Pablo Palacio: El hombre que vivió a puntapiés

José Luis Barrera

 

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Quito a principios del siglo veinte era una ciudad de cielo encapotado y opaco, cuya temperatura rara vez superaba los diecisiete grados Celsius. Cubierta por una muralla de gigantescas montañas y ahogada por torrenciales aguaceros, la ciudad obligaba a sus habitantes a guarecerse dentro de casas e iglesias que, a diferencia de los humanos, se reproducían con una procacidad muy distante del equilibrio malthusiano.

Acoquinada por la ferocidad de la naturaleza, la gente hacía su vida escondiendo sus instintos con celo terrible, ya que las orejas de las beatas tenían una sensibilidad sobrehumana y sus chismes siempre iban a dar de bruces sobre las piedras de alguna iglesia, alimentando el sermón dominical del cura de turno.

Quito, y acaso la sierra ecuatoriana en general, era un búnker. Sí, llegaban ideas y libros desde Europa, especialmente desde Francia, pero con una lentitud que hubiera maravillado a la tortuga que derrotó a Aquiles.

Las noticias del octubre ruso y de las luchas posteriores a la Primera Guerra Mundial en Alemania e Italia, hacían que jóvenes de clase media se plantearan la posibilidad de importar la revolución a esa tierra que se jactaba de ser la “luz de América” por una independencia de España que hasta ahora nadie se ha puesto de acuerdo si fue tal.

Eran los años veinte y hasta entonces solo habían existido en Ecuador dos fuerzas creadoras y destructoras: el conservadurismo y el liberalismo. Con menor virulencia que en Colombia, ambos se disputaban a fuego y sangre el poder hasta que la irrupción de un tercer actor, el socialismo, hizo que arrancara una era distinta. La misma que llegó al clímax cuando en los años treinta el cisma del nuevo partido dio a luz al comunismo.

La política era tan importante que en Quito la población se dividía entre los que trabajan para el gobierno y los que lo hacían en su contra.

Intelectuales jóvenes y viejos se hundieron entonces hasta el cuello en uno y otro bando, llevándose consigo sus obras de arte para encorsetarlas con ideologías.

Es con este telón de fondo que llegó a la ciudad un joven de rostro alargado, quijada puntiaguda y expresión que siempre parecía sorprendida. Su coartada era emprender una carrera, Medicina o Derecho, en la Universidad Central del Ecuador, pero su agenda secreta era la escritura. Pablo Palacio se llamaba este hombre con cara de profeta loco y el año era 1923.

Como sucede a menudo, los mejores escritores de una ciudad han nacido en otra y él arribaba a Quito luego de una larguísima trashumancia desde la más meridional de las capitales ecuatorianas de provincia: Loja.

Con nariz tan aguileña que parecía apuntar al suelo como admonición recordatoria de que los humanos venimos del polvo, este personaje llegó cargando un currículo escritural compuesto por premios locales, el primero de los cuales lo ganó cuando aún era adolescente.

Quito, una capital que por aquel tiempo perfectamente podía pasar por pueblo de provincia, lo recibió bien. A través de la universidad entabló amistad con escritores que, aún muy cercanos al Modernismo, lo introdujeron en los círculos que se formaban alrededor de revistas como “América” y “Esfinge”, pero pronto se separaría de ellos porque su convicción socialista, partido al que se había vinculado en 1925, lo impulsaba a buscar algo más que una literatura delicada y preciosista.

Palacio creía que el arte estaba destinado a reflejar la realidad y también el inconsciente, debía ser un retrato tan completo que asqueara. De todas maneras, y es aquí donde se originó el conflicto con artistas militantes del Partido Comunista, su objetivo no era la catequización de las masas, sino constituirse en un revulsivo que, como nux – vomica, impulsase al lector a reflexionar sobre el mundo, “su” mundo.

Los cuentos de Palacio no son un retrato ingenuo del cholo, del indio o del montubio, sino que, enfocándose en los opresivos e hipócritas ambientes urbanos, desnudan las pequeñeces de la clase media. Hay ecos kafkianos y sobre todo vanguardistas al estilo de Dada o del Surrealismo.

De la pluma de Palacio brotan las moscas, mientras hombres mueren a puntapiés y “flappers” provincianas mueren al son de pasillos tristísimos por falta de jazz. Sus criaturas huyen sobre líneas de ferrocarriles recién construidas para ocultar embarazos que resultaron de la desnudez descarada de un pezón rosa.

En una palabra: escándalo.

Escándalo para una sociedad ecuatoriana que, comunista o conservadora, iba a misa todos los domingos y hacía el amor a oscuras para no ver ni un solo milímetro de la piel amada.

Palacio se convirtió por ello en una celebridad y en los años treinta, gracias a Benjamín Carrión, se instaló en el “Mapa de América”, libro publicado en Madrid (Sociedad General Española de Librería, 1930), con prólogo de Ramón Gómez de la Serna. Así, al lado de talentos como Jaime Torres de Bodet y Mariátegui, pasaba a formar parte de una vanguardia latinoamericana empeñada en dar nuevos bríos a lo ya conseguido en Europa.

Al finalizar esta década, finalmente se casa. Su esposa, Carmen Palacios, era la estrella femenina del mundillo intelectual capitalino y el compromiso llevaba años a la espera de su consumación, pero un enemigo tan silencioso como implacable lo había retrasado. Era la locura.

Poco a poco, las primeras señales de la demencia producto de la sífilis empezaban a irrumpir en la vida del escritor, ahora más interesado en el ejercicio del Derecho y el estudio de la Filosofía que en la ficción.

Sus episodios de locura a veces se manifestaban en forma de ataques depresivos. Pese a eso, se las arregló para mantenerse vigente escribiendo ensayos, traduciendo, desde sus versiones francesas, obras clásicas de la filosofía griega y hasta impartiendo clases en varias facultades de la Universidad Central.

Como uno de sus propios personajes, sin embargo, llegó a engendrar un segundo hijo pocos meses antes de que el mal lo hundiese definitivamente en el delirio. Ya sin razón se trasladó a Guayaquil para ser tratado en una clínica especializada.

Siete años demenciales transcurrieron para que la voz más poderosa de la vanguardia ecuatoriana, al menos en cuanto a prosa se refiere, finalmente se extinguiese.

Con él se fueron los bríos de esta vertiente literaria, plagada de experimentaciones tanto a nivel técnico como narrativo, donde el principio podía ser el final, el nudo el inicio y en la que los monstruos eran humanos y el inconsciente, el verdadero protagonista de la historia.

Desde los años setenta han existido varios proyectos para exhumar las obras del escritor lojano (destaca la del año 2000 a cargo de la Colección Archivos y la Universidad de Costa Rica). Estos ejercicios forenses, no obstante, pasaron inadvertidos en el seno de una sociedad que se imagina completamente distinta a la de los años veinte.

Sin embargo, aunque el cielo ahora está mucho más despejado que en 1925, los Andes siguen allí inmutables, recordándonos que no podemos huir a ningún sitio, como un cadáver asesinado a puntapiés.

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