Una copa de coñac y una rosa

Francisco José Segovia Ramos

 

 

 

 

 

Es la fría madrugada de un 19 de enero. Alguien se acerca hasta la tumba del escritor y poeta. Deposita sobre ella una copa llena de coñac y una rosa fresca. Un vientecillo arrastra unas hojas muertas y las pega a la lápida desgastada por los años. La tierra se remueve ligeramente. “Felicidades”, musita el recién llegado. El suelo bajo la lápida se estremece y aparece una mano blanca y trémula y, después, casi como si la tierra fuese solo una liviana capa de satén, aparece el resto del cuerpo del hombre. Se pone de pie, y mira al visitante. Su rostro enjuto, con un pequeño bigote y un cabello largo y oscuro dividido por una raya a la izquierda, es la viva muestra de la estupefacción.

“Felicidades”, repite el hombre, mientras se alisa el traje. “El resto de invitados están esperándote”. El escritor-poeta sonríe brevemente, ahora que ha comprendido. Un cuervo se posa sobre el álamo cercano y grazna, “Siempre, Siempre jamás”. Aparece una mujer muy joven, morena y de rostro infantil y blanco como la luna, y toma la mano de su amado muerto. “Siempre, Siempre jamás”, le dice al oído mientras besa su mejilla.

En la distancia se acercan varias personas más, que se confunden con el paisaje, como si fueran mera sustancia, éter que toma forma y que está a una vibración de convertirse otra vez en recuerdo. Auguste Lupin gira la cabeza y los señala a todos, mientras los presenta uno a uno.

El homenajeado escritor los va saludando. A su lado, Virginia Clemm no deja de acariciar las manos de su esposo y primo. Allí están, entre otros muchos; Berenice y Ligeia, Arthur Gordon Pym, Valdemar… y Annabel Lee.

“Siempre, Siempre jamás”, grazna el cuervo mientras vuela sobre las cabezas del grupo que celebra un cumpleaños especial en el cementerio de Baltimore.

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