John Updike
Angelo hizo una pausa. Sus bellos labios sonreían bajo los dos óvalos de cabello gris simétricamente dispuestos sobre ellos. Aunque llevaba unas fichas no dio a entender que el otro le interrumpiese.
—¿Algún problema del recto? —preguntó por fin.
—No, hombre, no. No es más que el oído; una comezón que tengo de vez en cuando.
—¿Le echamos un vistazo? Venga por aquí, señor…
—Lucas. George R. Lucas.
—Sí. Usted está casado. ¿Cómo van las piernas de su mujer?
—Estupendamente bien. Estupendas. El oído, de pronto, no me duele; pero supongo que eso es frecuente.
—Hum.
Angelo lo llevó a su oficina, un escritorio color castaño encajado entre paneles de cristal esmerilado, pero abierto por delante. Un panel entero estaba cubierto de documentos, títulos y certificados que le autorizaban a ejercer la medicina, concedidos por organismos estatales y federales.
—¿Este lado?
—El otro.
Angelo le insertó muy hondo, hasta hacerle daño, la boquilla de un embudo y murmuró con un dejo de orgullo:
—Inflamado, seguro. ¿Cómo se ha irritado usted este conducto?
—Intentando quitarme la cera —respondió Lucas con una voz que, debido al frío metal que había en su oreja, le pareció grave, alta y hueca.
—¿Cómo tiene el otro?
—De primera. Ni punzadas ni nada.
—¿Lo miramos también?
Y la temible operación se repitió. Lucas buscaba alejarse de todo objeto metálico. Con cierta brutalidad, el frío intruso se revolvió dentro de su cabeza y el húmedo aliento de Angelo le dio en un lado del cuello.
—Nada —decidió por fin Angelo.
El alivio le permitió a Lucas fijarse en una mujer flaca, de estatura aparentemente prodigiosa, que al otro lado del pasillo movía la cabeza sobre la almohada con la regularidad de un péndulo.
—Probemos esto —dijo Angelo.
Le aplicó una mascarilla de goma blanda en la oreja enferma; él hizo una mueca de dolor.
—¿Le hago daño? —preguntó Angelo.
—Un poco, pero…, no es nada.
Se le ocurrió, con un secreto sobresalto, que tal vez tenía el oído muy mal, que tendrían que sajárselo. Toda su vida había oído hablar de esa operación: no había nada más doloroso. Era muy breve, le habían dicho, un momento tan solo, un punto de dolor, pero agudísimo; el pinchazo atravesaba todas las capas insensibles, hasta llegar al dolor más profundo, hasta alcanzar el límite extremo del sufrimiento.
Angelo apretó un conmutador que había junto a su mesa, al lado del radiador.
—Repítame solamente los números que oiga.
Lucas imaginó que, si pasaba esa prueba, se libraría de la sajadura. Al principio fue fácil. Era una voz de mujer que hablaba lentamente y vocalizando, como la de una telefonista. Lucas iba repitiendo con ella, «13…, 64…, 5…». La voz se fue elevando a medida que se hundía en un lago de sustancia viscosa. «12», dijo, «99». Debido a la tensión que le causaba escuchar, el flujo sanguíneo se creó como crepitaciones en la cabeza. «Uf, 99». Notaba en la lengua una rara pesadez: el corazón se volteaba en el pecho. Las dos siguientes locuciones de la mujer, tan bajo hablaba, se le escaparon. La cabeza que había al otro lado del pasillo giró en la almohada, primero a la izquierda y luego a la derecha, como en un aleteo. Lucas probó suerte:
—¿80?
Angelo, impaciente, le quitó el auricular de goma. Lucas estaba tan nervioso, que se lo había apretado demasiado; le escoció el oído.
—Grace —llamó Angelo—. ¡Grace!
Vino una muchacha a quien dijo:
—Lucas. George R., por favor.
Sus ojos permanecieron inmóviles, con la mirada fija. Sus iris se dilataron hasta fundirse en una gran pupila negra y opaca, bordeada de verde, y cuyo peso oprimía el pecho de Lucas. Inquieta bajo el peso de tanta atención, la mente de Lucas buscó desesperadamente la imagen de la fantasmal Grace y de los instrumentos de tortura que pudiese traer consigo. ¿Cómo podía averiguar el sombrío mensaje que la mera enunciación de las sílabas de su nombre, en boca de Angelo, habían transmitido a la enfermera? Siempre sonriente, Angelo le explicó con monótono detalle la naturaleza clínica de la enfermedad de su oído. Lucas no entendió absolutamente nada, salvo cuando Angelo, al aclararle dónde estaba lo peor de la irritación, hizo un círculo con el índice y el pulgar y, con un dedo de la otra mano, frotó la parte arrugada de aquel y dijo:
—Exactamente aquí. Entre las siete y las ocho.
