Giovanni Papini
«La FOM»
Chicago, 3 abril
Esta mañana, mientras me hallaba preparando tranquilamente mi itinerario asiático, se me ha presentado un hombre de unos cincuenta años, amable y casi obsequioso, quien me ha manifestado que debía hablarme a solas de cosas muy importantes. Hice salir a mi secretario y me dispuse a escucharle.
—¿Conoce usted la Fom? —me ha preguntado en voz baja el visitante.
He tenido que admitir que no había oído hablar nunca de ella.
Me lo imaginaba. Y es mejor que sea así. Se trata, como le explicaré, de una Liga secreta. Mis jefes creen que la adhesión de usted sería infinitamente de desear.
He creído que se trataba de una especie de Ku-Klux-Klan y he manifestado que en manera alguna quería mezclarme en sociedades secretas.
Cuando le habré dicho lo que es la Fom estoy seguro de que cambiará de manera de pensar. El nombre, como ya debe imaginarse, es una sigla de iniciales. Nuestra Liga se llama: Friends of Mankind y sus fines son completamente desinteresados. Los fundadores, cuyos nombres me es imposible revelarle, han partido del siguiente principio: el aumento continuo de la Humanidad es contrario al bienestar de la Humanidad misma. Por medio de la industria, la agricultura y la política colonial, se intenta suplir el déficit, pero está claro que dentro de algún tiempo habrá un balance demasiado desigual entre el banquete y el número de los que al banquete asisten. Malthus tenía razón, pero se equivocó al creer demasiado cercano el desastre. En realidad, la Naturaleza, en forma de terremotos, erupciones, epidemias, carestía y guerras, viene a diezmar de un modo periódico al género humano. También el tráfico automovilístico, el comercio de estupefacientes y los progresos del suicidio contribuyen, desde hace algún tiempo, a la reducción de los habitantes del planeta.
Pero todas estas, llamémoslas providencias, no consiguen compensar el aumento de nacimientos, sin contar que son, para las víctimas, formas dolorosas de supresión.
»¿Cómo remediarlo? Aunque no hayamos llegado al hambre, está cercano el momento en que nuestras raciones se verán reducidas. Y entonces es cuando interviene la Fom. Ésta se propone acelerar racionalmente la desaparición de los que sean menos dignos de vivir. La nuestra podría llamarse —en su primera fase— la Liga para la eutanasia inadvertida. El inconveniente de las calamidades naturales —como las epidemias y las guerras— es que provocan la desaparición de los jóvenes, de los inocentes, de los fuertes. Pero si es necesario hacer un expurgo sobre la tierra, es justo, ante todo, eliminar a los inútiles, a los peligrosos o a aquellos que han vivido ya bastante. El terremoto y la cólera son ciegos; nosotros tenemos ojos y muy buena vista. Nuestra Liga se propone, pues, apresurar de un modo dulce y discreto, y en el secreto más absoluto, la extinción de los débiles, de los enfermos incurables, de los viejos, dé los inmorales y de los delincuentes; de todos esos seres que no merecen vivir, o que viven para sufrir, o que imponen gastos considerables a la sociedad.
»Los medios de que nos servimos son los más perfeccionados: venenos que no dejan rastro, inyecciones a altas dosis, inhalaciones de gases anestésicos y tóxicos. A nuestra Liga pertenecen muchos médicos, enfermeros y criados, los que se hallan en las condiciones más favorables para esos actos humanitarios, y los resultados son excelentes. Pero forman también parte de ella numerosos particulares que se prestan, con toda la cautela necesaria, a suprimir a un amigo, a un pariente y también a simples desconocidos. La moral pública, ofuscada por las viejas supersticiones, no ha llegado todavía a reconocer, o al menos a tolerar, nuestras operaciones benéficas, y por eso nos vemos obligados a obrar con el más profundo secreto. Ninguno de los nuestros, hasta ahora, ha sido descubierto, y, a despecho de los obstáculos, las estadísticas de mortalidad, desde que se constituyó la Fom, demuestran que nuestro trabajo filantrópico no ha sido inútil.
»Aneja a la sección, llamémosla tanatófila, de la Fom, existe otra igualmente preciosa y que podríamos llamar moralizadora. Hay, por ejemplo, culpas que nuestros códigos no castigan o que la Policía no sabe descubrir. Nuestra Liga atiende también a esa necesaria represión. Una junta formada de profesores de moral y de juristas se ocupa en establecer una lista de culpables en ésta y otras ciudades. Para las ejecuciones hemos tenido que recurrir a delincuentes profesionales o voluntarios que se encargan, siempre con el más absoluto secreto, de castigar a los inculpados. Ésos roban a los ladrones, a los avaros, a los estafadores; secuestran y apalean a los perseguidores sistemáticos de los niños y de los dependientes; someten a humillantes penas a los especuladores deshonestos, a los encubridores y a otras personas dañosas e inmorales. Somos, en este caso, homeópatas: delito contra delito. Para castigar el mal debemos resignarnos a infligir el mal, pero la nobleza del fin nos absuelve.
»Como ve, la Fom tiene dos cometidos necesarios y honrosos: impedir la ruina del standard of life, amenazado por el exceso de población, y combatir a los viciosos y criminales que la ley no castiga. Eliminación de lo superfluo y purificación de la sociedad. Nosotros contribuimos por eso, y con una doble obra, a la mejora material y ética del género humano y podemos llamarnos, con tranquila conciencia, Friends of Mankind.
Dejé hablar al locuaz apóstol de la Fom hasta el final; deseaba saberlo todo, y confieso que algunos de sus razonamientos no me disgustaron. Quien está libre —como yo lo estoy— de toda preocupación moral o religiosa, no puede oponerse seriamente a una tal dialéctica. Si no tenemos más que una vida y la vida consiste en tener una buena ración en el convite universal, el programa de los Amigos de la Humanidad es lógico y científico. Sin embargo, mi repugnancia a asociarme con otros y a ligarme con el vínculo secreto, hizo que no me inscribiese. Di, sin embargo, buenas esperanzas al emisario de la Fom, ante el temor de ser objeto de represalias. Dentro de cuatro días salgo para San Francisco y China; ya tendré tiempo de pensarlo a la vuelta.
