Don Andrea Vesalius, el anatomista

Pétrus Borel





Una vez terminado este relato de Andrea Vesalius, fue llevado a la Revue de Paris y ofrecido al señor Amédée Pichot, como traducción del danés de un supuesto Isaïe Wagner; como su forma no convenía a esa revista literaria, el señor Amédée Pichot no pudo editarla; pero, como la presunta traducción estaba pagada, se sirvió del mismo héroe para bordar el delicioso cuento anatómico que probablemente ustedes hayan leído en esa publicación. Por lo demás, como este cuento no tiene ninguna relación de detalle con aquel, no queremos otra cosa que reclamar para Champavert su prioridad y originalidad.


I
CHALYBARIUM

A esa hora nocturna y sosegada en que las ciudades parecen necrópolis, solo una tortuosa calleja de Madrid, arteria oscura, palpitaba todavía con un pulso violento y febril; esta calleja sonámbula de esa ciudad dormida era la callejuela Casa del Campo; en uno de sus extremos se alzaba una rica mansión habitada por un extranjero, un flamenco. Las vidrieras de los ventanales resplandecían con las luces del interior, que las proyectaban oblicuamente y las recortaban sobre la fachada negruzca de la casa de enfrente, que aparecía en la sombra salpicada por lenguas de horno, por redecillas ardientes y por mallas de seda.

La puerta de aquel palacete estaba abierta de par en par y dejaba ver un espacioso pórtico con bóveda de arista, de clave colgante, al pie de una gran escalinata de piedra, con balaustradas talladas con calados como el marfil de un abanico y todo ello sembrado de olorosas flores.

Era, por decirlo de forma divertida, el carnaval de los muros, todas sus paredes estaban disfrazadas y enmascaradas bajo tapices, terciopelos y resplandecientes lámparas de pie.

Algunos alabarderos patrullaban de un lado a otro en la entrada.


Cuando, a intervalos, el griterío de la multitud, amotinada fuera, se calmaba, podía oírse una sinfonía suave y danzarina que bajaba por la escalera y hacía hablar a la sonora bóveda.

Todo el palacio estaba de fiesta, pero una turba de gentes de baja condición aullaba y se abalanzaba contra la puerta; arriba, los órganos del templo, y abajo, la chusma sobre las losas del atrio.

Unas veces, unos hurras horribles, y otras, risas burlonas y ruidos de cobre, que se prolongaban de grupo en grupo en la oscuridad y se debilitaban como risas satánicas que pasean nubes.

—El doctor ha escogido bien el día de su boda: un sábado, fiesta del sabbat; un brujo no podría hacerlo mejor —dijo una vieja desdentada, acurrucada en el hueco de un ventanuco.
—Cierto, amiga mía; ¡y por Dios bendito!, si todos sus clientes difuntos aparecieran, la ronda daría la vuelta a Madrid.
—Pero —añadió la primera vieja— ¿qué pasaría si todos esos pobres castellanos a los que ese verdugo ha despellejado, y a los que Dios tenga en su gloria, viniesen a reclamarle su piel?
—Me han asegurado —dijo un hombrecillo barbudo, perdido entre la multitud y levantándose de puntillas— que a menudo almuerza unas chuletas que no vienen de la carnicería.
—¡Es cierto, es cierto!
—No, no, ¡es falso! —gritaba un joven alto, abrazado a la reja de una ventana—, ¡es falso! Preguntádselo a Rivadeneyra, el carnicero.
—¡Silencio! ¿Por qué no te callas? —gritó más alto todavía un hombre embozado en una capa parda y con el sombrero calado hasta los ojos—. ¿No lo reconocéis? Es Henrique Zapata, el aprendiz de desollador. Es lógico, el Verdugo y el Ahorcador se apoyan. Apuesto a que, si le hurgamos debajo del jubón, encontramos alguna mano o alguna pierna.
—¡Vaya idea! ¡Casarse con una jovencita ese viejo comemuertos! —replicó la vieja—. Si yo fuera el rey Felipe, bien que impediría a ese ogro…
—Bueno, sí —dijo el desconocido de la capa parda—. Felipe II protege a ese perro flamenco; ayer mismo desapareció Torrijo, el panadero de la Cebada, a buen seguro para el pastel de bodas; ¡es un horror! ¡Hay que acabar con esto!
—¡Aunque el rey lo proteja, hay que quemarlo vivo! —murmuraba el pueblo.
—¡Cristianos! ¡Ese hombre es un hereje! ¡Un nigromante! ¡Un flamenco! ¡Merece la muerte! —dijeron entonces bondadosamente varios monjes del convento de Nuestra Señora de Atocha, recientemente fundada por los padres García de Loaysa, inquisidor general, arzobispo de Sevilla, y fray Juan Hurtado de Mendoza, confesor del emperador Carlos V, a los que se unieron en masa los monjes del convento real de San Jerónimo.
—¡Muera! —gritaba la muchedumbre, que empujaba a los alabarderos insultándolos a la cara.
—¡Muera! —repetía el caballero embozado.
—¡Muera! —aullaban los frailes, que, crucifijos en ristre, atizaban al populacho—. ¡Muera! ¡A la hoguera con él!

