Agresor

Lucas Berruezo

 

 

 

Cuarentena: Día 2

–¡Esto está para chuparse los dedos!

Facundo llegó a la mesa con una bandeja en la que había distribuido dos tiras de asado, dos morcillas y dos chorizos. Romina sonrió, ya sentada, con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra.

–Tenía que venir una pandemia para que me decidiera a usar la parrilla –Facundo rio y puso una porción de cada variedad en el plato de Romina.

Los platos tenían ya su parte de ensalada de lechuga y tomate, aunque en medio de la mesa descansaba un enorme fuentón con más. A Facundo le encantaba la ensalada, y la comía en proporciones industriales. Por esto mismo Romina sabía que, por más que hiciera una barbaridad, nunca se iba a pasar de la raya.

Facundo se sentó en su lugar y, tras llenar también su plato con carne, dejó la bandeja vacía a un lado y levantó su copa con vino tinto.

–Brindemos –dijo, y esperó a que Romina alzara su copa–. Por esta cuarentena, que nos deja a los dos juntos, sin que nadie nos moleste.

Romina volvió a sonreír y ambos chocaros sus copas.

–Te amo –dijo Facundo.
–Te amo –respondió Romina, y tomó un sorbo de vino.

***

Esa noche hicieron el amor. Facundo fue dulce, atento, increíble. Sentirlo encima y adentro le dio a Romina una sensación de paz y seguridad que hacía tiempo, años por lo menos, no sentía, y si bien no tuvo un orgasmo, no le importó. No siempre lo tenía, pero al menos esa vez había tenido algo más. Mucho más.

Facundo se durmió primero, con la respiración un poco alterada y el pecho cubierto por una capa de sudor que, gracias al ventilador, pronto desaparecería. Romina se acomodó en el hueco que quedaba entre el brazo y el torso de su pareja y sintió ese corazón acelerado, esa respiración que volvía a su estado de reposo. Facundo ya dormía, pero ella no. Ella no quería dormir. Todavía no. Quería disfrutar de ese momento, saborearlo. Quería sentir que no había nada más que eso, que su pasado nunca había existido, que el futuro era una gran promesa. Que la vida, en definitiva, era algo bueno.

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Cuarentena: Día 4

22.10 hs.

¿Estás bien, nena?
Sí, ¿por qué me preguntás eso?
Sabés por qué te lo pregunto. ¿Te pegó?
Nooooo. Tranqui, está todo bien.
Si te llega a hacer algo, avísame. Me importa tres carajos la cuarentena, te voy a buscar y te venís para acá. ¿Me entendiste?
Sí, tranquila. Estamos bien. Él está bien. Todo lo que está pasando lo cambió. Ahora está más tranquilo que nunca. En serio. Todo lo que pasó, pasó. Se terminó.
Nunca se termina, y vos tendrías que saberlo más que nadie. Manteneme al tanto. Y escribime todos los días. Varias veces al día. ¿Está claro?

***

¿Con quién hablás? –preguntó Facundo, asomado a la puerta de la habitación.

Romina pegó un salto e instintivamente inclinó el celular con el fin de que no se viera la pantalla.

Con mi hermana –respondió–. Quería saber cómo estábamos.

Facundo la miró, en silencio. Finalmente, preguntó:

¿Cómo estábamos o cómo estabas?

Romina sonrió.

Cómo estábamos, amor. Ella se preocupa por los dos.

Facundo hizo una mueca y siguió por donde venía. A los segundos, Romina escuchó que se cerraba la puerta del baño. Recién entonces se animó a levantar de nuevo el celular. Lo primero que hizo fue borrar la conversación con su hermana (no toda, ya que sería sospechoso que no tuviera nada, sino sólo la parte en la que hablaban de Facundo). Lo segundo, dejar el celular lejos, sobre la mesita de luz, antes de irse de la habitación. Cuando Facundo saliera del baño, vería que a ella no le interesaba tener el celular encima.

Eso era bueno.

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Cuarentena: Día 6

Romina se conectó a las siete y veinte de la mañana. Si bien ya no tenía que dar clases y nadie iba a notar si empezaba a trabajar más tarde, prefería mantener su rutina de trabajo intacta. Era profesora de Historia, y la cuarentena la había obligado a una paradoja: tenía que usar el futuro (plataformas virtuales, mails y grupos de WhatsApp) para enseñar el pasado. De cualquier manera, la pasaba bien. Se había adaptado, y se movía con comodidad en ese mundo de clases virtuales y trabajos en formatos .DOC y .PDF. Además, trabajar le permitía pensar en otras cosas… El pasado que encontraba en la historia la distraía del pasado de su propia vida, que constantemente amenazaba con volverse presente, una vez más…

Facundo estaba irascible. Desde hacía días que no sonreía y parecía que estaba siempre buscando una razón para enojarse. Esa promesa idílica de una cuarentena juntos semejante a una luna de miel se había evaporado como se evaporaba el agua en un tarro puesto al fuego: despacio y sin pausa. Para colmo, su hermana no hacía otra cosa que escribirle. Le mandaba mensajes al menos tres veces por día. «Para saber si estás viva», decía siempre, y si bien ella le respondía con un «Jajajajaja», sabía que no lo decía a modo de broma. A ninguna de las dos le causaba la menor gracia.

