En Grand Central Station me senté y lloré (I)

Elizabeth Smart

PRIMERA PARTE

Estoy en una esquina en Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios, que humedezco cada diez minutos, a lo largo de las cinco horas de espera.

Pero es ella, son sus ojos los que se adelantan, de entre los vulgares pasajeros, para tranquilizarme: el autocar no ha traído desastre. Sus ojos de madona, suaves como niños, confiados como quienes ignoran el mal. Y por un momento, ante esa mirada, me siento feliz de renunciar a mi futuro, de aplazar indefinidamente el milagroso incendio. Sus ojos llueven inocencia y sorpresa sobre mí.

¿Y si fuera ella, a fin de cuentas, ella, a quien yo jamás esperé ni imaginé, la destinataria de las enrevesadas estratagemas del azar? Detrás, aparece aquel a quien he esperado tanto tiempo, aquel que insoportablemente ha cruzado a zancadas mis más nocturnos sueños, manoseando con torpeza el equipaje y los billetes, y arrastra los pies hacia el acontecimiento, que la excesiva expectación ha hecho jirones.

Pues a fin de cuentas, ella lo es todo. Nos sentamos en un bar y bebemos café. Él refiere las aventuras compartidas y dice: «Así fue, ¿verdad, cariño?», «Hice bien, ¿no crees, cielo?», y ella sonríe feliz, con una confianza que da miedo.

¿Cómo puede caminar por las calles, tan vulnerable, tan desprevenida, sin que la sigan personas y perros y perpetuas catástrofes? Pero la fe, como una enredadera, se entrelaza sobre ella protegiéndola de las miradas, como los estanques del bosque de Epping. Bien veo que puede cruzar el malévolo mundo sin que nadie la hiera, excepto los que ama. Pero yo la amo, y su silencio es propaganda para la santidad.

En coche recorremos, cantando juntos, la costa californiana, y yo de pies a cabeza renuncio a él sólo para no perturbarla. Salvaje gira la carretera por salientes de las montañas y los acantilados. El Pacífico en espasmos azules alcanza todos los superlativos.

¿Por qué no me arrojo desde este acantilado en el que enferma de luna paso horas acostada?

Sé que estos días me ofrecen asesinato como único futuro. No sólo los dedos sigilosos del frío me alejan de la acción, haciéndome aceptar la hipócrita esperanza de que puede haber algún remedio. Como Macbeth, no dejo de recordar que yo soy su anfitriona. Es pues el desayuno de mañana, más que la sangre futura, lo que me ordena una paciencia fatal. La naturaleza, ramera perpetua, distrae con lo inmediato. Semejante falacia vuelve mis ojos huidizos, y surcando la cosquilleante hierba, me arrastro de vuelta a mi cama.

Pasan pues los días de verano: sentados en la costa de California, bebemos café en los escalones de madera de nuestras cabañas.

Cañón arriba, las secuoyas y las hojas del ricino, grandes y carnosas como manos, profetizan desastre por su belleza, demasiado grandiosa. El riachuelo fluye a borbotones, brincando sobre las piedras verdes, formando lagunas donde no se baña nadie, cañón abajo hasta llegar al mar.

Pero el zumaque venenoso crece en el sendero y en todas las orillas, y es imposible entrar siquiera en el húmedo y boscoso valle sin ser envenenado. En el otoño se arrebola de escarlata, a la vez augurando la fatalidad y recordándola.

Entre los cañones se deslizan los cerros ásperos y abruptos hasta los acantilados que aíslan el Pacífico. Pasan del oro a la plata, se vuelven color púrpura, macizo, en la distancia, y se desintegran cuesta abajo en avalanchas de arena.

Junto a las puertas, gigantescas flores crecen por su cuenta: lirios, capuchinas que bajan hasta el riachuelo, rosas, geranios, fucsias, dragones, hortensias. El mar retumba. El torrente se abalanza con estruendo.

Cuando las nutrias abandonan sus juegos bajo el acantilado, aparecen las algas, que amorosas se retuercen sujetando el Pacífico. Hay serpientes de cascabel y viudas negras, y brumas que suben desde el agua. Pero los días dejan un recuerdo de sol, un recuerdo de flores.

El día engaña, pero de noche, nadie está a salvo de alucinaciones. Las leyendas aquí son de vendetta y suicidio, profecías y mensajes sobrenaturales. Antes de que los presidiarios construyeran la carretera, muchas mujeres empujadas por la soledad se arrojaron al océano. Se cuentan innumerables historias sobre los presidiarios: cómo a algunos la costa les volvió locos, mientras que otros, fascinados por ella, cuando hubieron cumplido su pena regresaron para casarse con muchachas del lugar.

Los largos días son un señuelo que aleja cualquier pensamiento, y yacemos como lagartos al sol, aplazando indefinidamente nuestras vidas.