De pronto se desató la inminente tormenta. Llovían gritos de rabia y de muerte; la turba se abalanzaba hacia el pórtico, un monje blandía una antorcha por encima de su cabeza; pero los alabarderos, ayudados por Henrique Zapata y algunos estudiantes, resistieron vigorosamente e hicieron batirse en retirada a la desenfrenada canalla, cosa que esta hizo entre mugidos; a cambio, el barullo se multiplicó; golpeaban contra las campanas, las espadas, los calderos; todo ello era un trueno azotador, ensordecedor, una sinfonía casi homicida.


II
SALTATIO, TURBA, MORS

En los salones reinaba una hilaridad cordial o burlona; nadie se preocupaba en absoluto por el ruido del exterior, pues era costumbre celebrar aquel tipo de ceremonia cuando un viejo se casaba con una joven.

Una capa parda colgaba en la entrada de la galería que servía de guardarropa. La novia bailaba con un apuesto caballero al que apenas se había visto en la velada; parecían más ocupados de sus cuchicheos que del baile. El novio, en el otro extremo del salón, cortejaba a una jovencita pariente suya.

El salón acababa en una galería que daba a un patio; estaba llena de invitados, damas, caballeros, viejos y dueñas que, so pretexto de respirar el aire fresco de la noche, iban allí a dar libre curso a sus críticas, a su maldad. Era un conflicto de consecuencias, de interlocuciones; una orquesta de voces aflautadas, sordas, cascadas, temblonas; una colección de rostros y expresiones arrugadas por la carcajada o encendidas por una sonrisa maligna, que dejaban al descubierto unos teclados de marfil o unas bocas almenadas como un torreón, o denticuladas como la cornisa de la bóveda.

—¿Quién es el apuesto caballero con el que hace melindres la novia?
Señorita, ¡qué mala sois!
—¡Ja, ja, ja!, mirad al fondo a don Vesalius, embutido en sus calzas bermejas y su jubón negro; ¡por Mahoma! ¿No os parecen sus piernas metidas en los botines plumas en un tintero? Mirad cómo salta con Amalia de Cárdenas, regordeta, fresca y sonrosada; ¿no os parece monseñor Saturno?
—¡O la muerte que hace bailar a la vida!
—La danza de Holbein.
—Y decidme, Olivares, ¿qué hará con su muchacha?
—Una lección de anatomía.
—Conversar.
—¡Mejor para la novia!
—La zarabanda ha terminado; mirad cómo besa la mano de nuestra prima Amalia.
—Esta no es una boda burguesa, un saraguete, sino un brillante sarao.
—Pero ¿dónde está la novia?
—¿Y dónde el apuesto caballero?
—Don Vesalius la busca, muy asustado: ¡busca, busca, perro viejo!
—Olivares, vete a preguntarle (a él), que pasa por brujo, qué está haciendo María en este instante.
—¡Amigo mío, no pongamos el dedo entre el martillo y el yunque!

Se reanudó el baile; Vesalius volvió a invitar a Amalia de Cárdenas, que hizo una graciosa mueca, y se reía a su espalda.