Cada vez que la veía con el celular, Facundo resoplaba. Él, que pasaba la mayor parte del día con el suyo en la mano. Hasta el momento, no le había pedido ver con quién hablaba, y eso era bueno. Mostraba que se estaba esforzando, que se estaba tomando en serio sus promesas. Habían quedado atrás los tiempos en que revisaba sus chats y sus fotos, en que incluso llegó a arrancarle el celular de la mano para ver con quién hablaba «antes de que borrara todo». Ella sabía que lo había hecho por inseguro, como un chico que lleva los machetes a una prueba a pesar de haber estudiado. Ese era Facundo, un chico que dudaba de todo y de todos porque dudaba de sí mismo. Por eso ella se esforzaba tanto para que Facundo se sintiera seguro, para que confiara. Nunca lo había engañado y nunca lo haría, por lo que no le molestaba que, cada tanto, agarrara su celular. No tenía nada que ocultar y si eso le hacía bien a él, le hacía bien a ella, a pesar de lo que dijera su hermana. Su hermana… Con su pareja perfecta. Su hermana, que se metía en todo.

Miró por arriba de su hombro y no vio a Facundo. Él también se despertaba temprano, pero no para trabajar, sino para hacer su rutina de la mañana. Era profesor en un gimnasio y si bien había pensado en la posibilidad de hacer clases por video llamadas, todavía no había hecho ninguna. No sabía si le iban a pagar el sueldo cuando comenzara el próximo mes, y eso era algo que contribuía a su malestar. Ella sabía que su propio sueldo no peligraba: los padres no dejarían de pagar las cuotas del colegio de sus hijos. Pero los gimnasios… Eso sí que era una incógnita. Con lo que ella ganara podrían pagar los impuestos y comprar lo imprescindible para no morir de hambre, pero eso no lo hacía sentir mejor a él. Estaba enojado con la vida y con el dueño del gimnasio porque le había dicho que «si los clientes no pagaban, él no podía pagarles a los profesores».

Romina se paró y se acercó a la entrada del pasillo que llevaba a la habitación donde Facundo entrenaba. Se escuchaba música de los 80, la que siempre usaba para motivarse. Definitivamente estaba entrenando. Caminó entonces hasta la mesita que estaba a un lado de la puerta de entrada y agarró su celular. Tenía dos nuevos mensajes. Miró de nuevo hacia el pasillo. Facundo seguía en la habitación. Recién entonces entró al WhatsApp y vio que los mensajes pertenecían al grupo de su escuela: una profesora preguntaba sobre cómo usar la plataforma para dar clases virtuales. Romina volvió a dejar el celular en la mesita y regresó a su computadora.

Siguió trabajando, desentendida de todo lo que la rodeaba.

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Cuarentena: Día 8

Facundo estaba cocinando. Decía que ahora que no podía salir a correr o a andar en bicicleta («pedalear» era la palabra que usaba), la cocina era «lo único que lo bajaba». Romina lo dejaba hacer. Todos salían ganando: él estaba entretenido por un tiempo y ella tenía tiempo para leer. Había empezado con Manuel Gálvez, un autor que tenía pendiente desde hacía mucho tiempo. Y así estaba, tirada en el sillón de dos cuerpos, con Los caminos de la muerte, el primer tomo de la trilogía dedicada a la Guerra del Paraguay, cuando sintió que su celular vibraba.

Romina dejó el libro a un costado y se acercó a su teléfono, que descansaba, como siempre, sobre la mesita, al costado de la puerta de entrada a la casa. Tenía un mensaje de WhatsApp. Seguro de su hermana, se dijo, pero cuando entró a la aplicación vio que no era de ella, sino de Jorge, un compañero del colegio, profesor también de Historia. Le preguntaba cómo andaba, que cómo la trataba la cuarentena. Romina miró hacia la cocina y, si bien no veía desde donde estaba a Facundo, sí podía escucharlo cocinar. Entonces respondió con toda la velocidad que pudo:

Bien. Tranquila y en cuarentena. ¿Vos?

Dejó el celular sobre la mesita y volvió al sillón. No quería quedarse con el teléfono encima, no fuera que Facundo la viera. Lo mejor era responder y seguir con lo que estaba haciendo. De esa manera lograba dos cosas: una, que Facundo no la viera en el caso de que apareciera de golpe en el comedor; y dos, que Jorge se aburriera y dejara de escribirle. Con esa técnica no sólo había logrado que algunos de sus compañeros perdieran el interés en ella (lo que agradecía, con toda honestidad), sino que varias de sus compañeras o amigas (si podía llamarlas así) dejaran de molestarla. No le gustaba hablar por WhatsApp y mucho menos estar, como estaban todos, con el teléfono constantemente encima, así que no sólo no le molestaba tomar esas medidas de precaución, sino que incluso las deseaba y agradecía.

