Augusto Monterroso
Cada ocasión en que publico un libro nuevo (cosa en verdad no muy frecuente) las primeras llamadas telefónicas que recibo son de amigos míos para señalarme los tres o cuatro errores gramaticales, de información o de cualquier otra índole que han descubierto en las páginas de mi engendro.
Entonces, en medio de vagas defensas, les ruego que me permitan ir por un lápiz para anotarlos, y al hacerlo les prometo con sincera humildad ser más cuidadoso en el futuro, si es que, después de esto, en el futuro habré de atreverme a publicar otra cosa.
Como es natural, acto seguido corro a averiguar si mis amigos estaban en lo cierto, y me alegro de veras cuando la mayoría de las veces encuentro que no. Y no es que uno (yo, o quien sea) no se equivoque nunca o nunca cometa errores; pero por lo general esos errores son los que los amigos ni siquiera sospechan y, claro, los que uno no les dará el gusto de reconocer. En algunos casos, incluso, se trata de errores que han venido repitiéndose en los libros edición tras edición, debido al sistema moderno de reimprimir por medio de fotografía o fotolito: el error ha permanecido ahí durante años y ni siquiera vale ya la pena corregirlo. Es más, en ocasiones uno se consuela con la idea de que un error aquí o allá conviene para mantener viva la naturalidad del estilo; el estilo, que debe parecerse a la vida.
Pero hay errores, erratas y francas equivocaciones.
Los descuidos de Cervantes en el Quijote han dado pie durante siglos a sagaces comentarios que los eruditos se transmiten de generación en generación desde los tiempos mismos, casi, de la primera salida del libro y de su protagonista. También me gusta recordar la terca negativa de don Luis de Góngora a reconocer como error un pasaje especialmente oscuro de su Fábula de Acis y Galatea (el Polifemo para los de confianza). Por supuesto, la aparente falta de sintaxis cometida por el poeta en esa obra dio a sus amigos cercanos, y ha dado hasta hoy a los estudiosos de su poesía, más que hablar que todo el resto de su producción.
¿Cómo resistir la tentación, pues, de señalar un punto en apariencia equivocado o, inclusive, hipócritamente, de defenderlo, en la obra de un mero colega?
En cuanto a la oscuridad, ¿no hace pensar a muchos que lo que no entienden es más valioso que lo que se les ofrece por el lado de la sencillez y la claridad? Si un error oscurece tal párrafo convirtiéndolo en algo misterioso y, por consiguiente, atractivo, ¿no es mejor dejarlo tal cual? A cierta señora que le señaló que un texto suyo le parecía algo oscuro, Mallarmé le contestó que sí, que en efecto debía oscurecerlo un poco más.
Ya metido en el tema, trato ahora de recordar errores célebres en escritores de nuestro idioma, pero probablemente no haya muchos, y además no importa. Bueno, me viene a la memoria por lo menos uno, pero no el nombre de su autor. Se trata de un verso de un poeta español del siglo diecinueve; un endecasílabo por lo demás perfecto:
Desde el nevado hasta el ardiente Polo.
Obsérvese que no estamos ante un gazapo o un posible descuido del autor sino de una convicción muy firme. Se nota que en un momento dado el poeta estaba seguro de que si el Polo Norte era frío, el Polo Sur debía ser consecuentemente ardoroso. Lo más que se me ocurre para explicarme su disparate es que el poeta tuvo en mente el Cabo de Hornos y que de esta palabra dedujo la ardentía del Polo Sur. Pero los niños de la escuela sabían ya que el Cabo de Hornos se llama así en honor de Hoorn, la ciudad natal de su descubridor holandés.
Los otros días estuve leyendo el libro de Julián Barnes El loro de Flaubert, en el que todo un capítulo está dedicado a señalar ciertos errores cometidos por novelistas y poetas de lengua inglesa, todo con relación al hecho de que, en su novela más famosa, Gustave Flaubert atribuye colores diferentes a los ojos de Emma Bovary, y así en un lugar éstos son pardos, en otro negros, y aun en otro, azules. La verdad es que nosotros, simples lectores, hemos recorrido la novela en más de una ocasión sin reparar en esta minucia. Minucia cuando el error no ha sido descubierto. El novelista Barnes, por medio de su personaje Geoffrey Braithwaite, atribuye el hallazgo de esas imprecisiones a la difunta doctora Enid Starkie, profesora emérita de literatura francesa en la Universidad de Oxford, a la que confiesa odiar por su acuciosidad. Luego, al grito defensivo y dolido (aparte de irónico) de ¡los escritores no son perfectos!, Barnes indica, esta vez atribuyendo sus denuncias a un tal profesor Ricks, que el poeta soviético Yevgueni Yevtuchenko se equivoca en un poema sobre el ruiseñor norteamericano; que Pushkin yerra al hacer mención del uniforme militar que se usaba en los bailes de la corte de los zares; que Vladimir Nabokov desatina y no entiende la fonética del nombre Lolita; que Coleridge, Yeats y Browning tomaron unas cosas por otras, y aunque en ocasiones desconocían cosas que mencionaban.