La novia ya no estaba en el salón, ni la capa parda en el guardarropas, y, en un oscuro corredor se oían pasos y esto:

—¡Cúbrete con esta capa, María, deprisa, y vámonos!
—No puedo, Alderán.
—¿Voy a dejarte presa de ese Vesalius? No, ¡me perteneces! En mi ausencia, me traicionas, yo me entero, vengo a toda prisa esta misma mañana, me cuelo en la fiesta, te encuentro a solas y, en lugar apartado, te digo «huyamos», ¿y te niegas? ¡Oh, no, María!, te equivocas; ven conmigo; todavía estamos a tiempo, rompe ese ignominioso lazo, seremos felices; seré todo tuyo, para ti sola y para siempre. ¡Ven, María!
—Alderán, mi familia me ha impuesto este yugo, y lo sufriré. Pero ¡tú siempre serás mi amante! ¡Yo siempre seré tu amante! ¿Qué importa ese hombre? ¿Qué es? Un criado más, un cortinaje que velará nuestro misterioso amor. ¡Déjame, déjame, adiós!
—O sea que no quieres, María. ¡Está bien! ¡Ve a ensuciarte con ese hombre! Haz tu voluntad, y yo haré la mía; ¡vete!…

Y, tras rechazarla de sus brazos, ella huye bruscamente de la galería al salón.

Alderán permaneció como abatido unos instantes; blasfemaba, pataleaba, y luego, de forma repentina, desapareció en la oscuridad.


Mientras tanto, la muchedumbre había aumentado como un estanque gracias a una tormenta. El tumulto se volvía cada vez más intenso, y la bacanal, terrorífica. El populacho había recobrado su primera audacia, y, tras acercarse poco a poco, se reía en las barbas de los alabarderos. Las imprecaciones y los gritos de muerte volvían a rugir; se lanzaban piedras contra las vidrieras, embadurnaban los muros con sangre de buey y con estiércol, cuando, de repente, los grupos se abrieron para dejar paso a una mujer desgreñada, que aullaba como un perro a la luna; era la Torrija, la panadera, que venía a rescatar a su esposo y a pedir venganza.

—Es la Torrija, la panadera —decían por todas partes.

Luego, la enternecida jauría hizo un largo silencio, y la Torrija sollozaba y lanzaba rugidos.

Entonces el hombre de la capa parda, subido en los escalones, gritó con voz fuerte:

—¡Amigos! ¡Hagamos justicia! ¡Cobarde el que no siga! ¡Venganza! ¡Muerte a Vesalius! ¡Muerte al nigromante!

La respuesta fue una granizada de piedras contra las ventanas y contra los alabarderos, que retrocedieron hasta la escalinata. La turba se precipita en el porche, se lanza sobre las picas recogidas, que arranca y rompe; subía la cuesta y echaba abajo la puerta del salón, cuando, a lo lejos, se dejó oír un galope.

—¡Sálvese quien pueda; son los alguaciles!

Presa de un terror pánico, la turba baja de nuevo la escalinata, se precipita en los pasillos o por las ventanas; solo algunos valientes aguardan a pie firme.

—En nombre del rey, ¡retiraos!
—El rey castiga con la muerte a los asesinos, a los herejes y a los brujos. ¡Muera el flamenco!
—En nombre del rey, ¡retiraos!

Entonces los alguaciles entran a caballo en el porche; una lluvia de muebles los recibe, ellos responden con una descarga de mosquetería que derriba a los más audaces. El hombre de la capa parda, lanzando un grito, se lleva la mano al costado. Sanos y heridos emprenden la huida, solo cinco cadáveres quedan en el suelo.

De repente el palacio y la calle se volvieron sombríos. La patrulla se llevaba los cuerpos de los vencidos; los invitados, temblando, escapaban por la parte de atrás. Las puertas fueron bloqueadas con cerrojos, las lámparas se apagaron; tras una escena de vida, una escena de muerte. Únicamente en un ala, en los aposentos de Vesalius, dos ventanas resplandecían en la oscuridad.


III
QUOD LEGI NON POTEST

A través de las hojas hundidas de la puerta del salón, María había visto al hombre de la capa parda alcanzado por un disparo; al oír su desgarrador grito, se había desmayado; la habían transportado a su habitación, a un sofá, donde desde hacía un rato permanecía echada con indiferencia; Vesalius, de rodillas a su lado, lloriqueando y tembloroso, le besuqueaba las manos y la frente.