Qué extravagancia, aquello de convertir su oído en un reloj; dar tantas explicaciones era de chiflado.
Cuanto trajo Grace fue una ficha azul. Según trazaba rápidos signos en la cartulina, Angelo le preguntó si se había hecho sacar aquella muela de la mandíbula superior. Dos años atrás habían comprobado que estaba muerta y que podía provocar un absceso.
—No ha vuelto a molestarme.
—Las infecciones profundas no siempre se manifiestan a través del sistema nervioso. Se han dado casos de abscesos situados en la raíz de una muela, aquí arriba, ¿ve? —Se tocó una de las mitades del bigote— que introducen veneno en la corriente sanguínea y acaban produciendo una trombosis. ¿Podría pedir hora a la secretaria del doctor Duff? ¿Sabe cuál es la oficina? La segunda puerta a la izquierda, según se sale de la sala.
Mientras hablaba, revolvía algo en la mesa.
—A ver. Estése quieto, por favor.
Angelo le acercó al ojo un objeto largo y delgado.
Lucas se echó hacia atrás y se levantó a medias.
Angelo sonrió. La ampulosa belleza de su rostro asomó detrás de un palito con un algodón en la punta, sostenido de manera que Lucas pudiera verlo.
—Vamos a aplicar un poco de cinc, para la irritación.
El médico administró el templado ungüento gris con un cuidadoso movimiento giratorio que estimulaba puntos peligrosamente cercanos, pensó, Lucas, a los núcleos dolorosos. Pero Angelo, como un Dios, resistió la tentación, tan comprensible para Lucas en aquel momento, de pinchar en los sitios sensibles. Terminó en seguida. Dio a Lucas un tubito de color plateado, varias varillas de madera, y una bola de algodón envuelta en gasa color naranja. Debía aplicar el ungüento cada doce horas. Y volver, si la molestia no desaparecía antes de cuatro días. Empujado por la inercia del sonido de su propia voz, Angelo le preguntó a Lucas si estaba preparado para la feria, y dijo algo que parecía dar a entender que Lucas y los otros aprovechaban esta fiesta anual para importar bebidas fuertes y «empinar el codo» detrás del muro norte.
Lucas nunca había oído hablar de eso.
—¿Qué año fue?
Angelo pareció sorprendido.
—Ocurre todos los años. ¿No lo sabía? Lo olvidaba: usted es casado.
—Oh. —Lucas creyó que se esperaba de él una pequeña sonrisa—. Claro que lo sé. Estar casado no quiere decir que no se empine el codo.
Angelo, que había tenido un momento de desconcierto, como un cura bromista que piensa haberse equivocado de interlocutor, rió alto, aliviado.
—Hace años, un paciente me contó que tenían esa costumbre. Quería saber si era perjudicial, desde el punto de vista médico. Yo le dije que lo era, incluso desde el cosmético. El pobre ya falleció. De hecho, apenas le quedaban intestinos cuando llegó aquí. Por un momento, temí que todos hubiesen tomado demasiado en serio su mal ejemplo.
—Bueno —mintió fácilmente Lucas—, tratamos de conservar las tradiciones.
A Angelo le gustó aquello, y hubieran podido seguir hablando largo tiempo, pues la idea de la corrupción ponía de pésimo talante al doctor; pero, por suerte para Lucas, algo le distrajo. La mujer que agitaba la cabeza al otro lado del pasillo exclamó:
—¡Señorita! ¡Señorita!
Angelo volvió los ojos y se levantó pesadamente detrás el escritorio.
Lucas abandonó aquel cajón de tres paredes, que para algunos era sin duda la puerta de acceso a compartimentos más pequeños, a sillas más complicadas, y a la sujeción de fuertes correas bajo las luces violeta, sintiéndose ligero. Al pasar junto a Grace vio que la enfermera era una chica guapa, de unos veinte años, de cuerpo tan firme como una manzana todavía verde. Le pareció patinar entre los conos blancos de los condenados, y, reflejado en los ojos secos que le miraban, se sintió un sapo cruelmente vivo. Estaba tan rejuvenecido, que hizo trampas, olvidó la puerta del doctor Duff y no pidió hora.