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La ciudad abandonada
Tien-Tsin, 13 diciembre
La ciudad más maravillosa que he visto en toda el Asia es sin duda alguna aquella que descubrí, una noche de octubre, al oriente de Khamil, en pleno desierto.
La caravana de camellos reunida con gran trabajo en Turfan, era demasiado lenta para un hombre habituado, en América y Europa, a la rapidez de los trenes de lujo. Además, los conductores mongoles de camellos se me habían hecho odiosos en las tres etapas, durante las cuales había tenido que dominarme para no fustigar a los más desaprensivos. Al llegar a Khamil, con la excusa de hacer nuevas provisiones, parecía que ya no se querían mover de allí. Desesperado al verme detenido en aquella puerca ciudad donde no tenía nada que hacer ni que ver, pregunté al jefe de los sirvientes, Ghitaj, si era posible marchar adelante a caballo, para esperar a la caravana en pleno desierto.
A la mañana siguiente dejamos la repugnante Khamil montados en dos caballos peludos y pequeños, pero rapidísimos, y corrimos hacia el Este.
El aire era frío, pero sereno. La pista se alargaba casi recta entre la hierba corta y dura de la inmensa estepa. Cabalgamos muchas horas en silencio, sin encontrar alma viviente. Al recuesto de una duna arenosa hicimos alto para comer el carnero asado que llevábamos. Ghitaj consiguió hacer un poco de fuego con las malezas y me ofreció la bebida famosa de los mongoles: el té con manteca fundida. Los caballos pacían bajo el sol blanco. Reanudamos la carrera hasta el crepúsculo. Ghitaj decía que junto al camino debíamos encontrar un campamento de pastores de caballos. Pero no se descubría ninguna humareda en parte alguna del horizonte. En el crepúsculo, todavía límpido, se distinguía aún la pista. Una luna casi llena se elevó, a Levante, sobre la línea de la llanura.
Los caballos ya daban señales de cansancio. No podía hacerse nada más que seguir. Volver a Khamil significaba deshacer todo el camino que habíamos hecho, es decir, cabalgar durante toda la noche. Ghitaj continuaba espiando en la polvareda blancuzca de la inmensidad una señal del campamento, que según él, debía hallarse cercano. La luna se había elevado y los caballos relinchaban; se levantó el viento gélido de la noche, no contenido por los montes ni por las plantas. De cuando en cuando, Ghitaj se detenía para escuchar y para beber algún sorbo de vodka. Ninguna tienda, ningún rumor, ninguna voz. Miré el reloj: eran las diez. Hacía dieciséis horas que cabalgábamos. Los caballos marchaban al paso y temíamos que, de un momento a otro, se tendiesen en el suelo, agotados.
De pronto se levantó ante nosotros, a una media milla, una larga sombra alta, maciza, rectilínea. Ghitaj no supo decirme de qué se trataba. En algunos puntos la sombra se elevaba recta, como una torre. Conforme nos acercábamos, más seguro me parecía que se trataba de las murallas de una ciudad. Ghitaj, más taciturno que de costumbre, no respondía a mis preguntas.
No me equivocaba. En la blancura velada de la luna otoñal, se alzaba ante nosotros la cinta inmensa de una alta muralla, con sus redondas atalayas. ¡Una ciudad!
Me sentí feliz. Aquellas murallas significaban un cobijo, un albergue, una cama, la salvación. Pero Ghitaj permanecía siempre callado y no me pareció muy satisfecho de hallarse allí. Le pregunté el nombre de la ciudad, pero no quiso decírmelo.
—Es mejor no entrar —me dijo de pronto.
No comprendí. Había llegado ante una puerta altísima, de vieja madera, constelada de grandes clavos de hierro. Se hallaba cerrada. Golpeé con la culata del fusil. Nadie contestó. Ghitaj se había apeado del caballo y permanecía de pie, meditabundo.
Viendo que nadie abría, pensé en dar la vuelta a la muralla para encontrar otra puerta. A una media milla, entre dos torres, se abría una vasta bóveda vacía, especie de boca de un agujero. Entré allí dentro, pero después de haber dado unos veinte pasos el caballo se paró. En el fondo del arco aparecía una puerta cerrada. Mis golpes quedaron sin contestación. No se oía ningún rumor más allá de los batientes gigantescos.
Salí de nuevo para continuar la vuelta al recinto. Las murallas se alzaban siempre altas, vetustas, desiguales, hoscas, como una escollera que no tuviese fin. A poca distancia de la puerta grande se abría una poterna poco aparente, pero visible, porque sobre ella aparecían esculturas de mármol ennegrecido: me parecieron, a la luz contusa de la luna, dos serpientes antropocéfalas que se besasen. Estaba cerrada como la otra, pero haciendo fuerza parecía que cediese. Ordené a Ghitaj que me ayudase. A fuerza de golpes de hombro los dos batientes de madera podrida se desencajaron y resquebrajaron.
Pero Ghitaj no quiso entrar conmigo. No le había visto nunca tan abatido. Se tendió en el suelo, con la cabeza apoyada en la muralla, y sacó una especie de rosario.
—Ghitaj espera aquí —dijo—. Ghitaj no entra. Usted no debería entrar.
No le escuchaba. Mi caballo estaba cansado, pero parecía que la proximidad de aquellas construcciones le había dado nuevo vigor. Entré en un laberinto de calles estrechas, desiertas, silenciosas. Ninguna luz en las puertas, en las ventanas: ninguna voz, ningún signo de vida. Todas las salidas estaban cerradas. Las casas eran bajas y, a lo que me pareció, pobres y de deplorable aspecto.
Llegué a una plaza vasta, inundada por la luz de la luna. Alrededor me pareció percibir una corona de figuras, demasiado grandes para ser hombres. Al acercarme vi que eran estatuas de piedra, de animales. Reconocí el león, el camello, el caballo, un dragón.