Pero lo que más sorprende a Barnes (o a su personaje) es
1) Que William Golding haya mostrado en El señor de las moscas su desconocimiento de las leyes de la óptica al hacer que las gafas de Piggy fueran usadas para inventar otra vez el fuego: según él, y habrá que creerle, de cualquier lado que esas gafas se colocaran era imposible que los rayos solares convergieran a través de ellas; y
2) Que el poeta Tennyson, basado quizás en una información errónea del diario londinense The Times, sostuviera en su popular poema «La carga de la caballería ligera» que los jinetes que se dirigían hacia la muerte eran seiscientos; en realidad, dice, fueron más, pero al poeta le sonaba mejor seiscientos y así lo dejó.
Después de breves divagaciones Barnes vuelve a lo que verdaderamente le importa: el color de los ojos de Emma Bovary y su odio a la doctora Starkie por haber descubierto esa imprecisión nada menos que en el perfeccionista número uno, Flaubert.
Uno de los libros más fundamentados y entretenidos que uno puede leer en la actualidad es precisamente este Loro de Flaubert, y, por supuesto, en la traducción uno tropieza con muchos errores; pero los errores de traducción son pan de todos los días, y no me detendré para nada en ellos habida cuenta de que, cuando nos toca traducir, todos los cometemos. Pero ¿qué tal encontrar un posible error del propio Barnes, en este mismo libro, para que Braithwaite se apiade de la finada doctora Starkie?
Bien. Abrir por el capítulo 12, titulado «Diccionario de tópicos, por Geoffrey Braithwaite». A la manera del Dictionaire des idées regues del Maestro, aquí se registran tópicos sobre Flaubert, de la A a la Z, en seis páginas. Si se tiene a la mano esta traducción al español del Loro, y uno se detiene en la página 190, encuentra:
Quijote, Don:
¿Fue Gustave un viejo romántico? Sentía verdadera pasión por aquel caballero soñador al que una sociedad vulgar y materialista forzó a andar sin rumbo por el mundo. «Madame Bovary cest moi» es una alusión a la respuesta que dio Cervantes cuando en su lecho de muerte le preguntaron por el origen de su famoso personaje.
¿Algo extraño? Nada, ¿verdad? Claro, uno (con excepción de los amigos del autor) siempre supone que lo que está en un libro tiene que estar bien. Así es el prestigio de la letra impresa. Los lectores en inglés de Flaubert’s Parrot así entendieron el tópico Quijote, Don y, hasta donde yo sé, los lectores en español lo han dado también por bueno, comenzando por el traductor. Nadie ha cuestionado lo siguiente: en su lecho de muerte, ¿quiénes interrogaron a Cervantes sobre el origen de su famoso personaje? Si alguien estuvo con él en su último momento se supone que habrá sido su mujer y, acaso, el cura que le dio la extremaunción. Pero Braithwaite-Barnes dan aquí por sentado que murió —como en la época romántica— rodeado de personas lo suficientemente listas como para preguntarle lo que, con suerte, serían sus «últimas palabras»:
—Maestro, por favor, revélenos el origen de ese personaje suyo tan extraño, don Quijote.
Como en el caso del poeta de los polos frío y caliente, ¿qué andaba en la memoria de Braithwaite cuando escribió tal cosa? Es de suponer que en ella flotaría la hoy famosa afirmación de don Quijote: «Yo sé quién soy», en respuesta al labrador que le recordaba que no era ni Valdovinos ni Abindarráez, sino el «honrado hidalgo del señor Quijana» (Quijote, I, 20).
O Barnes escribió lo que escribió a sabiendas, y en ese caso yo me estoy pasando de listo, es decir, equivocándome, o se trata de un error. Pero también podría suceder que la falsa respuesta de Cervantes le suene bien a la gente y que, con el tiempo, por lo menos en Inglaterra, pase a convertirse en un hecho cierto.
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