La conversación mantenida con Amy, y el recuadro de frágil tejido de la colcha, tan lleno de recuerdos para él, habían deprimido a Hook. Oírle hablar con tanta naturalidad de la muerte despertó sus más feos humores. Mediada ya la mañana, solía sentir que perduraría por siempre en esta tierra, que los innumerables seres, entre los que se contaban su hija y su hijo, que habían desaparecido, lo habían hecho por negligencia que si hubieran pensado, como él, que cada nuevo día de vida era aquel en que es imposible morir, y lo hubieran tratado cuidadosamente, también hubieran vivido años sin fin, hasta acumular a sus espaldas un pasado inabarcable, como una pieza entera de tela desplegada bajo el sol y desteñida allí mismo, bajo el brillo de una fe incesante. Amy, con su visión aguda pero carente de perspectiva, le había estropeado la serenidad de la hora que antecede al mediodía. Se consoló contemplando el horizonte del sudeste, donde, en apoyo de su predicción, empezaban a construirse luminosos cúmulos.
El sol, sin embargo, no era menos intenso. En el prado extenso tras el muro, por debajo de donde se encontraba Hook, un conejo que se había detenido ofrecía una incolora silueta doblemente esférica. Cuando el animal levantó la cabeza, mostró un abultado pecho y una rojez lila dentro del perfil de la translúcida oreja: desde donde estaba Hook no se le veía más que una sola oreja.
En la amplia oscuridad que rodeaba el reducido campo visual de Hook empezaron a bailar estrellas. Se encendían y apagaban con velocidad electrónica, como mosquitos deslumbrantes, y, cuando trataba de cazarlos, alejaban el campo de su acción a otra franja más lejana del cielo que creaban sus ojos, hasta que, con una desconcertante sensación de insustancialidad, comprendió que había estado mirando el sol, y recordó que la noche pasada había dormido poco. Se retiró temprano, pero durmió mal, despertándose, a horas desacostumbradas, con la sensación de que no pasaba el tiempo. Hook se avisero con la mano que sostenía el cigarro, y avanzó tres pasos hacia el muro. Apoyada una mano en la tibia superficie erosionada de una piedra, entornó los párpados.
Él muro, ligeramente ondulante, como ciertos setos, circundaba un par de hectáreas. Por el norte, la trasera del henil, de piedra, servía de muro durante un trecho, hasta una amplia abertura que en tiempos sirvió de paso a los carros y que seguía señalada por dos pilastras en cuyo mortero subsistían los goznes de la puerta metálica de doble hoja que diera acceso a la propiedad. Había una entrada menos ancha, más para personas que para vehículos, ahora también sin puerta, situada en la parte frontal y que daba al ancho paseo de grava. En el lado nordeste, el más próximo a Andrews, permanecía cerrada con candado una puertecilla que, cuando aquellas tierras eran de propietarios particulares, permanecía casi siempre abierta; el señor Andrews quería que el muro y el aspecto de los edificios no dijeran «Prohibida la entrada», sino «Esto es mío». El Hogar para Ancianos del Condado de Diamond tenía en Nueva Jersey considerables llanuras cultivadas. El edificio principal, el hogar, era un cubo, ligeramente irregular debido a los adornos. El tejado, plano y con amplios aleros, estaba dominado por la airosa cúpula. El ala oeste, que antaño fuera sala de baile, parecía un añadido, pero de hecho formaba parte de los planes del arquitecto y de la segunda esposa de Andrews. La casa, grande y alta, había sido construida a base de madera pintada de un amarillo que la intemperie había anaranjado. Hay que decir, en favor de los antiguos carpinteros que aún se veía sólida, sin parecer maciza. De los aleros colgaban molduras de fantasía, de tablas de pino. Cinco pararrayos estaban reforzados por espirales de hierro forjado a mano. El sexto, parcialmente caído apuntaba en diagonal. En las tierras había viejos arces, castaños de Indias, cerezos, nogales, manzanos y robles. Varios tocones de olmo se levantaban en memoria de las plagas.
Hook pidió a Dios superar aquel desfallecimiento y poder ver a sus hijos en el cielo. Se le representó el rostro de su hija, cuando tenía veintidós años y no llevaba ni uno de casada. Rogó que aquel día se le concediera actuar rectamente. Un color cálido tocó sus párpados. Le pareció que su mente era un punto en una manta de tupidísimo tejido.