Las casas eran más altas y más majestuosas, pero cerradas y mudas como las otras que había visto antes. Probé de llamar a las puertas, de gritar. Ninguna puerta se abría, nadie respondía. Ni el rumor de un paso humano, ni el ladrido de un perro, ni el relinchar de un caballo, rompían aquella taciturna alucinación… Recorrí otras calles, desemboqué en otras plazas: la ciudad era, o me lo pareció, grandísima. En un torreón que se alzaba en medio de un inmenso claustro me pareció columbrar un resplandor de luces. Me detuve para contemplar. Un batir de alas me hizo comprender que se trataba de una bandada de aves nocturnas. Ningún otro ser viviente parecía habitar la ciudad. En una calle vi algo que blanqueaba en un pórtico. Me apeé del caballo y a la luz de mi lámpara eléctrica reconocí los esqueletos de tres perros, todavía unidos al muro por tres cadenas oxidadas.
No se oía en la ciudad desierta más que el eco de las cansadas pisadas de mi caballo. Todas las calles estaban embaldosadas, pero, según me pareció, crecía muy poca hierba entre piedra y piedra. La ciudad parecía abandonada desde hacía pocas semanas, o, todo lo más, desde pocos meses. Las construcciones se hallaban intactas; las ventanas de postigos barnizados de rojo, cuidadosamente cerradas; las puertas, apuntaladas y atrancadas. No se podía pensar en un incendio, en un terremoto, en una matanza. Todo aparecía intacto, pulido, ordenado, como si todos los habitantes se hubiesen marchado juntos, por una decisión unánime, con calma, a la misma hora. Deserción en masa, no destrucción ni fuga. Encontré de pronto en el suelo un jubón de mujer y un saquito con algunas monedas de cobre. Si me detenía de pronto para escuchar, no oía más que el roer de las carcomas o el escarbar de los topos.
Cabalgaba por las rayas geométricas que formaba la luna entre las sombras desiguales de las construcciones. Llegué a un palacio, enorme, de ladrillo, que tenía el aspecto de una fortaleza y había sido, tal vez, un alcázar o una prisión. En el portal mayor, dos colosos de bronce, dos guerreros cubiertos de armaduras mohosas, dominaban como centinelas de los siglos muertos, mirándose fieramente desde el fondo de sus cuencas vacías.
Y entonces comencé a sentir el horror de aquella ciudad espectral, abandonada por los hombres, desierta en medio del desierto. Bajo la luna, en aquel dédalo de callejones y de plazas habitadas únicamente por el viento, me sentí espantosamente solo, infinitamente extranjero, irrevocablemente lejano de mi gente, casi fuera del tiempo y de la vida. Me sentía sacudido por un escalofrío, tal vez de cansancio y de hambre, tal vez de espanto. El caballo caminaba ahora muy lentamente, con el belfo hacia el suelo, y de cuando en cuando se detenía y temblaba.
Conseguí, por fortuna, encontrar la poterna por donde había entrado. Ghitaj, envuelto en la pelliza, dormitaba. A la madrugada divisamos una humareda lejana: era el campamento que creíamos poder encontrar la pasada noche. Mi caravana llegó dos días después.
Nadie, en toda la Mongolia, ha querido decirme el nombre de la ciudad deshabitada. Pero con frecuencia, en Tokio, en San Francisco, en Berlín, vuelvo a verla como un sueño terrorífico, del cual, tal vez no se desearía despertar. Y me siento punzado por la nostalgia, por un gran deseo de volverla a ver.
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Visita a Gandhi
Ahmedabad, 3 marzo
No quería abandonar la India sin haber visto al más célebre hindú viviente, y fui, hace dos días, al Satyagraha-Ashram, domicilio de Gandhi.
El Mahatma me ha recibido en una estancia casi desnuda, en donde él, sentado en el suelo, se hallaba meditando junto a un argadillo inmóvil. Me ha parecido más feo y más descarnado de lo que aparece en las fotografías.
—Usted quiere saber —me ha dicho entre otras cosas— por qué deseamos expulsar a los ingleses de la India. La razón es sencilla: son los mismos ingleses los que han hecho nacer en mí esta idea castizamente europea. Mi pensamiento se formó durante mi larga estancia en Londres. Me di cuenta de que ningún pueblo europeo soportaría el ser administrado y mandado por hombres de otro pueblo. Entre los ingleses, sobre todo, este sentido de la dignidad y de la autonomía nacional está desarrolladísimo. No quiero ingleses en mi casa precisamente porque me parezco demasiado a los ingleses. Los antiguos hindúes se preocupaban muy poco de las cuestiones de la tierra y mucho menos de la política. Sumergidos en la contemplación del Atman, del Brahman, del Absoluto, deseaban solamente fundirse en el Alma única del universo. Para ellos, la vida ordinaria, exterior, era un tejido de ilusiones, y lo importante era libertarse de ella lo más pronto posible, primeramente con el éxtasis y luego con la muerte. La cultura inglesa, de sentido occidental —importada por efecto de la conquista—, ha cambiado nuestro concepto de la vida. Digo nuestro para decir el de los intelectuales, pues la masa ha permanecido durante siglos refractaria al mensaje europeo de la libertad política. El primero en sentirse impregnado de las ideas occidentales he sido yo, y me he convertido en el guía de los hindúes precisamente porque soy el menos hindú de todos mis hermanos.
»Si lee usted mis libros y sigue mi propaganda, verá claramente que las cuatro quintas partes de mi cultura y de mi educación espiritual y política son de origen europeo. Tolstoi y Ruskin son mis verdaderos maestros. El cristianismo ha inspirado, más que el Budismo, mi teoría de la no resistencia. He traducido a Platón, admiro a Mazzini, he meditado sobre Bacon, sobre Carlyle, sobre Boehme, me he servido de Emerson y de Charpentier. Mis ideas sobre la necesidad de la desobediencia, proceden de Thoreau, el sabio solitario de Concord; y mi campaña contra las máquinas es una repetición de aquella que los luditas, es decir, los secuaces de Ned Lud, realizaron en Inglaterra de 1811 a 1818. Finalmente, la poesía del argadillo se me reveló leyendo, en el Faust de Goethe, el episodio de Margarita. Como ve, mis teorías no deben nada a la India, vienen todas de Europa y especialmente de los escritores de lengua inglesa. Figúrese que únicamente en Londres, en 1890 estudié la Bhagavad Gita, por indicación de Mrs. Besant, ¡una inglesa! Y al propugnar hoy la unión entre hindúes, mahometanos, parsis y cristianos no hago más que seguir el principio de la unidad religiosa proclamada por la Teosofía, creación castizamente europea. Huelga añadir que mi condenación de las castas deriva de los principios de igualdad de la Revolución francesa.