El teléfono vibró prácticamente al instante, pero Romina no se paró en seguida, sino que esperó un buen rato, mientras fingía que leía (la verdad era que no podía concentrarse) y escuchaba cómo Facundo seguía en la cocina, moviendo sartenes, lavando cosas y abriendo latas de cerveza.

Después de un rato, se acercó al celular y leyó los mensajes. Jorge le había mandado varios, todos intentos de armar una conversación. Como respuesta, Romina le mandó un emoticón, que no sabía si aplicaba a todo lo que su compañero le había dicho. De cualquier manera, era la mejor forma de dar por terminada una conversación sin quedar como una maleducada. Si Jorge entendía, iba a dejar de remarla. Y si Facundo aparecía, ella no estaría con el celular. Todos saldrían ganando.

Borró la conversación con su compañero y volvió al sillón. La Guerra del Paraguay la esperaba.

***

–¿Con quién hablabas recién? –preguntó Facundo, al tiempo que se metía una porción de tarta de verduras en la boca.

Romina se tensó en el lugar.

–¿Qué?
–¿Con quien hablabas recién, mientras cocinaba? Te vi que fuiste dos veces a ver el celular. Y vi que escribías algo.

Romina sonrió, con una nerviosidad que esperó (deseó) que no se notara.

–Ahhhhhhhh –dijo–. Sí, mi hermana me escribió… De nuevo. Está re pesada con esto de la cuarentena.

Facundo la miraba, sin decir nada. Cada tanto, comía un nuevo pedazo de tarta y le daba un sorbo a la lata de cerveza que tenía sobre la mesa.

–Le dije que estábamos bien –siguió Romina–, que dejara de escribirme todo el tiempo.
–¿Tu hermana? ¿Estás segura?

Romina sintió que un frío le recorría la espalda.

–Sí, Facu. Mi hermana. ¿Por qué preguntás?
–Por nada, amor –respondió Facundo–. Por nada –y comió un nuevo pedazo de tarta.

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Cuarentena: Día 9

Romina se levantó a las seis y media de la mañana, como todos los días. Desayunaría un café con leche con tostadas con queso crema y se conectaría a las siete y veinte. Estaría conectada hasta las dos de la tarde, respondiendo mensajes de los alumnos y corrigiendo trabajos. La cuarentena le había permitido quedarse en su casa, pero no había alivianado su trabajo para nada. De hecho, estaba segura de que trabajaba más que antes. Mucho más.

A lo largo de la mañana se había parado varias veces: una para hacerse otro café con leche y otras para ver su celular. El grupo de su colegio tenía decenas de mensajes, todos memes sobre la pandemia. Su hermana también le había escrito varias veces, y en todas le preguntaba si estaba bien. A ella le respondió, brevemente. Jorge no se quedó atrás, con varios mensajes en los que intentaba, una vez más, un inicio de conversación. Al parecer, el pibe no se daba por vencido. A él no le respondió. De hecho, ni siquiera entró al chat, para que no le saltara el visto. Esperaba que con eso se cansara.

Dejó el celular en la mesita y volvió a la computadora. El resto de la mañana se le fue entre corrección y corrección.

***

Después de una siesta se pegó una ducha. Mientras estaba bajo el chorro de agua tibia, Romina se preguntó cómo iba a hacer para volver a la normalidad, una vez que la cuarentena terminara. Ahora la estaba pasando mal, pero estaba segura de que después iba a extrañar las siestas y el hecho de poder trabajar en ropa de dormir. El ser humano siempre hacía lo mismo, sufría por el presente y extrañaba el pasado, sin importar lo bueno del presente o lo malo del pasado. A lo mejor por eso había decidido estudiar Historia.

Perdida en esos pensamientos no escuchó que la puerta se abría. Tampoco escuchó a Facundo, que entraba al baño con su celular en la mano. Por eso, cuando la cortina se corrió de golpe, Romina no pudo evitar pegar un grito.

–¿Quién mierda es Jorge? –preguntó Facundo.

Romina lo miró. Vio su cara desencajada, vio el celular en su mano, pero más que nada vio cómo apretaba los dientes. Supo, entonces, que nada de lo que dijera iba a servir. Nada.

De cualquier manera, habló. Hubiese deseado no tartamudear tanto. Hubiese deseado hablar con normalidad.

–Un compañero de trabajo. ¿Por qué?

Facundo se mantuvo en silencio. En todo ese momento no dejó de mirar a Romina a los ojos, como si no estuviese desnuda y mojada, recibiendo el chorro de agua de la ducha.

Facundo bajó el celular y, por un momento, Romina creyó que todo había terminado, que todo había sido un malentendido, que Facundo había recordado su promesa, la que le había hecho con lágrimas en los ojos, en la que le había asegurado que nunca la iba a volver a lastimar. Por eso, por creer en todo eso, Romina no reaccionó ante el golpe.

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Cuarentena: Día 10

10.54 hs.

–Boluda, la puta que te parió, contestame.

11.22 hs.

Hace un día entero que no me respondés.

13.40 hs.

Si no me respondés, te juro que voy a la policía.

13.53 hs.

Romina, la puta madre. ¡Respondé!

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