Ya más tranquilo, se atrevió a abrir los ojos. La hierba había adquirido un especial tono oscuro, como si estuviera encerada y presagiase lluvia. El cigarro se había apagado bajo el cono de ceniza. Tuvo una sensación de amenaza que le hizo mirar hacia arriba. Gregg se acercaba rápidamente, cojeando como de costumbre —aunque tenía sanas las piernas—, por ira sarcástica o exceso de energía.
—¿Adónde diablos fue Lucas? —preguntó—. Conner debe haberle nombrado Inspector de Basuras, y tendremos suerte si vuelve a quitarse el jodido sombrero cuando nos vea.
A Hook le plació hallar una respuesta.
—Bien, pregúntaselo a Conner. Ahí lo tienes.
A Gregg, bajito y miope, le costó localizar la rolliza figura del prefecto, que se encontraba algo apartado, junto a las escaleras del porche.
El esfuerzo del descenso de tanta escalera vibraba aún en las piernas de Conner, y se las hacía sentir descomunales. Desde la ventana había visto a Hook haciendo sus rondas entre los viejos, trató, luego, de volver a su trabajo, se sintió nuevamente herido por las quejas expuestas en la carta y por último dejó que el húmedo e importuno ambiente creado por Buddy le pusiera nervioso. El airé del despacho se enfrió; las franjas de sol palidecieron para desaparecer después. Volvió a la ventana y observó, a través de las persianas, algunas nubes delgadas, perfectamente blancas, colgadas, como sábanas, de la estela de vapor de un avión que volaba demasiado alto para ser visto u oído. Tan cerca de la ionosfera, tan lejos de sus modernos coetáneos terrestres se encontraba el aviador, que su avance en medio de aquel pedazo de azul resultaba imperceptible; pero la longitud de su estela, intacta en medio del firmamento, daba testimonio de su titánica velocidad, en aquel frío sin aire, que surcaba solitario.
Que unas nubes proyectaran un poco de sombra no tenía ninguna importancia. Le pareció imposible que llegaran a colmar la inmensa bóveda. Pero Conner quería para la feria un tiempo sin mácula, como el que muestran las xilografías. El tiempo que hiciera aquel día iba a ser —pensaba— como un juicio sobre su actuación; aquella gente, tras haber abandonado toda autoridad, lo esperaba todo de los demás: comida suficiente, un cobijo adecuado y buen tiempo para el único día en que ganaba algún dinero y celebraba un festejo. Si el cielo se cubría, le echarían las culpas a él, y lo curioso era que estaba dispuesto a aceptar la acusación.
Era su deber estar con ellos, con su gente. Hook le estaba conquistando el terreno debido a su ausencia. Los celos de Conner se intensificaron. Y el aura de la fiesta, la general trasposición de deberes, se introdujeron en sus venas, y empezó a descender las escaleras, aunque no tan rápidamente que Buddy no pudiera comunicarle, por medio sencillamente del rosado óvalo de su cara, que Conner había captado por el rabillo del ojo, su asombro.
Una vez fuera del edificio se preguntó qué podía hacer para ayudar, y luego se dio cuenta de que era impropio de su cargo prestar ninguna ayuda. La emoción que le había hecho bajar era digna de un propietario, de un aristócrata; uno de los ancianos que estaban bajo su tutela le había hablado, y él reaccionó, aunque solo para verse abandonado en la escalera, bajo el sol. Él estaba a cargo de todo, pero solo aparentemente. Durante la larga, indiferente regencia de Mendelssohn, los viejos habían organizado siempre la feria a su modo, sin que nadie interviniera. El tercer miércoles de agosto se hacían tales y cuáles cosas, fuese quien fuese la persona que imperara en la cúpula.
Conner avanzó hasta llegar junto a dos hombres que enroscaban, a un ritmo dolorosamente lento, bombillas de colores en unos casquillos enhebrados en largos cables. Realizaban aquel trabajo justo en medio del paseo principal. Sin duda necesitaban cuando menos el consejo de alguno de los hombres más ágiles —Gregg, por ejemplo, que por cierto había sido electricista en Newark— cuando llegara el momento de subir la inestable escalera, que ahora yacía tendida sobre la hierba, húmeda de rocío, para fijar las luces en lo alto de los postes. Les preguntó en voz alta cómo se proponían instalarlas. Los dos siguieron trabajando a su ritmo, sin contestar.