Pero junto a la laguna donde nos bañamos, o en las dunas de la playa, el Comienzo acecha, incómodo, en las afueras del círculo, como una persona impopular a la que mantenemos alejada haciéndole el vacío. El silencio mismo, el mismo hecho de evitar cualquier intimidad entre él y yo —él, que cuando era sólo una palabra bastaba para causarme noches enteras de escalofríos e insomnio— lo hace aún más peligroso.

Nuestra aparente distancia gana fuerza. Impersonal, me recuesto en mi silla y digo: veo la vanidad humana; o me llena de alegría comprobar que hay cierta ternura entre ellos dos; y hasta me irrita que él le deje hacer a ella la mayor parte del trabajo, repantigado mientras ella corta leña para el horno.

Pero no hay vez en que él pase cerca de mí y yo no sienta cada una de las gotas de mi sangre brincar, reclamando su atención. Por mucho que mi mente razone que entre nosotros sólo hay neutralidad, mi corazón sabe que jamás neutralidad alguna estuvo tan llena de pasión. Un día, pasando por el sendero me rozó el pecho, y pensé: ¿le ofende este florecimiento? Y me interné entre las secuoyas rumiando y sonrojándome de rabia de estar tan obviamente marcada por la feminidad, de ser tan vulnerable a una humillación peor que la de Venus por Adonis, puramente en razón de mi sexo, accidental, pero ostensible.

Sé, ay, que él es el hermafrodita cuyo amor espía desde el manzano con un rostro de oro indefinido. Mientras conducimos por la carretera al anochecer, manteniendo una charla impersonal como un debate radiofónico, me dice: «Un chico de ojos verdes y largas pestañas, al que no había visto nunca, me llevó a la trastienda de una imprenta y allí me hizo el amor, y durante dos semanas me aprendí de memoria los números inscritos en las gorras de los revisores de autobús».

«Hay que amar a los seres cualquiera que sea su sexo», contesto, pero retiro a la oscuridad mi silueta estrepitosa, vergonzante, y me enfado con mi cuerpo, incapaz de metamorfosearse en un mozo de imprenta con axilas como cálices.

Después pasan varios días sin que intercambiemos la más mínima metáfora. El desdichado silencio parece marchitarme la lengua en la garganta y las lunas que llegan y se van sin haber sido usadas, y los soles que inútilmente derriten el Pacífico me empujan al llanto y a mi acantilado de vigilia en el extremo de la península. No le hago señas para que se acerque al Comienzo, cuyo advenimiento ciertamente inundará de sangre nuestro mundo, pero lloro ante tamaño derroche de la vida que tengo entre las manos.

Aparece en escorzo su perfil sobre la ventanilla del coche como el gráfico irregular de mi condena, despiadado como un matemático, burlándose de todos mis buenos propósitos. Ninguna hierba de estos cerros me ofrece una medicina natural, pues cuando recorro los senderos, hasta las enredaderas más humildes instigan mi conjura, y el zumaque venenoso me hinca insinuaciones que me atraviesan la suela del zapato.

Desde el recodo donde el cerro le da la espalda al mar para internarse en el secreto, en la humedad de las cosas prohibidas, contemplo desinteresada los instrumentos y el perfil de mi destino. Es la hoja de una guillotina cayendo a cámara lenta, y está claro que ningún milagro puede detener las muertes que se avecinan. Lo compruebo midiendo el tiempo, contemplando equitativamente la apariencia; pero lo veo con la imparcialidad del estadístico que suma y resta millares de muertos.

Cuando su suave sombra, que sin embargo viene, hasta de noche, erizada con todas las armas de la culpa, se proyecta inmensa en los cristales, yo la contemplo —el yo que vibra en la oscuridad continuamente— como desde un palco en un teatro. Me juro invulnerable: sin piedad calibro sus defectos; me pregunto, con lujoso desdén, quién puede caer en semejante trampa.

Pero esa inmensa sombra no es sólo mi única luna, ni es sólo, tan siquiera, mi ruina: el suyo es el advenimiento sigiloso, inocente, de la próxima generación, que a hurtadillas, en una sola noche de júbilo, se desliza, y deja un prado lleno de doncellas lamentándose, cuando su propósito ha dado fruto.

Prescindiendo de los detalles, veo también, no el rostro de un amante, que provocaría en mí coquetería o desconfianza, sino el amable perfil de una muchacha. Y eso me escandaliza, pero al fin me permite entender: me alzo fuera del palco, viril como una cobra, para tomar el mando.