»La historia de Europa en el siglo XIX tuvo sobre mí una influencia decisiva. Las luchas de los griegos, de los italianos, de los polacos, de los húngaros, de los eslavos del Sur para sustraerse al dominio extranjero me han abierto los ojos. Mazzini ha sido mi profeta. La teoría del Home Rule de Irlanda es el modelo del movimiento que yo he llamado aquí Hind Swarai. He introducido en la India, por lo tanto, un principio absolutamente extraño a la mente hindú. Los hindúes, hombres metafísicos y cuerdos, han considerado siempre la política como una actividad inferior: si es necesario un poder y si hay gente que lo quiera ejercitar —pensaban— dejémosles hacer; será una molestia menos para nosotros. El hindú vive en el reino del espíritu puro, aspira a la eternidad. ¿Qué importa que le gobiernen rajahs indígenas o emperadores extranjeros? Por esto soportamos durante siglos el dominio mongol y el mahometano. Luego vinieron los franceses, los holandeses, los portugueses, los ingleses; establecieron factorías en la costa, avanzaron hacia el interior, y les dejamos hacer. Son los europeos, y únicamente los europeos, los responsables de nuestro deseo presente de arrojar a los europeos. Sus ideas nos han cambiado, es decir, desindianizado, y entonces, convertidos en discípulos de nuestros amos, ha nacido el deseo de no querer ya más amos. El que está más saturado de pensamiento inglés soy yo, y por esto estaba destinado a ser el jefe de la cruzada antiinglesa. No se trata aquí, como presumen los periodistas europeos, de una lucha entre el Occidente y el Oriente. Al contrario: el europeísmo ha impregnado de tal modo la India que nos hemos visto obligados a levantarnos contra Europa. Si la India hubiera permanecido puramente hindú, es decir, fiel a Oriente, toda contemplativa y fatalista, nadie de los nuestros habría pensado en sacudir el yugo inglés. En el momento en que fui traidor al espíritu antiguo de mi patria aparecí como el libertador de la India. Las ideas europeas a través de mi proselitismo —preparado de un modo excelente por la cultura inglesa difundida en nuestras escuelas— ha penetrado en las multitudes, y ya no hay remedio. Un hindú auténtico puede tolerar ser esclavo; un hindú anglicanizado quiere ser dueño de la India, como de Inglaterra los ingleses. Los más anglófilos —como lo era yo hasta fines de 1920— son necesariamente antibritánicos.
»Éste es el verdadero secreto de lo que se llama movimiento gandhista, pero que debería llamarse propiamente movimiento de los hindúes convertidos al europeísmo contra los europeos renegados, es decir, contra esos ingleses que morirían de vergüenza si fuesen a mandar a su país los franceses o los alemanes, y que luego pretenden gobernar, con la excusa de la filantropía, un país que no les pertenece. ¡Nos habéis cambiado el alma y ya no queremos saber nada de vosotros! ¿Recuerda el Aprendiz de Mago, de Goethe? Los ingleses han despertado en nosotros el dominio de la política que dormía en el fondo de nuestro espíritu de ascetas desinteresados, y ahora ya no saben cómo poderlo hacer desaparecer. ¡Peor para ellos!
Hacía ya algunos minutos que había entrado un discípulo en la habitación y silenciosamente había hecho una seña al Mahatma. Apenas hubo terminado de hablar, me puse en pie para dejarle en libertad y, después de haberle dado las gracias por sus inesperadas informaciones, regresé en automóvil a Ahmedabad.
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Siao-Sin
Singapur, 12 agosto
La tarjeta de visita decía:
SIAO-SIN
Medium of First Class
Batavia.
Los espiritistas, con sus trucos, sistemas y misterios, me son odiosos. Contesté que estaba enfermo, que no podía recibirle. Al día siguiente recibí esta carta:
«Estimado señor Gog:
»Se ha equivocado usted. Si me hubiese permitido hablar solamente un minuto con usted, sus prevenciones habrían desaparecido. Porque pudiendo también leer el pensamiento a distancia, me he enterado de las razones de su negativa. Es una razón que respeto y hasta comparto. Yo no quiero nada con los muertos. Únicamente los médiums vulgares se consagran a la evocación de los desencarnados. Y, con perdón de Richet y de Oliver Lodge, con muy pocas garantías de autenticidad. ¿Continúan viviendo los espíritus de los muertos? ¿Pueden volver a la tierra? ¿Hay un método seguro para entrar en relación con ellos? Todo esto no me interesa.
»Pero los vivos, señor Gog, existen. Su realidad no puede ser puesta en duda. Y viven sobre la tierra. Y nosotros podemos entrar en relación con ellos aunque se hallen muy distantes. Mis postulados no son, por tanto, misteriosos, sino sólidos. Mi arte —o mejor dicho, mi don— consiste en evocar a los vivos. Fantasmas, si usted quiere, pero fantasmas de seres que en otra parte de la tierra existen verdaderamente. Mi poder de médium se halla al servicio de los que están separados, de los amigos, de los amantes, de los curiosos.
»¿No ha vivido usted nunca lejos de una persona amada? ¡Cuántas veces durante el día habrá deseado verla, hablarle, aunque no fuese más que por un instante! Existen ciertamente las cartas, pero éstas no son las mismas personas; apenas un pequeño fragmento de su pensamiento. Y las fotografías, los retratos, no sustituirán jamás la efectiva, la dulce presencia. Tal vez se le aparezca en sueños, pero ¡cuán vaga la visión, qué triste el despertar!