Conner prosiguió, paseo abajo, hacia las mesas colocadas sobre la hierba. Viendo que no estaban en línea recta, sugirió que enderezasen algunas. Él mismo, que no quería ser quisquilloso ni tonto, les ayudó en la tarea de cambiarlas de sitio. Se preguntó qué impresión podía causar aquello y se dijo a sí mismo que no podía ser sino buena. Tranquilizado, permaneció un momento junto al puesto de Tommy Franklin, que limaba huesos de melocotón hasta convertirlos en cestitos y pequeños animales. Tommy no estaba; sus trabajos manuales aparecían dispersos sobre la mesa, en unas bandejas plateadas, como si se tratara de guijas sacadas a puñados del fondo de un torrente.
Conner advertía la presencia de Hook y de Gregg, que conversaban junto al muro, al final del camino. Bajo la mirada de ambos se volvió hacia la señora Mortis, que, sentada en una silla, parecía inestable, tocada con aquel absurdo y alto gorro. Le preguntó cómo se encontraba.
—Todo lo bien que pueda sentirse una vieja.
—Una anciana debería sentirse muy bien —dijo sonriendo: ella parecía más accesible que la mayoría—. Sobre todo, una capaz de exhibir estas encantadoras colchas.
—No son las mejores que he hecho; es difícil encontrar retales estampados; ahora hacen lisas casi todas las telas. Ya sabe, por las jóvenes: les gustan vestidos sencillos que realcen su tipo.
Algunos de los retales utilizados parecían tan frágiles y secos, que Conner temió que el sol los hiciera trizas. También ella parecía correr el mismo riesgo; la tela de su gorro estaba tan gastada, que en algunos puntos asomaba el arco de alambre que le daba forma; la parte exterior había perdido color, mientras que por dentro todavía podía verse el dibujo.
—¿No preferiría usted una mesa bajo los árboles? Aquí está demasiado al descubierto.
—¿Y quién me vería entonces?
—Quería decir un poco más allá, a la sombra.
—Casi siempre me pongo aquí.
—Si lo prefiere…, aunque claro, no importa. Es que me había parecido que estaba usted un poco pálida.
—¿Y qué esperaba usted, a mi edad? Espera demasiado de los viejos, señor Conner.
Le escocieron las mejillas, pero nunca había sabido dar réplica a los chascos.
—¿Sí?
—Pretende usted que abandonemos nuestras costumbres y hagamos de este lugar una pequeña copia del mundo exterior, tal como es hoy. No digo que no tenga usted buenas intenciones, pero es en vano. Somos demasiado viejos y demasiado pobres; estamos demasiado cansados. Mire, si usted me dice, tiene que llevar sus cosas y ponerlas allí, bajo un árbol, lo haré, porque sé muy bien que dependemos de la compasión, y también sé quién la tiene que sentir.
El bocio, del que había mantenido apartados los ojos, se balanceaba inquietamente: carne inerte, pero todavía viva.
—Eso es, precisamente, lo que no quiero que piense nadie. Yo soy un delegado del Departamento Nacional de Beneficencia y nada de lo que hay aquí es mío. Si esto pertenece a alguien, es a ustedes. A ustedes y al pueblo norteamericano.
—¡El pueblo norteamericano…!; y esos ¿quiénes son? Habla usted como Bryan; Hook siempre lo está alabando.
—No hay ninguna razón —dijo Conner con una impresión de resultar reiterativo que le hizo tartamudear—, a no ser que usted así lo quiera, que le obligue a estar diez horas al sol.
—Este sol no va a durar todo el día.
—Tanto si dura como si no, permítanos, a mí y a uno de los hombres, llevar su mesa y su silla debajo de los árboles.
Cayó sobre ellos una sombra tan refrescante como la que producen los árboles. Mientras ella le estudiaba, Conner miró hacia arriba; el centro de la nube que oscurecía el sol era de plomo. En el cielo se estaba formando una neblina en forma de grandes arcos definidos. Cerca del sol eclipsado, un cirro que parecía un pañuelo retorcido, adquirió un color chartreuse; el fenómeno, aunque fuese una iridiscencia, parecía fantástica.
—La silla no es mía; pedí que me la dejaran un momentito, hasta que se me pasara el vértigo.
Él siguió apremiándola:
—Es cosa de un minuto.
Ella sonrió con aire ausente y luego, con el desparpajo de una muchacha y agitando la cabeza, dijo:
—Si cree usted que cuando esté a la sombra me voy a quitar el sombrero, porque llevándolo puesto parece que esto sea un manicomio, se equivoca, pues los que vienen de la ciudad esperan encontrar locos aquí. Además, estoy medio calva.
Viva y cómicamente consciente de su espesa cabellera, y enrojeciendo desde las negras raíces del pelo hasta el mentón, Conner le dijo:
—Está usted muy lejos de ser una loca.