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Una noche me besó en la frente, mientras conducíamos por la carretera de la costa, y ahora, vaya adonde vaya, siento encima de mí, en suspenso como la espada de Damocles, el beso que jamás se dará: mi cabeza está predestinada. Me cogió la mano entre los raídos asientos delanteros del Ford, y estaba oscuro, y yo estaba mirando hacia otro lado, pero ahora esa mano proyecta en todas partes la sombra de un pulpo del que no podré escapar. La dulzura tremenda de aquel instante me sofoca; durante toda la noche galopan sobre mi corazón centauros que me hincan las pezuñas: el veneno se ha infiltrado en mi sangre. Estoy de pie en el borde del acantilado, pero el futuro ya está decidido.

Está escrito. Nada puede escapar. Ni flotando en el agua con algas en el pelo, ni golpeada por las olas contra las inaccesibles rocas, podría deshacer el acontecimiento para el cual no hubo nunca alternativa alguna. ¡Oh afortunada Dafne: te hiciste inmóvil y verde para evitar que te tocara un dios! ¡Afortunada Siringa: elegiste una leyenda en vez de un baño de sangre! Yo no pude elegir. Para mí no hubo cruce de caminos.

Estoy celosa del halcón porque puede alzarse lejos, lejísimos del mundo. Contemplo con apasionada envidia a la gaviota que se arroja en picado: quizá sea su último vuelo. En los bosques, las palomas torcaces arrullan despiadadas mi sentencia. Ellas son mis verdugos: me sentencian en el idioma que conviene al caso, la lengua del amor. Trepo montaña arriba, zafándome de las posesivas nubes que se ciernen sobre el mar, pero el veneno se extiende. Desnuda espero…

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En mi cama me invade la selva; me veo infestada por una horda de deseos: una paloma me picotea el corazón, un gato hurga en la cueva de mi sexo y en mi cabeza ladra una jauría, bajo el látigo de un cazador que ordena a gritos destrucción y estragos, mientras las horas acumulan torturas para poner mi resistencia a prueba. Y si gritase, ¿quién me oiría, entre los coros de ángeles?

Qué lejos queda ya la isla de esos días en los que antaño, al parecer, miré abrirse una flor, conté los pasos del sol, di de comer, si la memoria no me engaña, al sonriente animal a la hora convenida. Estoy acribillada de heridas que tienen ojos, ojos que ven un mundo todo tristeza, ahora y para siempre, panorámico e incurable, y bocas que cuelgan indecibles en el cielo de sangre.

¿Cómo puedo ser buena? ¿Cómo puedo hallar el alivio de los pájaros que día a día construyen su nido? La necesidad no me ofrece alas de terciopelo para salir volando. De veras estoy, y mortalmente, herida por las semillas del amor.

Ella entonces se inclina sobre la laguna y su oscura cabellera mojada cae como la tristeza, como la misericordia, como los velos negros de la piedad. Sentada como una ninfa junto al agua a última hora de la tarde, su patética delgadez cubierta por un amor tan suave tan confiado tan tenaz como los pájaros que continuamente reconstruyen sus nidos continuamente violados. Cuando al escuchar una melodía que le gusta, feliz, junta las manos, me conmueve más de lo que puedo soportar. Ella es el inocente, la víctima propiciatoria de todos los sacrificios. Es la diosa de todas las cosas que el ímpetu de la vida destruye. ¿Por qué tiene las manos tan vacías?

Gime en la noche, con la voz del torrente bajo mi ventana, buscando al niño cuya caricia sintió un día, al que no puede olvidar: el niño que obedeció mejor que ella las leyes de la vida. Pero de día obedece la voz del amor como los afligidos obedecen a su dios, y camina con las pisadas leves de la esperanza, que sólo los ingenuos y los santos conocen. Sus hombros tienen siempre un gesto acongojado, y sus flacos pechos dan lástima, como santuarios de la Virgen saqueados.

¿Cómo puedo hablarle? ¿Cómo reconfortarla? ¿Acaso puedo justificarme ante ella, más de lo que me justifico ante las flores que aplasto con el pie cuando camino por el campo? Y él, solícito, se inclina sobre ella. Atento a la tierna sensibilidad que ella exhala, ¿puede él oír su propio corazón? ¿Hay alguna manera, a cualquier precio, de no ofender al cordero de Dios?

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Bajo la cascada me sorprendió bañándome y me dio algo que no pude rehusar, como no puede la tierra rechazar la lluvia. Luego me besó y se fue a su cabaña.

Absolvedme, recé, en la catedral de las secuoyas, y perdonadme si he pecado. Pero el musgo nuevo me acarició y el agua que corría sobre mis pies me dio su aprobación, y los helechos me reconfortaron: Échate en el suelo con nosotros, pues ahora tú también eres tierra, que nada, salvo el amor, puede sembrar.

Y me acosté sobre las agujas de secuoya y me pareció fluir cañón abajo con el estruendo y el caos del torrente: una felicidad que, como el nacimiento, puede olvidar la sangre y el desgarro. Pues la naturaleza no tiene tiempo para el luto, absorta como está por el mundo que gira, y por muchas devastaciones que la ataquen, cumplirá, en su rito subterráneo, su entera profecía.