—¿Cómo te encuentras, María, amor mío?
—Mejor; pero ¿ya está todo tranquilo?
—Sí, ya han metido en cintura a ese horrible populacho. ¿Qué pueden tener contra mí esas buenas gentes? ¡Contra mí, un ser pacífico y retirado, que paso oscuramente mis días en el sombrío estudio de la anatomía, por el bien de la humanidad, por el progreso de la ciencia, por la gloria de Dios! Esas buenas gentes piden mi cabeza, me creen un brujo; de todos los que desaparecen en la ciudad, la culpa es mía, de Vesalius, que los mando raptar para mis experimentos. ¡La masa será siempre fea y estúpida! ¡Estúpida e ingrata! ¡Ese es el destino que les está reservado a todos los que se sacrifiquen por ella! ¡A todos los que vengan a anunciarle una ruta o una palabra nuevas! ¡Ella crucificó a Jesús de Nazaret y se rio en la cara de Cristóbal Colón! ¡La masa será siempre fea y estúpida! ¡Estúpida e ingrata!
—Olvidad esos negros pensamientos, Vesalius; pero, francamente, esa refriega no servirá para que conquistéis su amor.
—¡Qué me importa, después de todo, el amor de ese populacho, siempre que tenga el tuyo, María! ¿Me amas, verdad? ¿Me amas un poco?
—¿Cómo podéis hacerme todavía semejante pregunta?
—Sé, María, que soy viejo, y, cuando uno es viejo, se duda; sé que carezco de atractivo, que estoy achacoso por las vigilias, enflaquecido y bastante parecido a los esqueletos de mi obrador; pero mi corazón es joven y cálido. Mira, la pasión que siento por ti no es una pasión rancia; bajo una vieja envoltura hay un alma nueva que te entrego; he encontrado muchas mujeres en mi vida, pero ninguna, te lo juro, encendió en mí un fuego como este. ¡Fatalidad! ¿Había que llegar a la decrepitud para conocer el amor y su violencia? María, acostumbra tu mirada al grosero cofre que aprisiona mi joven alma; la savia bulle bajo la albura del roble centenario.


María le rodeó el cuello con su brazo, pasándole la boca por su cráneo pelado y su barba canosa; Vesalius lloraba de alegría.

¡Hora de acostarse! Hora tan delirante, tan palpitante de pudor y voluptuosidad. Hora que confunde a los seres, que aviva y ahoga el deseo. Hora de acostarse, que deja al descubierto mentiras o bellezas. Hora, muy a menudo, de penosos contrastes. Hora a veces tan fatal…

La novia se quitó con un gesto gracioso su traje nupcial y sus alhajas; la rosa parecía despojarse de su perianto; ¡era una belleza castellana como las que se ven en sueños!…

Vesalius se quitó torpemente su traje de fiesta y descubría su fea complexión; ¡era una momia despojándose de sus vendas!


Bruscamente se apagó la lámpara, las anillas de las cortinas chirriaron en sus varillas; se hizo una calma profunda, interrumpida aquí y allá por tumultos; sin embargo, no se oyó gritar a María…

Pero, muy avanzada la noche, caricias y besos sin respuesta, luego murmullos y exclamaciones de sorpresa, y el sabio profesor de anatomía que repetía temblando:

—No vayas a creer que es por debilidad, María. Es la violencia de mi amor la que me destroza, tus bellezas me avergüenzan, me parece que estoy tocando algo bendito, ¡te amo tanto, María, te amo tanto! Pero no vayas a creer que es por debilidad. Mañana, de día, te lo demostraré en veinte autores, podrás ver en Mundinus, en Galianus, en Gonthierus Andernaci, mi maestro, y primer médico de Francisco I de Francia, podrás ver que, al contrario, es potencia, exceso de amor, ¡te amo tanto, María!

Es de creer que aquel exceso de amor no se calmó, pues, transcurridos apenas unos días, María ocupaba en otra ala un aposento aislado, con una vieja ama de llaves del profesor totalmente vendida a él, y a la que este había metamorfoseado en dueña para su esposa. El búho solo veía a su tórtola en las horas de la comida; se trataban con toda la frialdad y la ajustada cortesía de dos seres extraños.