»Mi poder de médium es un bálsamo portentoso para el dolor de la separación. Me comprometo a hacer aparecer en su habitación, en el término de una hora, a la persona que usted me designe, aunque en aquel momento se halle en los antípodas. Sin ritual ni ceremonial de magia. No soy, téngalo en cuenta, ningún nigromante, es decir, un evocador de los muertos. Dejo los difuntos a Mr. Conan Doyle y a sus ingenuos secuaces. Trabajo con los vivos, para provecho de los vivos. Me bastan una habitación un poco oscura, un brasero, un sillón: nada más. En seguida que se me han dicho el nombre, la filiación y la residencia del hombre o de la mujer que se desea ver, me abstraigo y me concentro. A cien, diez mil millas de nosotros, aquel hombre o aquella mujer se sienten dominados por una ligera somnolencia y se adormecen. Si la evocación puede ser hecha en el momento en que la persona duerme su sueño natural, es mucho mejor aún, los efectos son más rápidos.
»Después de una espera que no rebasa los cuarenta minutos, usted ve en su habitación una especie de nube que puede ser de un amarillo intenso o de un color amaranto. Y, poco a poco, de aquella mancha nebulosa se destaca la figura de aquel o de aquella a quien deseaba ver, con su misma fisonomía, solamente un poco más fluida que si fuese de carne y hueso. No se extrañe si tiene el aspecto un poco trasnochado. Pregúntele sin perder tiempo; no la toque. Sería atroz para usted y para aquella o aquel a quien ama. La visión no puede durar más que pocos minutos, la verá resorberse en la mancha aérea y desaparecer. Estoy buscando la manera de obtener una permanencia más larga y no desespero de encontrarla.
»Considere que su elección es ilimitada. No hay necesidad de que se trate de una persona conocida de usted. Si le interesase un día, hallándose en América, hablar con Lloyd George, con Stravinski o con el rey Alfonso, no habría la menor dificultad. El fantasma correspondiente aparecería en las condiciones dichas y usted podría hacer a este personaje ilustre las preguntas que le pluguiese. No hay necesidad, con mi sistema, de largos viajes ni de peticiones de audiencia para obtener una conversación con las celebridades del mundo entero. Por lo que sé de usted, me pareció que este juego tenía que gustarle.
»Estoy seguro de que no pondrá en duda la exactitud de todo lo que acabo de manifestarle. Conoce seguramente el clásico libro de Meyers, Gurney y Podmore sobre Phantasms of Living. Se trata de una infinidad de casos de telepatía vulgar, esto es, de apariciones a distancia de vivientes a vivientes. Lo que no es posible espontáneamente, sin la intervención de la voluntad, creo que puede obtenerse metódicamente con un esfuerzo determinado. Lo probé, y tuve éxito.
»Yo soy, como ya le indica mi nombre, chino, pero he estudiado muchos años en Europa: en Ginebra, Leipzig y Londres. Pero no he hecho más que desarrollar, según los principios occidentales, algunas preciosas indicaciones encontradas en los libros de la escuela taoísta. El resto, es decir, mi éxito, ha sido debido a mis cualidades naturales y a un riguroso ejercicio.
»Si mi obra puede serle útil, dígnese telefonear al World’s Hotel, habitación número 354. Permaneceré aquí todavía dos días.
»Créame sinceramente su servidor,
Siao-Sin.»
No he contestado a la carta. No he telefoneado. Este Siao-Sin parece una persona razonable y seria, y tal vez no promete en vano. Pero lo he pensado y repensado. En ninguna parte del mundo existe, en este momento, un ser, macho o hembra, al que desee ver o volver a ver. Siao-Sin ha servido para evocar mi perfecta soledad.
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Las máscaras
Nagasaki, 3 febrero
Ayer compré tres máscaras japonesas antiguas, auténticas, maravillosas. En seguida las colgué en la pared de mi cuarto y no me sacio de mirarlas. El hombre es más artista que la Naturaleza. Nuestros rostros verdaderos parecen muertos y sin carácter ante estas creaciones obtenidas con un poco de madera y de laca.
Y al mirarlas pensaba: ¿Para qué el hombre cubre las partes de su cuerpo, incluso las manos (guantes), y deja desnuda la más importante, la cara? Si ocultamos todos los miembros por pudor o vergüenza, ¿por qué no esconder la cara, que es indudablemente la parte menos bella y perfecta?
Los antiguos y los primitivos, en muchas cosas más inteligentes que nosotros, adoptaron y adoptan las máscaras para los actos graves; bellos de la vida.
Los primitivos romanos, como hoy los salvajes, se ponían la máscara para atacar al enemigo en la guerra. Los hechiceros y los sacerdotes tenían máscaras de ceremonia para los encantamientos y los ritos. Los actores griegos y latinos no recitaban jamás sin máscara. En el Japón se danzaba siempre con la máscara (las que he comprado son precisamente máscaras para el baile Genjô-raku y pertenecen a la época de Heian). En la Edad Media los miembros de las hermandades llevaban la cara cubierta con una capucha provista de dos agujeros para los ojos. Y recuerdo el Profeta Velado del Korazan, el Consejo de los Diez de Venecia, la Máscara de Hierro… Guerra, arte, religión, justicia: nada grande se hacía sin la máscara.
Hoy es la decadencia. No la adoptan más que los bufones del carnaval, los bandidos y los automovilistas. El carnaval está casi muerto, y los salteadores de caminos van siendo cada vez más raros.
La máscara, según mi opinión, debería ser una parte facultativa del vestido, como los guantes. ¿Por qué aceptar un rostro que, al mismo tiempo que es una humillación para nosotros, es una ofensa para los demás? Cada uno podría escoger para sí la fisonomía que más le gustase, aquella que estuviese más de acuerdo con su estado de ánimo. Cada uno de nosotros podría hacerse fabricar varias y ponerse ésta o aquélla según el humor del día y la naturaleza de las ocupaciones. Todos deberían tener en su guardarropa, junto con los sombreros, la máscara triste para las visitas de pésame y los funerales, la máscara patética y amorosa para los flirts y los casamientos, la máscara riente para ir a la comedia o a las cenas con los amigos, y así por el estilo.
