pushkin; y en aquel estuche abierto, la barba de Moisés Mendelsshon, el gran filósofo de Dessau, el adversario de Kant. Aquella estatuita protegida por un cristal es la pieza más rara: un muchacho carbonizado, procedente de las excavaciones de Herculano. Aquí no hay nada más que ver: pasemos a la sala de los esqueletos.
Ben-Chusai abrió otra puerta y apareció un espectáculo que no olvidaré nunca. En un salón largo, una legión de esqueletos dispuestos de cuatro en cuatro como soldados, me miraban con sus innumerables cuencas vacías. Había de todas las estaturas y formas: gigantescos, enanos, macizos, delgados, majestuosos, lacios, algunos deformados por tumores o bultos, o sucios de polvo y de tierra, otros de un candor inhumano, justos y proporcionados como si fuesen la obra de un profesor de osteología. Había el esqueleto de un muchacho y el de un jorobado: al uno le faltaban los dos brazos; sobre un calavera había todavía un mechón de cabellos siniestro; otro tenía dos agujeros en el temporal: era el de un asesinado.
—El único esqueleto que tiene historia —dijo Ben-Chusai— es el primero de la derecha de la última fila. Me fue vendido por un pintor alemán que lloraba desesperadamente al separarse de él. Me contó que era el esqueleto de un amigo de la juventud. Pobrísimos, viajaban por los Alpes. La nieve los sorprendió y no encontraron refugio más que bajo una tienda medio hundida. Para salvarse del frío se abrazaron estrechamente y así pasaron la noche. Por la mañana uno de los dos había muerto. El sobreviviente hizo preparar el esqueleto del amigo inseparable y lo llevó siempre consigo durante más de treinta años. Después de la guerra, la miseria le obligó a venderlo todo: libros, cuadros e incluso aquella pobre reliquia de amistad. Pero todo esto no aumenta el valor comercial del objeto; por cincuenta florines es de usted.
La tétrica formación de los esqueletos, inmóvil, parecía que esperase una orden, un llamamiento, tal vez el clamor de la resurrección. Algunos parecían pensativos, con la cabeza un poco inclinada hacia delante; otros apretaban los dientes rechinantes como si deseasen vengar su propia muerte; uno tendía una mano enorme, sostenida por un hilo de plata, como si pidiese limosna a los vivos, en la miseria de su desnudez absoluta.
—Hay una sola cosa que no le puedo enseñar —añadió en voz baja el cortés Ben-Chusai—, y es una lástima porque tal vez es la piedra preciosa de mi almacén. Una pieza única en el mundo, al menos en el comercio. ¿Ve aquella caja de hierro que está al lado de la ventana? Allí dentro se halla encerrado, según me aseguró el vendedor, un espectro: un espectro hembra, con los vestidos, las joyas y todo lo demás. Si la abriese no vería más que una especie de manto de color de musgo, agujereado por la polilla, porque el espectro no lo habita siempre. Hay, además, el peligro de tenerlo delante y, lo que es peor, de que se escape o se desvanezca. Por la noche, sin embargo, en esta habitación se oyen chirridos y gemidos nada naturales. Baste decirle que mi espectro procede de un lugar eminentemente histórico: de Newstead Abbey, el famoso castillo de Byron. No puedo cederlo por menos de cuatro mil florines: no me parece caro, dado el origen.
Cuando salí de la tienda de Ben-Chusai todo me pareció nuevo, luminoso, milagroso. Cada hombre viviente que encontraba era un amigo, cada sonrisa me parecía un saludo; cada voz, un consuelo. Pero hace dos días volví allí y compré objetos por valor de diez mil florines. Dentro de dos meses tendré en América una nueva colección, la Thanatoteca más rica de todos los Estados Unidos. Ben-Chusai, conmovido por mi pasión y por la mole de los objetos comprados, me hizo un descuento de un 15 por ciento sobre el importe de la factura.
El papel
Leipzig, 15 setiembre
Visitando hoy una exposición de la imprenta me he dado cuenta de que toda la civilización —al menos en sus elementos más delicados y esenciales— se halla unida a la materia más frágil que existe: el papel.
Pienso que todo el crédito del mundo consiste en millones de billetes de Banco, de letras y talones que no son más que trocitos de papel. Pienso que toda la propiedad industrial de los continentes consiste en millones de acciones, certificados y obligaciones: trocitos de papel. Los despachos de los notarios y de los abogados están atestados de documentos y de contratos de los que depende la vida de millones y millones de hombres, y no son nada más que papeles ligeramente emborronados. Los registros de las poblaciones, los archivos de los Ministerios y de los Estados: fajos de papeles amarillentos. Las bibliotecas públicas y privadas: montones de papel impreso.