Vesalius se había casado de nuevo con el estudio; sumido en sus investigaciones, pasaba del laboratorio al aula, y del aula al laboratorio.

Púberes y núbiles, aquí tenéis la moraleja que podéis sacar de esto: que, mientras se pueda, si vuestras pasiones son ardientes, no hay que casarse con un doctor de la universidad, un miembro de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, ni, por encima de todo, con un inmortal de la Academia de los Cuarenta Sillones y del diccionario inextinguible.


IV
NIDUS ADULTERATUS

Aproximadamente una olimpiada después de todas estas cosas, doña María, que, en contra de su costumbre, no había aparecido en la mesa desde hacía varios días, mandó llamar a Vesalius, su marido. Este acudió inmediatamente a su lado; pálida, descompuesta, ojerosa, con voz apagada, estaba echada en su cama. Vesalius, acercando un sillón, se sentó y se inclinó para escuchar. Al sentir que un cálido aliento se deslizaba por su frente, María abrió sus arrugados párpados, reconoció a Andrea Vesalius y, suspirando, empezó a decir en un tono agonizante:

—¡Vos sois mi señor y amo, Andrea! Siento que me debilito por instantes; pronto estaré a los pies de Dios, juez austero; ¡y soy impura! ¡He pecado tanto contra vos! Pero la pecadora implora vuestro perdón. No os enfadéis; ¡sois un hombre sabio, sois mi buen esposo y mi dueño! Dejad que os abra mi alma totalmente.
—Señora, no estáis tan mal como parecéis creer; es vuestro espíritu el que está herido.
—Nadie siente mejor su enfermedad que quien la padece. Dentro de mí algo grita que mi fin está próximo. Vos sois mi esposo y mi buen señor; escuchad, y perdonad; quizá sea excusable en algunos puntos.
»Los dos nos hicimos un juramento en el altar; ninguno de los dos lo hemos cumplido; yo, porque era joven y estaba llena de vida, y vos, porque vuestros cabellos estaban blancos por el estudio y vuestro cuerpo quebrantado por el trabajo. ¡Miseria! ¡Miseria! ¡Tener que maldecir una misma su propia juventud! ¡Oh, Vesalius!, si supierais lo que es ser mujer y joven, si supierais todo lo que pasa en el interior de una mujer joven, Vesalius, me perdonaríais.
»Escuchad fríamente.
»Debo deciros que soy adúltera, que os he engañado vilmente. Soy una canalla, Andrea. He introducido en vuestra casa a mis amantes, los he emborrachado con vuestro vino, los he atiborrado en vuestra mesa; y, mientras vos estabais sumido en el estudio o en el sueño, yo me reía de vos con ellos; nuestra sucia iniquidad se burlaba de vuestra bondad; vos erais el alimento de nuestras carcajadas, ¿verdad que es infame?… Incluso esta cama en la que muero se estremece todavía con nuestras lascivias; ¡y Dios me llama a su lado! ¡Y muero!; Oh, si vos me rechazarais…

Su voz se ahogó entonces entre sollozos; luego, tras un momento de silencio, continuó con toda claridad:

—Ya he sido castigada de una manera muy amarga, muy atroz. Una mujer adúltera tiene que ser muy repugnante; ha de quedar cubierta de oprobio.

Desde nuestra boda, he tenido tres amantes; pero, de hecho, a cada uno de los tres únicamente lo poseí una sola vez. Cuando, después de largos cortejos, cedía a su obsesión, cuando les entregaba mi cuerpo, una parte de esta cama… Sí, una mujer culpable tiene que ser muy repugnante… Por la mañana, al despertarme, estaba sola; y no volví a verlos jamás, jamás. ¿Puede haber castigo más severo? El crimen está unido al castigo: el crimen llama al suplicio; y, para conseguir el perdón, debo decirlo todo; vos sois misericordioso, Andrea. Al último lo amé con locura, con un amor sin límites, ya veis. Su pérdida me ha matado; abandonada por él, muero… Ahora ya lo he dicho todo: en nombre de Nuestra Señora de Atocha, en nombre de san Isidro Labrador, en nombre de san Andrés, vuestro santo patrón, en nombre de mi padre, vuestro Tocayo, vuestro Colombroño, perdonad a la débil mujer que tanto os ha ofendido; que vuestra bendición la purifique; perdonadla, se muere…

Y, cogiéndole la mano, se la cubrió de lágrimas y besos; Vesalius la apartó con rudeza, retiró la silla y le dijo con voz concentrada:

—Levantaos, María, seguidme.
—Estoy desfallecida, no puedo.
—Os he dicho que me sigáis.