La acedera y la paloma me explicaron con dulzura la confirmación y guiaron mi regreso. Cuando salí de los bosques al cerro, llevaba en el pelo agujas de secuoya como guirnaldas nupciales, y el mar y el cielo y el oro de los cerros me sonreían benignos. Júpiter ha poseído a Leda, pensé, y ahora ya nada puede impedir la guerra de Troya. Nacerá una leyenda, pero ¿quién escapará con vida?

Pero la acedera y la paloma torcaz, que sólo se ocupan de las cosas eternas, ¿qué pueden saber de la espinosa sociabilidad humana? ¿Qué saben de cómo las horas de espera, la inacción, el silencio, aprietan la cabeza con una fuerza que sofoca? Las más sencillas frases cotidianas son tortura, y necesito un esfuerzo de Sansón para eludir su mirada, que me atrae como la gravedad.

Como excusa para estar juntos, nos sentamos a la máquina de escribir, fingiendo una colaboración necesaria. Tiene un libro que hay que pasar a máquina, pero las palabras que intento arrancar del teclado expiran en el aire y se disuelven en besos cuyas sustancias químicas son más mortíferas si no estallan. Mis dedos no pueden ser marciales tocando un instrumento hasta tal punto vinculado a él. Entre los papeles siempre inacabados, la máquina se erige como un templo al amor, y si me despierto por la noche y distingo en la oscuridad su silueta, el recuerdo de nuestra peligrosa proximidad me eriza como una descarga eléctrica.

La frustración del pasado aplazamiento no puede contenerse mucho más. Cuelga madura, a punto de estallar a cada instante. La máquina de escribir es culpable de amor, florece de vergüenza, y habla tan alto a mis oídos que temo que comunique su indecencia a las visitas.

Qué estacionaria se ha vuelto la vida, y las horas se alargan hasta lo insoportable. Sentados sobre la hierba de oro del acantilado, el sol se inmiscuye entre nosotros, nos apremia a que hallemos una solución: la buscamos en vano, mientras su urgencia se nos hace insufrible. Nunca antes había yo estado enamorada de la muerte, ni agradecida a las rocas por prometerme una muerte segura. Pero ahora la idea de morir violentamente se me aparece ataviada de una melancolía seductora, y adornada con todos los halagos. Pues no hay belleza en negar el amor, excepto quizá a través de la muerte, y hacia el amor ¿existe algún camino?

Negar el amor, y engañarlo mezquinamente asegurando que lo no consumado será eterno, o que el amor sublimado se eleva hasta lo celestial, es repulsivo, como repulsivo es el rostro del hipócrita si se coloca al lado de la verdad. Si estuviera más lejos del centro del mundo, de todos los mundos, me dejaría embaucar mejor, pero ¿acaso puedo ver la luz de una cerilla mientras estoy ardiendo en los brazos del sol?

No, os digo, abogados míos, mis ángeles de ojos sádicos: esto es el comienzo de mi vida, o el final. Así lo afirmo, apoyada en la mesa del café, y renuncio a mis próximos cincuenta años con una fácil sonrisa. Pero ninguna de las eventualidades que la prudencia o la piedad podrían evocar pone en duda la certidumbre de mi amor, y a fin de cuentas no podemos hacer otra cosa que sentarnos a la mesa sobre la cual nuestras manos se cruzan, escuchando melodías en la gramola, el amor inmenso y simple entre nosotros, sin nada más que decir.

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Cada hora pues, al más ligero ruido, me sobresalto, me levanto creyendo que el techo va a derrumbarse sobre mi cabeza, que oiré tronar el castigo de Dios anunciando que su paciencia ha terminado.

Ella camina con ligereza, como un niño cuyos pies danzarines pisarán gigantescos explosivos. No sabe nada, pero, como los pájaros en otoño, percibe un presagio en el aire. Sus gestos son nerviosos, hay corrientes de aire en todas las habitaciones, pero menos sensata que los pájaros a los que el signo más nimio hace emprender vuelos de tres mil millas, ella no hace otra cosa que mirar vagamente allá lejos, al Pacífico, extrañándose de que el paraíso no tenga, después de todo, una orilla en California.

He aprendido a fumar porque necesito algo a lo que agarrarme. No me atrevo a no tener un cigarrillo en la mano. Si cuando suene la hora del juicio final estoy mirando hacia otro lado, ¿cómo evitaré convertirme en piedra, a menos que pueda recordar algún gesto capaz de devolverme a la simplicidad y a la certeza de la vida cotidiana?

