Ítalo Costa Gómez

.
.
.
.
Yo tuve una época recontra juerguera (sí, una época bastante larga, con más temporadas que «Sex and the City» con las dos películas incluidas). Si hoy me consideran bohemio pues se mueren si me hubieran visto hace unos quince años atrás. Arrancaba la faena los miércoles y terminaba los domingos. Mis compañeros de universidad son unos locos calatos también, entonces nunca faltaba qué chupar; siempre había una casa disponible que convertir en huarique de media caña. También nos íbamos a discotecas todos los fines de semana; creo que gracias a esos trotes intensos es que me hastié de ese tipo de lugares repletos de personas en las que no puedes charlar porque Los Rabanes – en aquellos días – cantaban a todo volumen en tu oreja de Van Gogh y la única meta era bailar, beber hasta el ridículo y, sí había suerte, chapar un ratito. Escoger la mejor pieza del ganado para sellar la nochecita.
[Señorita a mi me gusta su style. Señorita a mi me gusta su style. Como camina, como baila, por usted yo empeño mi alma. Señorita a mí me gusta su sty-y-y-le]
Que quede claro que me harté de la juerga masiva, no de la brindadera. No me voy a venir a hacer el del calzón con bobos… «el del camino estrecho». No way, sweetheart.
Una de esas tantas de esas noches viví una anécdota que hoy recuerdo con mucha gracia, a pesar que en el momento me supo como a lo que fue: un robo. No tenía dinero ni nada que dar.
Cuenta la historia que existía en aquella época un centro comercial en la Avenida La Marina que se llamaba «Marina Park». Era un Plaza San Miguel pero más marginal, ¿ya? Era un poquito de medio pelo, pero era cercano a casa y tenía discotecas y restaurantes que estaban en algo. Además afuera se lucían unos enormes juegos mecánicos como el Tagadá al cual nos subíamos sampados y nos matábamos de risa. Eran lindos tiempos, mucho menos peligrosos para salir de juerga. Caminábamos cuadras de cuadras por las calles madrugadoras con alegría y sin miedo… o al menos así lo sentíamos.
[Cuando ya empiezas a hablar así es que en cualquier momento te conviertes en un viejo lesbiano. Ojo que lo digo por ustedes – porque a mí jamás me sucederá – y es mi deber hacérselos notar. Todo tiempo pasado fue mejor, ¿sí o no Camiuch?]
Bueno. Viernes. Diez de la noche. Cuatro amigos y yo. Marina Park. Riquísimo. Después de salsear toda la noche y de bebernos el océano Atlántico en cuba libres y jarras de cerveza mezcladas con agua nos disponíamos a irnos a dormir. Raúl siempre fue el encargado de cuidarnos. Él llevaba nuestra plata, incluso algunos le dábamos nuestras llaves y celulares. Nos despreocupábamos de todo porque el muchacho es súper responsable y además es el eterno «amigo elegido» porque nunca tomaba – ni lo ha hecho nunca – alcohol. Nunca ha sido su nota. Su vacilón era más cósmico, por llamarlo de alguna manera.
Cuando estábamos por salir de la cochera Raúl se toca los bolsillos con angustia.
– Muchachos, la cagada. La cagada.
– Khaaaaa paaaasaaaaa – ebrios, como Dios manda.
– No tengo la billetera. Me han sacado la billetera del bolsillo. Ya me quedé sin documentos. No tenemos un sol. ¿Alguien guardó algo de plata?, ¡Mierda! Las tarjetas…
Por supuesto que nadie había guardado mucho y como éramos tristes estudiantes vivíamos al día. Nadie tenía un centavo en su casa. Todo era de nuestros papás. Lo poco que se llevaba al Marina Park, se tomaba y punto. La plata del taxi de retorno siempre estaba a cargo de ese huevas tristes que seguro coqueteó con una pepera y como el chochera no tomaba pues ésta se resignó con afanarle la billetera en una y más nada. No llegábamos ni a siete soles entre los cinco. Pobreza extrema.
Raúl, siempre tranquilo, siempre sereno, siempre el cerebro de la operación.
– Muchachos, ahorita amanece. Están un poco sampados. No van a llegar así a pedirle plata a sus viejos y yo me he quedado hasta sin tarjeta, puta madre. Vamos al barco pirata – uno de los más grandes, viejos y descuidados juegos mecánicos del Marina Park – y nos tumbamos ahí a descansar un rato, qué chucha.
En el estado en el que nos encontrábamos los demás nos pareció brillante. La angustia nos dejó. Nos atorábamos de la risa ayudándonos a subir al barco. Se nos olvidó que no teníamos plata. Se nos olvidó que nos habían desfalcado.
Nos hemos trepado cual bandidos. Literalmente éramos un grupo de vagabundos, ebrios y sin dinero durmiendo en un juego mecánico a punto de destartalarse. Voy escribiendo y es imposible que no me de una nostalgia infinita recordando como nos acomodábamos para que nadie pueda vernos si pasaba por el costado. Éramos delincuentes juveniles. Bien sanos. Pirañitas pavos, pero lo éramos.
Hemos pestañeado hasta que amaneció mientras Raúl se quedó vigilando. Al dar las cinco y media de la mañana, aproximadamente, hemos caminado hasta el paradero más cercano y el bueno de Raúl se encargó de darnos a cada uno nuestro sol para el pasaje de los centavos que habíamos reunido.
– A partir de ahora se cuidan solos, piratas misios. Estoy orgulloso de ustedes.
Juventud, divino tesoro. Cada vez que nos reencontramos los cinco «piratas» nos acordamos de esa historia y nos damos cuenta de que, por más que ha pasado el tiempo, no hemos cambiado casi nada. Seguimos siendo las mismas almas perdidas y dementes que siempre hemos sido. Raúl sigue siendo el amigo elegido y nosotros sus pequeños piratas del caribe.
Hay cosas que nunca cambian, pequeños jilgueros. Gracias a Alá. La Meca.