María, incorporándose con un gran esfuerzo, se envolvió en una bata y siguió vacilante a Vesalius, que bajó la gran escalinata, atravesó el patio, abrió una puerta baja, calada por troneras, que daba entrada a un pequeño edificio iluminado por grandes ventanales de piedra. Esta especie de postigo se cerró tras ellos, y los cerrojos del interior rechinaron en sus pestillos.


V
OPIFICINA

Nos encontramos en el obrador o laboratorio de Vesalius: una gran sala cuadrada, de techo en arco abovedado, con paredes y baldosas de piedra. Varias mesas de madera sucias y grasientas, algunos bancos de carpintero, dos o tres cubetas, un baúl y unos cuantos armarios constituían todo el mobiliario. Había varios calderos dispersos alrededor de la chimenea, cuya campana, de ancha boca, descendía de la bóveda; en su hogar colgaba una caldera que hervía sobre un fuego ardiente. Los bancos de carpintero estaban repletos de cadáveres con incisiones; los pies pisaban jirones de carne, miembros amputados, y las sandalias del profesor trituraban músculos y cartílagos. Sobre la puerta había colgado un esqueleto que, cuando la abrían o cerraban, crujía como esas velas de madera que los cereros cuelgan como cartel cuando las mueve el cierzo. La bóveda y las paredes estaban cubiertas de osamentas, de costillas, de esqueletos, de armazones, algunos humanos, pero en su mayoría de monos y de cerdos, animales que, por su estructura, son los que más se acercan a la osteología humana, y que habían servido a los estudios de Andrea Vesalius, el primero, por así decir, que hizo de la anatomía una ciencia real, que se atrevió a disecar cadáveres, incluso de cristianos ortodoxos, y a trabajar con ellos públicamente. No fue sino mucho antes, hacia 1315, cuando Mundinus, profesor de Bolonia, había ofrecido el espectáculo nuevo de tres esqueletos humanos disecados. El audaz escándalo no se repitió; la Iglesia lo prohibió formalmente como un sacrilegio. Aterrado por el edicto, todavía reciente, de Bonifacio VII, Mundinus no sacó mucho provecho de sus investigaciones. Entre los antiguos, el contacto o la simple visión de un cadáver imprimía una mancha que a duras penas podían borrar muchas abluciones lustrales y otras expiaciones. En la Edad Media, la disección de una criatura «hecha a la imagen de Dios» pasaba por impiedad digna del cadalso.


VI
ENODATIO

—Ahora, aquí, en ese laboratorio, ¿qué queréis de mí, Vesalius? —repetía María llorando—. ¿Qué queréis de mí? No puedo seguir aquí; el hedor pútrido de estos cuerpos me ahoga; abridme la puerta para que salga; no puedo soportarlo.
—¡No!, qué importa ya eso. Escuchad vos ahora: habéis tenido tres amantes, ¿no es cierto?
—Sí, mi señor.
—Los embriagabais con mi vino, ¿verdad?
—Sí, mi señor.
—Pues bien, ese vino no era puro; vuestra dueña echaba en él un narcótico, el opio, y vos dormíais larga y profundamente, ¿no?
—Sí, mi señor, y al despertar estaba sola.
—Sola, ¿verdad?
—Sí, mi señor, y nunca volví a verlos.
—¡Nunca! Está bien. Pero venid aquí…

Y agarrándola por un brazo, la arrastró hasta el fondo de la sala; allí abrió un armario en el que colgaba un esqueleto completo con sus articulaciones naturales, y de una blancura de marfil.