ESO está llegando. El imán de su dedo inminente me eriza los cabellos, el escalofrío de su proximidad desintegra los besos, echa a volar deseos en el aire inconexo. Por la noche, las húmedas manos del ricino me rozan y doy un alarido, creyéndome por fin atrapada. Las nubes cruzan el cielo, pesadas, tubulares. Se agolpan; me aterroriza verlas formar un largo arco iris negro que sale de la montaña y desaparece del otro lado del mar. La Cosa se está acercando. No hay nada que hacer sino agacharse y recibir la cólera de Dios.

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SEGUNDA PARTE

Dios, baja del eucalipto que crece junto a mi ventana y dime quién se ahogará en tanta sangre.

La vi salir de entre los geranios moribundos, vi su cara, que las lágrimas habían vuelto angulosa, sin por ello difuminar su tortura interminable. Su cuerpo se encogía, esperando la herida que oscilaba en suspensión perpetua sobre ella.

Pero todos los velos que protegían mi imaginación contra la verdad que iba a arruinarnos, sus ojos los atravesaban, y me buscaban para desangrarme a mí también en la laguna de la catástrofe inminente, la laguna de lo que estaba a punto de nacer.

¿Es que no hay otra vía para mi libertad que su martirio? Al principio mis ojos registraban lo que veían, pero no le atribuían sentido. Estaba incomunicada con la angustia. Había cortado todos los cables del entendimiento: sólo así podía funcionar como una persona normal, y caminar entre escombros sin notar siquiera su presencia.

¿Pero quién podrá cuando llegue la hora refutar el fantasma que surgirá entre los geranios, esgrimiendo la piedad como una bomba de relojería en su mirada agónica? ¿Qué olvido puede inventar la naturaleza, qué matones podrás, Dios, enviarme, para acallar la compasión que me roba la fuerza de aguantar?

Sobre su cuerpo mutilado extiendo mis amorosas sábanas, mas ¿quién se enorgullecerá de ese rojo nupcial que rezuma entre los muslos del amor, alzado como un coloso, pero sin otro resultado que el semen frío de la tristeza?

No es Dios, sino los murciélagos, y una araña que está tejiendo mi culpa, quienes acuden a la cita, y la vergüenza copula con todas las moscas de septiembre. En mi habitación resuenan los gritos que ella nunca lanzó, y debajo del suelo las enredaderas del remordimiento crecen, perforando la humedad. El grillo gotea en mi oído infante recuerdo: no me ahorra ni una sola pieza del catálogo infernal de la crueldad.

La trampa se ha cerrado, y yo estoy en la trampa.

Pero no es el alivio del dolor lo que suplico, cuando le ruego a Dios que entienda mi lenguaje corrupto y que baje un momento a sentarse conmigo sobre el banco roto. De toda esta sangre, ¿surgirá un nacimiento, o es sólo la muerte la que exige avariciosa su tributo? ¿Hay un niño debatiéndose en la matriz triangular?

Estoy ciega, mas fue la sangre, no el amor, lo que cegó mis ojos. El amor alzó el arma y guió mi crimen. El amor trabó mis miembros cuando, como un hombre que se ahoga junto al último bote salvavidas, ella elevó su angustia por encima del agua para gritar ¡Socorro! Y el amor ahora, sobre ese rostro espantoso, coloca la turbia máscara de mi deseo.

He cerrado mi puerta con llave, pero el terror acecha fuera. El eucalipto azota la ventana, y oigo a la herida Europa gemir desde el torrente. Malévolos fantasmas aparecen en los cristales negros, desafiando las pálidas cruces que forma el marco de la ventana, pues ahora Jesucristo camina sobre las aguas de algún otro planeta, y de sus antiguas heridas mana sólo la sangre de la historia.

Todos los gritos se pierden en la confusión de la tormenta. La tos de las ovejas en los remotos cerros del condado de Dorset, la de los soldados gaseados, la de un niño de dos años con crup se amalgaman en una única avalancha de catástrofe, que retumba en el estruendo del torrente, que resuena incluso bajo las pisadas de las tropas, capaces de partirle el corazón a una ramera.

América, con garras californianas, aferra el Pacífico, y en frenética súplica amasa todas sus voces. Como el Niágara rugen, y sacuden las colinas sintéticas. La arena de la catástrofe se derrama, y todos los pechos llevan la marca del destino.

Pero la mentirosa cigarra llega para anunciar «Todo va bien» al oído de Dios, que mide el tiempo tan generosamente, y las cochinillas acunan a sus bebés bajo el árbol caído. La ansiedad yace inmóvil, mientras el ojo de Dios, siguiendo sus circunferencias infinitas, recorre mundos ajenos y remotos.

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Y entonces obligo a mi vanidad a ponerse de pie sobre el acantilado y dejo que el yo contemple al yo, a los que sólo el suicidio puede unir.