Me parece que las ventajas de la adopción universal de la máscara serían muchas.
1ª Higiénica. Protección de la piel de la cara.
2ª Estética. La máscara fabricada por encargo nuestro seria siempre mucho más bella que la cara natural y nos evitaría la vista de tantas fisonomías idiotas y deformes.
3ª Moral. La necesidad de disimular —es decir, de componer nuestro rostro con arreglo a sentimientos que casi nunca experimentamos— se vería muy reducida, limitada únicamente a la palabra. Se podría visitar a un amigo desgraciado sin necesidad de fingir con la fisonomía del rostro un dolor que no sentimos.
4ª Educativa. El uso prolongado de una misma máscara —como demuestra Max Beerbohm en su Happy Hypocrite — acaba por modelar el rostro de carne y transforma incluso el carácter de quien la lleva. El colérico que lleve durante muchos años una máscara de mansedumbre y de paz, acaba por perder los distintivos fisonómicos de la ira y poco a poco también la predisposición a enfurecerse. Este punto debería ser profundizado: aplicaciones a la pedagogía, al cultivo artificial del genio, etc. Un hombre que llevase durante diez años sobre la cara la máscara de Rafael y viviese entre sus obras maestras, por ejemplo, en Roma, se convertiría con facilidad en un gran pintor. ¿Por qué no fundar, basándose en estos principios, un Instituto para la fabricación de talentos?
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Profundidad china
Pekín, 28 marzo
He leído en un libro chino algunos pensamientos tan bellos, justos y profundos, que quiero transcribirlos aquí para tenerlos más a mano.
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La historia al revés
El Cairo, 10 enero
El profesor Killaloe —con el cual he tenido una larga conversación en el hotel después del lunch— es un irlandés de unos sesenta años, pero lleno de vida. Alto como un patagón, discutidor como un diablo, docto como la Encyclopaedia Britannica, delgado como un cenobita. No sé lo que enseña, ni dónde, pero habla de todo con seguridad y sin farfullar aquellos lugares comunes que son el pasto ordinario de los profesores.
—Me hallo aquí —me dijo entre otras cosas— para terminar mi Historia Universal: el capítulo sobre Egipto será uno de los últimos.
—¿Le parece tan importante el reinado de Fuad para que merezca un capítulo?
—¿Fuad? Persona muy simpática, pero que no pertenece todavía a la historia universal. El último rey de Egipto que aparece en mi historia es Menes, o Mini, que tal vez no ha existido nunca.
—¿El último? He encontrado en mi Baedeker que Menes es, al contrario, el primero de los Faraones.
—Precisamente. Y el señor Baedeker está de acuerdo en esto con el señor Wallis Burge, con el señor Edward Meyes, con el señor Flinders Petrie, con el señor Breasted y con todos los historiadores del antiguo Egipto. Su error, como el de todos los historiadores del mundo, procede de la encallecida imbecilidad, ahora milenaria, que hace comenzar toda historia por un hipotético principio para llegar hasta un fin próximo a nosotros. Todos los historiadores son extrañas criaturas que tienen los ojos en el cogote o en la espalda. Su superstición constante, convertida ahora en una costumbre, es la de proceder desde el tiempo pasado hacia el presente. Y es la razón por la que todos ellos, desde Herodoto a Wells, no han comprendido nunca nada de la historia de los hombres.
»Tome, por analogía, un libro inglés y un libro hebreo. El libro inglés se comienza a leer por la página número uno y se sigue así hasta el fin: el libro hebreo comienza con la que para nosotros sería la última página y así seguido se llega hasta la primera. Transportado este paralelo al método histórico tendrían razón los hebreos. El justo sistema para escribir la historia de un modo racional e inteligente es el de comenzar por los acontecimientos más recientes para terminar por los más remotos.
—¿Y la cronología?
—La cronología es una de las llaves de la historia y es respetada. Pero no destruyo la cronología si en vez de comenzar por el uno para llegar al mil, me apoyo en el mil para remontarme hasta el uno. Usted es víctima, como todos los profanos y todos los especialistas, de una costumbre mental absurda y que, sin embargo, ha dominado hasta hoy en las ciencias históricas.
»Mi método, que consiste en retroceder desde el presente hacia el pasado, es el más lógico, el más natural, el más satisfactorio. El único que hace posible una interpretación de los hechos humanos. Observe que un acontecimiento no adquiere su luz y su importancia más que después de decenios o tal vez después de siglos. Si encuentro en 637 la entrada de los musulmanes en Jerusalén, esto no me parece más que un pequeño detalle de la expansión militar del Islam. Pero si parte de 1095, cuando se comenzó a predicar la primera cruzada, se abre ante mí el alcance incalculable del acontecimiento. Que los cristianos de Occidente sientan en un determinado momento como ofensa intolerable que el sepulcro de Cristo se halle en manos de los infieles y que de este sentimiento nazca el choque entre el Occidente y el Oriente y el principio de una nueva civilización, he aquí la clave de la importancia decisiva de la entrada de Ornar en Jerusalén. Son necesarios casi cinco siglos para que ese acto arroje sus enormes consecuencias. Si se trata de la historia de la Edad Media al revés, cuando llego al 637 estoy ya en posesión del verdadero significado de aquel hecho, porque ya me he encontrado antes con la entrada de los cruzados en Jerusalén en 1099. Y así con todos los demás hechos. Para comprender el imperialismo romano es necesario primero haber examinado las invasiones de los bárbaros, y sólo después de haber estudiado a Lutero se pueden entender las grandes órdenes monásticas del siglo XIII, como el conocimiento de Buda es necesario para la justa inteligencia de la India brahmánica. Las empresas orientales de Juliano el Apóstata y de Pompeyo deben necesariamente ser expuestas, si se desea, cuando lleguemos a Alejandro Magno, medir el alcance de su marcha a través de Persia. Sin haber narrado la aventura de Napoleón no se comprende nada de la Revolución francesa, y sin la Revolución no es posible tener una idea profunda de Luis XIV y de Luis XI. La última guerra europea es una premisa indispensable para reconstruir la formación de las monarquías nacionales en el cuatrocientos y en el quinientos. El después es lo que explica el antes, y no viceversa. Por eso los historiadores antiguos y modernos no son nada más que cronistas con ojos y genio de topos. Únicamente procediendo al revés, la historia se convertiría en una verdadera ciencia. Ha llegado el momento, en este terreno, de adoptar la regla áurea que ha hecho la fortuna de las ciencias: de lo conocido a lo menos conocido y hacia lo ignorado. Y lo más conocido para nosotros, ¿no es tal vez el tiempo en que vivimos? Ergo, el primer capítulo de toda historia debe estar siempre constituido por las últimas noticias, y el último de toda historia universal bien hecha no puede ser más que el relato de la Creación.