En las oficinas públicas, en los ejércitos, en las escuelas, en las academias, en los parlamentos, todo marcha adelante a fuerza de trocitos de papel: circulares, bonos, recibos, votos, borradores, cartas, informes: papel escrito a mano, papel escrito a máquina, papel impreso. Tanto los periódicos como los water closets consumen cada año toneladas de papel.
La materia prima de la vida moderna no es el hierro, ni el petróleo, ni el carbón, ni el caucho: es el papel. Cada día caen bosques enteros bajo el hacha para proporcionar una cantidad enorme de sustancia que no tiene la duración ni la dureza de la madera. Si las fábricas de papel se cerrasen, la civilización quedaría paralizada.
Antiguamente, las monedas eran todas de metal; los documentos se extendían en pergamino o se grababan en el mármol y en el bronce, y los libros de los asirios y de los babilonios estaban escritos en ladrillos. Ahora, nada resistente ni duradero: un poco de pasta de madera y de cola, sustancias deteriorables y combustibles a las que se confían los bienes y los derechos de los hombres, los tesoros de la ciencia y del arte. La humedad, el fuego, la polilla, la termitas, los topos, pueden deshacer y destruir esa masa inmensa de papel en la que reposa lo que hay de más caro en el mundo.
¿Símbolo de una civilización que sabe será efímera, o de incurable imbecilidad?
El embrutecedor
Niza, martes de carnaval.
Hace dos o tres días consiguió llegar hasta mí —a pesar de que me hallaba enfermo de un ataque de ictericia— un voluminoso viejo que se llamaba, al parecer, Sarmihiel.
Me vi delante de una vasta cara de enormes quijadas de boyero, endulzada por unos grandes ojos casi blancos, de extático. Me tendió una sólida mano de Goliat y me anunció que tenía necesidad de mi apoyo para una empresa de la que dependía la felicidad futura de los hombres. Le contesté inmediatamente que no me importaban absolutamente nada los hombres ni su felicidad y que podía ahorrarse el tiempo y la charla. Pero Sarmihiel no se arredró.
—Cuando tenga una idea de mi sistema —manifestó— cambiará tal vez de opinión. El escuchar no le costará nada. Yo no pido limosna, sino comprensión.
Por curiosidad y tal vez por efecto de mi debilidad en aquel día, me dispuse a escucharle.
—Usted conoce seguramente —dijo el viejo— el famoso aforismo de Federico el Grande: L’homme est un animal dépravé. Profunda sentencia comprobable diariamente. Todas las amarguras, las maldades y las melancolías del hombre provienen de su depravación, es decir, de haber renegado su verdadero destino, de haber violentado su naturaleza originaria. El hombre es un animal, nada más que un animal, y ha querido convertirse, por una perversión única entre los brutos, en algo más que en un animal. Ha cometido una traición, la traición contra la animalidad, y ha sido castigado por esta prevaricación. No ha conseguido convertirse en ángel y ha perdido la beatitud inocente de la bestia. Por esto ha quedado suspendido en medio del aire, torturado, angustiado, enfermo, turbado y no satisfecho Su única salvación está en volver al origen, reintegrarse plenamente a su naturaleza auténtica, volver a ser animal. Todos los grandes pensadores, desde Luciano a Leopardi, han reconocido que las bestias son incomparablemente más felices y perfectas que el hombre, pero nadie había pensado, hasta ahora, en elegir un método racional y seguro para operar la reunión con nuestros hermanos. Debernos volver a entrar en el paraíso perdido y el Edén no era, recuérdelo, más que un inmenso jardín zoológico. El paraíso que hay que reconquistar es la fauna.
»A Homero se le había presentado ya esta visión. Circe, que transformaba en cerdos a los compañeros de Ulises, es la magna bienhechora de la que me vanaglorio, a una distancia de tantos siglos, de ser el primer discípulo. Pero Ulises, que representa la astucia, es decir, la inteligencia corruptora, y es el protegido de Minerva, celosa de la felicidad de los hombres, hizo tantas cosas que al fin los restituyó a la condición humana es decir, al castigo. De cómo fue castigado por este delito, sabido es que se puede leer claramente en la Odisea.
—He comprendido la tesis —interrumpí—, lo he comprendido a la perfección, precisamente porque no soy una bestia. Pero todavía no veo…
—Un poco de paciencia —contestó Sarmihiel—. Usted es el primero que me escucha más de dos minutos y permite a un anciano que se desfogue al menos una vez en su vida. Yo no soy profeta rechazado, como Zarathustra, pero mi ideal es lo contrario del suyo: él era precursor de la superación, yo del embrutecimiento. Pero los dos estamos de acuerdo en sostener que el estado actual del hombre —situación vil y triste entre el mono y el superhombre— es demasiado absurdo e insoportable; no nos queda más que retroceder y volvernos monos.