De pie a trescientos metros por encima del mar, ¿qué aspecto tiene mi idólatra reflejo, con los peces de la muerte nadándole en el pelo? Ascienden perlas y burbujas desde el fondo del océano: qué hermoso nudo corredizo forman para mi muerte, último adorno del amor a mí misma: en torno a la espantosa visión bailan en corro. Cuando al fin nos reunamos, y entre mis brazos sujete a la impostora, nuestra amalgama envenenará el mar. Pero esta noche no. No hay luna.

Lo que amenaza la vida es horroroso, y aquella a quien he herido, y cuya agonía es mi condena presenciar, yace en tierra boqueando, pero todavía viva. Temblando como un cobarde, no me atrevo a escoger la vida ni tampoco la muerte, de la palma abierta y sádica que me ofrece una y otra.

Bajo la secuoya estaba cavada mi tumba, y con engaños persuadí a mi amado de que se metiera en ella. Nuestro beso fue un torrente que hizo un canal alrededor del mundo: de él zarpó el amor, igual que un refugiado en el último barco. De mi cabellera hice un sudario, que mantuvo a raya a los coyotes mientras nuestra anatomía trazaba jeroglíficos. Los vientos proclamaban triunfo, nuestras espaldas se plegaban bajo el peso, y nuestros huesos crujían como árboles viejos, pero una sonrisa como una telaraña cubría la boca de la caverna del destino.

El miedo será un terrible zorro: me morderá las entrañas, bajo mi túnica de buen comportamiento.

Canta, canario, en la tormenta, exhibe tu orgullo amarillo. Dame una razón para la valentía o truco para ser valiente. Pero nada tangible aparece para rescatar mi asediada cordura, y no consigo descifrar el idioma del eucalipto que azota mi tejado.

Los adversarios de Dios me acobardan, y Dios está demasiado lejos para oírme. De mi esperanza debo extraer espíritus benignos, capaces de hacer frente a las hordas que acechan mi ventana. Si quienes me espían ven que me rebajo a atrancar la puerta, sabrán demasiado: irrumpirán para vencerme, innumerables invadirán mi cuarto.

El filósofo de pergamino no tiene tratos con la noche, ni la menor idea del precio del amor. Con círculos de razón llenos de humo pretende combatir la niebla, y con anagramas, derrotar la anatomía. En vano poso con sus armas, aunque su nicotina me alivia como un bálsamo.

Luna, luna, álzate cielo arriba, recuérdame el consuelo, recuérdame que fui valiente alguna vez.

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Pero las suaves flores, que saben morir sin aspavientos, me traen a la memoria la tristeza de ella, cuyas lágrimas ahogan a todos los fantasmas, y aunque torturada me retuerzo, ahorcada al viento, son más los ángeles que lloran por ella, ella, cuyo arruinado amor desemboca en todos los océanos del mundo.

¿Qué símbolo adoraba ella? ¿Cómo se protegía del pánico cuando durante un mes la tormenta acosaba su velero, cómo combatía el cáncer de la tristeza que la roía por dentro por su niño perdido? He aplastado su corazón como un huevo de petirrojo. Ha naufragado, y su naufragio abarca confines de su finito horizonte.

¿Qué precio tuvisteis que pagar, Gabriel, Miguel, de misericordiosas alas? ¿Quién fue el hombre que os sirvió de polea, que acudió a izaros en el momento crítico, hasta que de vuestra boca brotaron carcajadas vegetales y el sol os bastó como alimento? ¿Era la recompensa por haber combatido, hasta vencerla, contra una desesperación como la mía?

Los textos carecen de sentido, son una trampa que tiende el enemigo. Por equivocación mis pies danzaron sobre las cabezas de los desamparados; nada me consoló de esa carnicería. Mi propia herida no fue lo bastante profunda para aliviar mi culpa. Paloma en el eucalipto, que con truenos anuncias la venganza futura, dime qué puedo hacer para expiar mi crimen. Dime, paloma, que la sangre es el heraldo del milagro.

Mi corazón contra mi corazón se encarniza. El ritmo de sus latidos es el ritmo de la verdad, envenenado ritmo.

Un ala húmeda barre la noche temblorosa, y en mi mente me esperan fantasmas; la madrugada insufla frío análisis. Las enredaderas adoptan actitudes mundanas, insinuando el verde con sus dedos de niño. Flaco se erige el eucalipto, impotente.

Pero tenue como la esperanza y preciso como muerte, el ambiguo fénix de mi amor brilla como un tótem a la luz de la mañana, contra el cielo, y respira hondo, como un jornalero a punto de poner manos a la obra.

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TERCERA PARTE

Todo lo inunda el agua del amor: de todo lo que ve el ojo, no hay nada que el agua del amor no cubra. No existe un solo ángulo en el mundo que el amor en mis ojos no pueda convertir en símbolo de amor. Incluso la precisa geometría de su mano, cuando la contemplo, me disuelve en agua, y la corriente del amor me arrastra.