—¿Y cómo se las arregla para aplicar esta marcha inversa a las biografías?
—Magníficamente. Ya se ha dicho que no se puede juzgar a un hombre hasta su último día, y juzgar quiere decir, para un hombre de ciencia, comprender. Para comprender a un gran hombre es preciso referirse, necesariamente, al día de su muerte. La vida de César comienza efectivamente en el día en que fue asesinado. ¿Por qué asesinado? De aquí podemos dirigirnos directamente a sus ambiciones, a sus campañas, a su dictadura. El paso del Rubicón nos abre el camino para comprender su anterior rivalidad con Pompeyo y ésta explica sus simpatías democráticas, que, a su vez, nos dan la llave de sus relaciones con Catilina. Si el párrafo final de la vida de César se refiere a su nacimiento, esto no es nada extraño: que César, según el método de los viejos historiadores, entre en el sepulcro, o penetre, con mi método, en el vientre de la madre, el resultado es el mismo: desde este momento, nacimiento o muerte, César ya no existe.
—¿De modo que su historia… ?
—Mi historia se abre en 1919, con la paz de Versalles, y termina con la narración del primer día de la Creación, cuando, como se lee en el Génesis, “la tierra era soledad y caos, y las tinieblas cubrían el abismo”. Como ve, principio y fin se juntan, diré que casi se funden e identifican. Caos y tinieblas al principio, caos y tinieblas al final. El gran anillo de la historia se cierra.
Después de decir esto, el profesor Killaloe levantó de la rocking chair su larga persona y con una sonrisa hamletiana me invitó a acompañarle en su visita diaria a la Esfinge.
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Thormon el soteriólogo
Luxor, 6 enero
No bastaba con el intérprete de las Pirámides y con el resucitador de las momias: hoy me ha comparecido otro visionario. Se llama Thormon y alardea de ser descendiente de un sacerdote de Ammon-Ra. A mí me ha parecido un aventurero levantino en busca de dinero. Es alto, fuerte, con una cara redonda, color canela, ornada de cicatrices rosadas.
Me ha declarado que su profesión es la soteriología esto es: la ciencia de las liberaciones.
—Todos los pueblos antiguos han creído en la metempsícosis y hoy una gran parte de la India continúa creyendo en ella. Y los primitivos, más cercanos que nosotros a la verdad revelada, no hacen distinción entre hombres y animales: un hombre, según ellos, puede transformarse en un animal y un animal en hombre. Si África conoce los hombres-tigres, Europa conoce los hombres-lobos. Por otra parte los psicólogos, los zoólogos, los ganaderos y los domadores han reconocido en la mayoría de los animales rastros de inteligencia humana. El famoso experimento de los caballos de Elberfeld y las investigaciones de Koehler sobre los monos, han puesto para siempre en claro que la psicología animal no es muy diferente de la humana: confirmación decisiva de la teoría que ve en los brutos reencarnaciones de almas humanas.
»Si la metempsícosis es cierta, debemos admitir que en la mayor parte de los animales se halla prisionero el espíritu de un hombre. Y se impone a nuestra conciencia moral la pregunta: ¿cómo libertar a tantos espíritus encarcelados? ¿De qué manera se puede devolver a estos hombres reaparecidos en forma de bestia, su antigua forma?
»Ante esta obra de redención palidecen los demás ideales humanos. Aquí están nuestros semejantes que sufren la esclavitud del hambre y del trabajo, pero son al menos hombres. Pueden hablar, amar, y sobre todo poseen las manos, estos milagrosos instrumentos que ninguna máquina conseguirá igualar. ¡Piense qué torturas sufriría si su alma, después de la muerte, se viese encerrada en la envoltura peluda de un oso o dentro de las escamas de una serpiente! ¡Pensar y desear como una criatura humana y tener que vivir como un bruto, sin ni siquiera el consuelo del lenguaje, de la risa, de la piedad de los demás!
»Hace veinte años que me vengo dedicando a la investigación del secreto para la retrocesión del animal en hombre. Los antiguos no nos han dejado solamente el recuerdo de la metamorfosis de un hombre en bestia, sino también de bestias en hombres. Desgraciadamente, no insistieron sobre los métodos usados para obtener esta transformación. Únicamente Homero y Apuleyo proporcionan algunos datos, pero nada más que datos. Circe, en la Odisea, unge a los compañeros de Ulises con un bálsamo, a fin de que se conviertan de cerdos en griegos; y el asno de Apuleyo se convierte en hombre después de haber comido un ramo de rosas. Pero, sin embargo, la tradición no nos ha transmitido la receta del filtro de Circe, y por muchas mixturas que he ensayado con los cerdos, éstos han continuado siendo cerdos. Muchas veces he obligado a los asnos a comer rosas, pero sin resultado: o en aquellos asnos no había escondido ningún hombre o aquella especie de rosas hoy se ha extinguido.
»Un hombre de ciencia inglés, el señor Wells, aconseja la educación directa, como la practicaba el doctor Moreau. He ensayado también este procedimiento, pero con los mismos resultados: parece que al cabo de algún tiempo, los brutos recuperaban su conciencia de hombres, pero después de una breve remisión recaen en la pura animalidad. El camino no es ése: hace falta un reactivo externo, de efecto inmediato.