—¿Reconocéis a este hombre?
—¡Cómo! ¿Estos huesos?…
—¿Reconocéis este jubón, esta capa parda?
—Sí, mi señor, es la capa del caballero Alderán.
—Mirad bien, señora; y ¿no reconocéis también al apuesto caballero que llevaba esa capa, con el que bailasteis de manera tan galante en nuestras bodas?
—¡Alderán!…

María lanzó un grito que habría despertado a los muertos.

—Por lo menos, doña, todo ha sido en provecho de la ciencia, como podéis ver —dijo él, volviéndose hacia ella con frialdad—; ya lo veis, la ciencia está en gran deuda con vos.

Luego, con una risa burlona, la llevó hacia una especie de urna o jaula cubierta de cristales, que dejaban ver un esqueleto humano prodigiosamente conservado; las arterias estaban rellenas de un licor rojo, y las venas de un licor azul; aquella armadura ósea parecía envuelta en mallas de seda; su estudio resultaba fácil; aún tenía adheridos algunos mechones de barba y de pelo.

—¿A este, doña, lo recuerda vuestra memoria? Fijaos en su bella barba y en su rubia cabellera.
—¡Fernando! ¿Lo habéis matado?
—Hasta ahora, como todavía no se habían disecado cuerpos vivos, solo se tenían vagas e imperfectas nociones sobre la circulación de la sangre y sobre la locomoción; pero ahora, gracias a vos, señora, Vesalius ha levantado muchos velos y ha alcanzado una gloria eterna.

Entonces, agarrándola por el pelo, arrastró a María hacia un enorme baúl cuya tapa levantó haciendo un gran esfuerzo; tirándola del pelo la obligaba a mirar en el interior.

—Por último, mira también a este; es el último que tuviste, ¿verdad?

El baúl contenía frascos llenos de esencias en las que nadaban trozos de carne y de cadáver.

—¡Pedro! ¡Pedro!… ¿También lo habéis matado?
—Sí, también…

Entonces, con un horrible estertor, María se desplomó como masa inerte en el suelo.

Al día siguiente un cortejo salió del palacete.

Los sepultureros que bajaron el ataúd a la cripta de Santa María la Mayor comentaron entre ellos que era pesado y sonoro, y que al caer se había producido un ruido que no era el ruido de un cuerpo.

Y a la noche siguiente, a través de las troneras de la puerta, se habría podido ver a Andrea Vesalius, en su laboratorio, disecando en su banco de carpintero un hermoso cadáver de mujer, cuyos cabellos rubios llegaban hasta el suelo.


VII
AFFABULATIO

En aquella opulenta corte de Madrid, atiborrada de todos los tesoros del mundo de Cristóbal Colón, y que dominaba poderosamente a toda Europa, Andrea Vesalius descansaba en su gloria, rico y altamente considerado. Entre la Inquisición y Felipe II, favorecía tanto como le era posible el estudio de la anatomía cuando una acusación vino a precipitarlo en horribles desgracias.

Cuando hacía en público la autopsia del cadáver de un gentilhombre, pareció que el corazón palpitaba bajo el filo del escalpelo. La rencorosa Inquisición lo acusó de homicidio, pidió la muerte del sabio, y Felipe II consiguió a duras penas que la pena le fuera conmutada por una peregrinación a Tierra Santa. Vesalius se encaminó hacia Palestina con Malatesta, jefe de las tropas venecianas.

Después de haber sorteado muchos peligros en ese escabroso viaje, a su regreso fue arrojado por la tempestad en las costas de Zante, donde murió de hambre el 15 de octubre de 1564.

La República de Venecia lo llamaba por esas mismas fechas a la Universidad de Padua, viuda prematura, en ese mismo año, de Gabriele Falloppio, su discípulo.

Si hemos de creer a Boerhaave y a Albinus, Andrea Vesalius pereció víctima de sus continuas burlas sobre la ignorancia, los usos y costumbres de los frailes españoles, y de la Inquisición, que aprovechó con avidez la ocasión de deshacerse de aquel sabio tan incómodo.

La gran anatomía de Andrea Vesalius, De corporis humani fabrica, apareció en Basilea en 1562, ilustrada con figuras atribuidas a Tiziano, amigo suyo.

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