Todo fluye como el Mississippi sobre un planeta devastado, que bebe sin conseguir saciarse, y con cascadas de gratitud aumenta el caudal de agua, que eleva un coro de alabanzas capaz de ensordecer para siempre a los incrédulos; de reventar sus avergonzados tímpanos con el rugido de la prueba, más sonoro que las bombas, los aullidos, o el tic-tac íntimo del remordimiento. Nada, ni siquiera las mareas venenosas de la sangre que yo misma he derramado, puede detener las gigantescas olas del amor.

¿Pero cómo realizar los necesarios gestos cotidianos, mientras una fusión tan intensa convierte el mundo en agua?

La inundación empapa todas mis herramientas de relación trivial. A la pregunta más sencilla de un extraño, respondo con mirada de incomprensión total. Clavada en el suelo, como embrujada, sonrío la semisonrisa del idiota, mientras siento un ardiente fluido desbordarse de mis ojos.

El amor me posee, y no tengo alternativa. Cuando el Ford traquetea hasta la puerta, con cinco minutos (cinco años) de retraso, y él cruza el césped bajo los pimenteros, permanezco de pie detrás de las cortinas de gasa, incapaz de moverme para ir a su encuentro, o de hablar: estoy convirtiéndome en líquido para invadir cada uno de sus orificios en cuanto abra la puerta. Tenaz como un pájaro recién nacido, todo boca con su único deseo, cierro los ojos y tiemblo, esperando el paraíso: va a tocarme.

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Estoy echada al sol, junto al estanque; él se acerca a través de los bambúes, como la tierra que surge del caos. Pero yo soy la tierra, y él es el rostro que emerge de las aguas. Él es la luna dueña de las mareas, es el rocío y la lluvia, es todas las semillas y la miel del amor. Siento crujir mis huesos, aplastados como los bambúes. Yo soy la tierra que perforan, para crecer, las plantas. Pero cuando germinen yo también seré un dios.

Y hay tanto para mí, soy de pronto tan rica, sin haber hecho nada para merecerlo, para tener las manos llenas, llenas a rebosar. Y todo después de una tan larga travesía del desierto. Todo después de que hubiera aprendido a decir: No soy nada, y no merezco nada.

Los densos pinos dejan caer sus piñas cónicas; desmelenadas, las palmeras, con los pantalones cayéndoseles tronco abajo, dicen: Ha ocurrido, el milagro ha llegado, todo empieza hoy, todo lo que tocas acaba de nacer; la luna nueva, con su séquito de estrellas; el soleado día, arrebolándose en un fulgor de gozo; toda la parafernalia de la existencia, mis tristes compañeros de estos últimos veinte años, las ollas y sartenes de la cocina de la señora Wurtle, calles como cintas, geranios marchitos, flacas piernas de niños, el mundo entero me invita a su alegría, eléctrico se abalanza a abrazarme, reclamando por fin su nacimiento.

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Cuando nos arrancamos a la noche y entramos en la cocina, la señora Wurtle dice: «Idilio, ¿eh?», pero sonríe, vuelve la cabeza, y cuando nos besamos a sus espaldas mientras la ayudamos a secar los platos, dice: «¡Vamos, tórtolos, largo de aquí!».

¿Qué va a ocurrir? Nada. Pues todo ha ocurrido ya. El tiempo entero es ahora, y el tiempo no puede ofrecer nada mejor. Nada puede ser más ahora que ahora, y antes de ahora nada era. No hay hechos menores en la vida, sólo existe un hecho, éste, único y colosal.

Podemos abarcar el mundo en nuestro amor, y ninguna irritación es capaz de perturbarlo, ni siquiera la envidia.

Por la noche, el señor Wurtle, arrellanado en el sofá, adopta un gesto jurídico y me interroga: «¿Así que, según usted, eso que llaman Amor existe?». Me apoyo en el cojín, desfalleciente por culpa de esta separación de algunas horas, y suspiro: «Síííí…», tras lo cual él, como si estuviera describiendo otros mundos, tan liliputienses para mí, tan insignificantes que con mi compasión los ahogo, describe sus intrigas, fustiga el Verbo que Fue al Comienzo.

Pero el estruendo de mis mares interiores, el deslumbramiento de este cataclismo que el amor al nacer ha provocado en mí, no me deja oír claramente lo que dice. Pensar una respuesta es como despertar a alguien que duerme con un sueño de plomo y ansia seguir durmiendo. Sonrío, pero estoy en trance: no hay más realidad que el amor.

No alcanzo a percibir, por debajo de sus palabras sutiles, el comienzo del antagonismo del mundo: el odio que a los mediocres inspiran los milagros. Lo único que quiero es que todos se marchen y me dejen mil vidas para rumiar, sólo rumiar, mi cumplimiento.