»Pero la causa principal por la que no he llegado todavía a conseguir nada es mi pobreza. He obtenido ya, en teoría, dos fórmulas que considero infalibles, pero para llevarlas a la práctica son precisos largos meses de trabajo y, sobre todo, sustancias minerales y vegetales difíciles de encontrar, y por esta causa, carísimas.
»Usted es un hombre de corazón y no puede mostrarse insensible a la diaria desesperación de tantos millones de hermanos nuestros recluidos bajo la cáscara animal en todas partes de la tierra. Usted es rico y puede ayudarme. Un día se escribirá en la historia que, gracias a Gog, se fundó la Soteriología y que innumerables criaturas le debieron la liberación y el recuperar su dignidad.
Como comprendí que tenía que habérmelas con un charlatán, me guardé las observaciones que podía oponer fácilmente a aquella insulsa fantasía. Pero no pude librarme del libertador con menos de tres libras esterlinas.
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El caníbal arrepentido
Dakar, 28 enero
El viejo Nsumbu, que he tomado conmigo para que me haga compañía, es demasiado melancólico. No creía que un negro pudiese dejarse dominar por los remordimientos hasta ese punto. A fuerza de arrepentimiento se hace insoportable.
Nsumbu tiene setenta y cinco años y creció cuando en su tribu florecía, todavía sin escrúpulos ni restricciones, la difamada práctica de la antropofagia. Durante cuarenta años seguidos Nsumbu comió de todo, pero lo más frecuentemente que podía, carne humana, blanca o negra, como fuese.
Mas las aldeas de su tribu fueron comprendidas en una de las nuevas colonias europeas a fines del pasado siglo y el canibalismo ha sido ferozmente reprimido: fueron muertos todos los sospechosos de haber matado. Han resultado igualmente cadáveres, pero no ha sido posible comérselos.
Nsumbu vegetó modestamente durante esta época de reacción. Los extranjeros le habían arrancado brutalmente el mejor alimento de su mesa. Nsumbu se puso triste, pero, por miedo, no quiso recurrir al contrabando para procurarse, a espaldas de la ley, el alimento preferido. Debe a esta cautela el estar todavía vivo y ser casi célebre, como uno de los veteranos de la antropofagia en esta parte de África. Los forasteros que se hallan de paso le hacen hablar y le obsequian con un poco de dinero.
Pensé tomarlo conmigo para tener, en los momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario. La gente que habla siempre de cuadros, de bailes, de beneficencia y de problemas industriales me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta años de canibalismo legal, por lo menos trescientos de sus semejantes, debería tener indudablemente una conversación infinitamente más apetitosa que un clergyman, un boss o un asceta. Pero he sufrido una desilusión.
A mí, que detesto a los hombres en general, el sencillo aspecto de un antropófago me hace el efecto de un tónico. Mirando a Nsumbu pensaba, con sarcástica satisfacción, que aquel vientre arrugado de viejo había sido el sepulcro de una multitud de hombres iguales en número al de los héroes de las Termópilas. Si cada uno de nosotros, en el curso de su vida, consumiese un número igual de sus semejantes, las teorías de Malthus serían económicas y prácticamente confutables. Trescientos hombres representan siempre más de doscientos quintales de carne sabrosa y sana.
Nsumbu no tenía nada que decir contra la calidad del hombre considerado como alimento.
—No todos los hombres —me decía— son igualmente digeribles, pero el sabor es casi siempre agradable y delicado. Podemos jactamos, entre otras superioridades de la especie humana, de que nuestra carne es mejor que la de cualquier otro animal. Y es, además, en suma, más nutritiva. Después de haber comido una buena ración de enemigo asado podía resistir el ayuno, aun trabajando, durante un par de días. Hay quien prefiere las mujeres; otros, los niños. Por mi cuenta he apreciada siempre a los hombres hechos y me han sentado muy bien. Comiendo un animal, como usted sabe, se adquieren también sus cualidades. Para ser valiente se comen corazones de león; para ser astuto, sesos de lobo. Cebándome con hombres maduros me enriquecí en fuerza y sabiduría y he podido vivir hasta esta edad.
»Pero la carne humana, al fin, acaba por aburrir. Su bondad nos disgusta de toda otra carne, pero luego, a su vez, se nos hace poco sabrosa. ¡Siempre aquel sabor dulzón, aquellas manos que tal vez nos han acariciado, aquel corazón que habíamos sentido latir!
»Y después hay el peligro del alma. A fuerza de comer tantos hombres, alguna acaba por permanecer dentro de nosotros. Y entonces se venga. A mí me parece que me han quedado cuatro o cinco que me atormentan, ahora una, ahora otra, y algunas veces todas juntas. La más potente es, creo yo, el alma de un blanco misericordioso que durante muchos años me ha torturado con la tentación de la piedad. Y, ahora que soy viejo, probablemente esta alma ha adquirido la supremacía. No puedo recordar sin náuseas los fastuosos banquetes de victoria de mi juventud, cuando la tribu había hecho una buena caza y había en la aldea presas vivientes para hartarme durante una semana. Me vienen algunas’ veces a la memoria, con mordiscos de reprobación, algunos rostros desesperados de víctimas que esperaban la muerte, atadas en la tienda del sacrificio, ante nuestras bocas aulladoras y hambrientas. Los misioneros tienen razón: comerse a nuestros semejantes, provistos de alma como nosotros, es un pecado. La carne humana es el más apetitoso de los manjares y precisamente por esto es más meritorio el ayunar de ella. A vosotros, los blancos, que os abstenéis, el Amo del Cielo os ha dado en recompensa el dominio de toda la tierra.
Temo que Nsumbu haya caldo en la imbecilidad a causa de sus años. Con gran estupefacción de mi cocinero no come ahora más que legumbres y fruta. La civilización le ha corrompido, le ha hecho volver humanitario y vegetariano. Creo que me veré obligado a licenciarle en el primer puerto en que hagamos escala.
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