»Un masoquista sueco del Setecientos se había acercado tímidamente a esta idea. Pero Rousseau predicaba el retorno a la vida salvaje. Sería un progreso, pero considere que los salvajes se parecen todavía demasiado a los hombres y no se parecen bastante a las bestias. Mi sistema es más radical. Pero es preciso ante todo experimentarlo y por eso he pensado en usted.
—¿En mí? ¿Qué debo hacer?
—Nada más que esto. Concederme por algunos años la gran extensión desierta que posee en los montes Alleghany y darme un poco de dinero para los primeros gastos. Yo llevaré allí tres parejas humanas, escogidas entre los miserables que no tienen oficio ni hogar, y les aplicaré mi método. Método que consiste en acostumbrar gradualmente a nuestra especie a las condiciones de vida de los animales no domésticos.
»Ante todo, nada de vestidos. Prohibición de cortarse el pelo, la barba, las uñas. Prohibida la posición erecta: deben acostumbrarse a andar a cuatro patas. Vedado el uso de la palabra y de todo lenguaje humano; deberán comunicarse conmigo y entre ellos solamente por medio de gestos, mugidos y aullidos. En el campo de experimentación no deben aparecer ningún utensilio, ninguna máquina, ningún objeto fabricado. Deben tender poco a poco a alimentarse de frutos, de raíces y de carne cruda. Naturalmente, no debe haber habitaciones o refugios de ninguna especie. Estará permitida la caza, pero sin armas, y la lucha cuerpo a cuerpo y diente contra diente entre ellos. Ninguna ley, ninguna moral, ninguna religión. Bestias libres bajo el cielo libre.
»Yo creo que pocos años bastarán, si la vigilancia es continua, para obtener el embrutecimiento integral de estas criaturas y, por consiguiente, su plena felicidad. Todo lo que atormenta e inquieta al hombre, bestia degenerada y corrompida, desaparecería por encanto, y mis pupilos reconquistarían lenta, pero seguramente, la plácida inconsciencia de sus antiguos hermanos. Si este primer experimento, como creo, sale bien, se podría comenzar con probabilidades de triunfo el apostolado para el embrutecimiento total de la Humanidad. Surgirían seguramente objeciones, reacciones y hasta oposiciones violentas, especialmente por parte de los llamados intelectuales, verdaderos bacilos nefastos para nuestra especie. Pero estoy seguro de que la mayor parte de los hombres, tanto en los ricos como entre la plebe, se convertirían rápidamente a una doctrina que responde a los profundos instintos secretos de la mayoría. Aunque los pedagogos del género humano hayan intentado torcer la sana animalidad primitiva con todas las drogas y sortilegios de la literatura, la filosofía y la religión, los hombres, sin embargo, han conservado la nostalgia del estado bestial y, cuando pueden, vuelven, con gusto, al menos por algunos minutos o algunas horas, a embriagarse con la pura voluptuosidad de los brutos. Son animales depravados y traidores, pero no hasta el punto de haber olvidado y destruido del todo la naturaleza primigenia. Apenas oigan mi voz, basada en la experiencia, se despertarán en ellos los. elementos de*** comadreja y de mono y me seguirán como a un salvador. Yo seré el Mesías de la animalidad recuperable. Los hombres descienden de los animales, pero han traicionado a sus padres. Yo conduzco de nuevo a su verdadera familia a estos hijos infieles y doy a todos la felicidad que habían perdido. Si en el nuevo reino la religión fuese admitida, me adorarían como a un dios.
—Perdone —le dije—, usted me parece demasiado inteligente y demasiado altruista para volverse bestia. ¿Por qué no comienza el experimento por usted mismo, si verdaderamente cree que la animalidad sea el sumo bien?
—No me ha comprendido —contestó con tristeza el colosal anciano—. Como todos los redentores, yo debo sacrificarme para la felicidad de los demás Lo mismo que a Moisés, me ha sido dado entrever la tierra prometida, pero no debo entrar. Si no fuese así, ¿quién dirigiría la inmensa operación de la contradomesticación que he ideado? ¿Quién difundiría la palabra de salvación? Yo soy lo contrario del domador: debo transformar a los civilizados en salvajes. Y si el domador debe ser un poco feroz para dominar a los feroces, yo estoy condenado, por el contrario, a conservarme inteligente para suprimir la inteligencia. ¿Me ha comprendido al fin?
Para hacerle marchar tuve que prometerle que pensaría en su propuesta y que le comunicaría mi decisión dentro de una semana. Y Sarmihiel, el profeta embrutecedor, salió solemnemente de mi habitación, no sin antes haberme mirado fijamente con sus inmensos ojos de albino.
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