Durante tanto tiempo fui burlada. El sentido aleteaba por encima de mi cabeza, siempre fuera de mi alcance. Ahora ha anidado en mí. Se ha hincado en el mismísimo centro del blanco. Yo amo, amo, amo… pero él es también todas las cosas: la noche, las mañanas elásticas, las altas flores de Pascua y las hortensias, los limoneros, las palmeras, las frutas y verduras en brillantes hileras, los pájaros en el pimentero, el sol en el estanque.

No queda sitio para la compasión, sea la que sea. En un corazón sangrante, no hallaría sino júbilo por la hermosura del rojo.

Hace años, yo deambulaba melancólica por calles mal iluminadas, anhelando dolorosamente algo, no sabía qué, intentando pasar inadvertida, con mi ropa sin gracia y mis tacones torcidos: subrepticia y sigilosa, esperaba atrapar ese algo por sorpresa. Pero era entonces tímida y asustadiza, y aunque esperaba, no hallaba la fe. Imaginaba un pájaro en la mano, no este mar salvaje que me sacude como a los restos de un naufragio.

Pero me he fundido con el mundo: soy una de sus olas, que se desbordan y saltan. Soy ahora la misma melodía que los árboles, los colibríes, el cielo, la fruta y las verduras en hileras. Soy todo o cualquiera de esas cosas. Me puedo metamorfosear a voluntad.

¿Necesitáis alegría, necesitáis amor? ¿Sois hojas empapadas en algún patio olvidado? ¿Sufrís frío, hambre, soledad, parálisis, ceguera? Tengo lo que queráis, a puñados, a brazadas, para todos.

Convertidlo en calcetines, cubreteteras, cojines contra el frío, pues su electricidad es calor perpetuo, que lo contagia todo; es capaz de transformar el mundo sólo con tocarlo, de hacer un mundo nuevo y adorable.

Esto es Hoy. Esta es la meta que perseguían todos los pies, a la que todos los caminos pugnaban por llevar. ¿Cuáles son los problemas del mundo, sus pesares, sus errores? Me siento tan perpleja, tan ignorante, tan desconcertada como el día en que di álgebra por primera vez.

No hay problemas, no hay pesares, no hay errores: se unen a la apremiante canción que el mundo canta. Así viven los ángeles: pasan todas sus horas cantando alabanzas al Señor. No hay que hacer nada, saborear es suficiente. Es vida suficiente.

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Incluso en cafeterías y hoteles de paso o en la penumbra de las tabernas, la voz dulzona de Bing Crosby, que canturrea desde una gramola, y el camarero, que entrechoca los vasos, alcanzan una perfecta identidad, una nota aguda y sostenida con un sabor especial, que me llena los ojos de lágrimas, de gratitud por ser capaz de recibir.

Y simplemente su mano bajo esas mesas gastadas, o guiándome a través de los rastrojos de los campos, hace mi felicidad inagotable como los océanos y cálida como la vida intrauterina.

Cuando vi una horda de gatos arremolinados en una estación, disputándose una cabeza de pescado tirada junto a los raíles, sentí: Es la abundancia de mis sentimientos, que alimenta a los desamparados. Por numerosos que sean los afligidos, los heridos, yo puedo consolarlos, y esos cinco millones que sin cesar arrastran los pies, y bultos, y sus niños con barrigas hinchadas, cruzando Europa, no son demasiados, ni es su destino demasiado sombrío, para que yo no les pueda decir: He aquí un mundo de esperanza, un mundo entero os puedo ofrecer a todos y a cada uno, como una dama rica que reparte caramelos en una fiesta de Navidad de niños pobres.

Puedo comprimir el desierto de Mojave entero en una palabra inspirada, o someter a toda América a mi capricho, como si América fuese un camarero que espera, de pie, a que yo me decida. Estoy en pleno delirio de poder, de invulnerabilidad.

Quitadme lo que pasa por ser envidiable: los cepillos de plata con mi nombre grabado, el vestido de noche, el automóvil, el centenar de pretendientes, el aplomo en un restaurante… y aun así seguiré siendo más rica de lo que puede imaginar el más codicioso corazón, y mi benevolencia desbordante podrá inundar a todos, hasta a los más reticentes. Tomad todo lo que tengo, o lo que podría tener, o cualquier cosa que pueda ofrecer el mundo: aun así seguiré siendo emperatriz de una tierra recién descubierta, que ni Colón ni Cortés, ni siquiera en sus sueños más descabellados, podrían haber igualado jamás.

Estámpame como un sello de lacre sobre tu corazón, tatúame en tu brazo, pues el amor no es menos poderoso que la muerte.

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Una respuesta a “En Grand Central Station me senté y lloré (I)

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