Ítalo Costa Gómez
Creo que llega un momento en la vida en la que todos debemos acudir a terapia. La ayuda de un psicólogo llega convertirse en algo necesario para poder sobrellevar los tiempos y sus cambios constantes con elegancia, alegría y arte. Llega a ser indispensable al igual que un dentista que nos cura la muela o un kinesiólogo que alivia los dolores musculares con una buena amasada corporal.
[Oigan, hablando de eso, qué jodido eso de que venga un profesional de la sobada y pla pla pla te agarre a palmazos y tú no puedas hacer nada cochinin, ¿no?. Solo quedarte ahí calato bajo una toalla. Me aloco. Ese tipo de ayuda profesional no la tomo ni por joder eh… Me sentiría como que «muy necesitadito» or something. Ay no, me muero. Prefiero que me duela la columna, qué me importa, hago yoga… me pepeo, por último]
Hace un par de años atrás un amigo psicólogo me ofreció su ayuda. Le había comentado que no podía dormir bien, que se me complicaba conciliar el sueño y dormir rico durante varias horas seguidas y él propuso darme una mano, meterme mi apoyón, hacerme ver la luz.
Cuenta la historia que empezamos a vernos una vez a la semana. No me pedía detalles de mi vida personal. En realidad no fue como lo esperaba. Él no me preguntaba casi nada. Me escuchaba y me hacía sentir tranquilo. Hablábamos sobre lo que yo quería hablar. Intervino cuando debió.
– Tienes buena memoria. Recuerdas con claridad los hechos y los amoldas de forma tal en la que te gusten más y eso me parece inteligente.
– Me ayudan mucho mis agendas. Tengo una especie de diario anual desde el año 1999. Todo lo que me ha pasado está escrito ahí. Lo bueno y lo malo. A veces no las agarro porque me da mucha pena recordar ciertas cosas.
La cara se le iluminó. De pronto su mirada se dirigió a mí con otra tonalidad. Había dejado su nivel pasivo y había llegado el momento que él estaba aguardado: cambiar algunas cosas; ayudarme.
– Ese podría ser un gran proyecto, Ítalo. Limpiarte. Podrías tomar todas tus agendas y «ordenar» todo desde dentro. Empieza por la primera. La de 1999. Página por página. Lee todo lo que has escrito. Si te gusta corta la hoja y sepárala. Si lo que está plasmado ahí te causa dolor, entonces rómpela. Deja ir esos momentos feos. Libéralos. Puedes hacerlo cada noche como buscando el sueño. Por más interesado que estés en el trabajo, tarde o temprano te cansarás y dormirás como un bebé.
Menudo esfuerzo el propuesto por mi querido Orlando. Deshacerme de mis momentos tristes o, mejor dicho, separarlos. Sí podría encontrarles un sentido que no me lastimara se quedaban y si no al fuego. Acepté.
Empecé esa misma noche con mi amarilla agenda 99.
[Enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, setiembre, octubre, noviembre, diciembre. 2000. Enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, setiembre, octubre, noviembre, diciembre, 2001. Enero…]
Los momentos lindos los recortaba y los ponía en un fólder. “Lo mejor de 1999”, “Lo mejor del 2000”, “Lo mejor del 2001”- Cada año quedó más lindo y las páginas las mandaba a empastar apenas terminaba cada uno. Las hojas que estaban llenas de recriminaciones, confusión y dolor las arrancaba con ira y las hacia mil pedazos. Había noches en las que lloraba hasta quedarme dormido. Noche tras noche.
Debe ser el trabajo más liberador que haya hecho en los últimos años. Ese famoso proyecto propuesto por un «psicoloco» marcó el fin de una era. Empecé a transformar mis momentos pasados en algo absolutamente positivo y aferrarme a ellos de forma saludable (y así puedo escribirles cada día). Lo demás se hizo cenizas.
Ir a terapia nunca es mala idea. Como podrán ver yo quedé perfectamente cuerdo (kind of). En mi experiencia personal me hizo matar dos pájaros de un solo tiro. Y además, bien sabemos, de acuerdo a la experiencia, que tan solo se odia lo queridoooooo.
*Ese no era el final que tenía planeado. Qué importa. Está bonito.