Fue el mayor error que había cometido desde que empezó el diálogo. Se notaba en el aire que la paciencia de la mujer se había agotado instantáneamente.
Antes le había sometido a prueba, confrontándole con los recuerdos que guardaba de Mendelssohn. Perdida la partida, Conner habló con voz más suya. Podía advertirse su altanería.
—Es usted libre. No trato de robarle el sombrero ni su sitio habitual; solo pensaba en su bienestar. Pero dejemos las cosas como están.
Siguió su camino por entre las hileras de mesas. Sentía la vaga obligación de hablar con Hook. Era él, después de todo, quien le había hecho aventurarse por aquella zona tan poco segura varias horas antes de que fuera necesario. Abnegado por principio, luchó contra su deseo de retirarse a los edificios y subir las estrechas escaleras en busca del solaz de su despacho.
Pero el sitio donde antes se encontraba Hook y Gregg estaba ahora vacío, o, al menos, eso le pareció hasta que, sobresaltado, advirtió al gato. Era un animal de color caramelo, con una pata delantera inútil, encogida sobre el pecho, y la cara aplastada e infectada. Uno de los ojos había desaparecido, quizá bajo un bulto producido por la inflamación. Tres dientes pardos colgaban a un lado, bajo un labio rígidamente levantado.
Parecía obra de un automóvil. El ataque de otro gato no hubiera producido semejantes lesiones. Los coches modernos, casi completamente automatizados y hechos a las superautopistas, circulaban a gran velocidad incluso por carreteras abandonadas, como la que serpenteaba allende el asilo. A Conner le admiró que el animal siguiera vivo. A juzgar por lo avanzado de la infección, el accidente debió ocurrir días atrás. Una enfermedad parecía complicar las heridas.
Por extraño que resultase, teniendo en cuenta la pequeñez e inhumanidad de la cara, a Conner le llegó claramente, a través del pelo y las heridas, la impresión de una petición, educada, de socorro.
Aunque él no se movió, el gato pasó junto a él danzando bruscamente, con sacudidas de juguete barato, sin abandonar la alta hierba que crecía junto al muro. Conner se preguntó cómo había logrado entrar en el recinto.
Con aquellas prisas y confusión, a Hook le pareció que la sangre se le espesaba y oscurecía. Su visión parecía ser todavía más limitada; todo lo veía desenfocado, y los ojos, al buscar, como siempre, obstáculos que pudieran encontrar los pies, solo percibían un reflejo verde. Gregg, a su lado, era una fuerza maléfica a cuyo influjo había sido inexplicablemente abandonado. Hook se sintió incapaz de salirse de la órbita de su compañero. Mejor seguir con Gregg, que quedarse atrás y correr el peligro de tropezar con el gato. Gregg lo había visto errar en el campo existente al otro lado del muro y, como un chico de doce años, lo había saltado y capturado al animal. Hook nunca se hubiera creído capaz de atraparlo, pero el bicho no ofreció resistencia alguna: renqueó pasos y se quedó a la espera. Gregg lo acunó en los brazos y lo dejó caer en el suelo, cerca de los pies de Hook; este vio que el animal estaba mortalmente herido. ¿Para qué lo quería Gregg? Para atormentarlo, sin duda. Recordó que, en su primera escuela, la pequeña, unos chicos, alumnos suyos, habían golpeado a una ardilla con sus palos de jockey durante el recreo. Al romper el cerco de gritos, encontró en su centro un pellejo gris que latía salvajemente, con un ápice de Vida que se negaba a ceder, y él mismo hubo de rematarlo, con un hacha que encontró en el sótano, mientras los chicos volvían al aula y a los libros. Como fuera de prever, aquel día se preparaba una tormenta: los niños se desmandan cuando amenaza lluvia.
Iban de prisa porque Gregg, agitadísimo con su idea, se dirigía a la cocina, a pedir sobras para su nuevo protegido. Hook, desconcertado por la repentina intromisión del animal en su meditación mañanera, acompañó a Gregg durante un trecho; pero, al llegar a la esquina del edificio grande, comprendió que no debía seguir.
—Vaya usted —le dijo—, yo no quiero tener nada que ver con este enredo.
—De acuerdo, Hook —dijo el hombre bajito utilizando con rudeza un mote que él había entreoído en otras ocasiones, sin darse nunca por enterado—. Quédese aquí y vigile al tigre. Que los polis no lo vean antes de que yo dé el aviso.
Qué tonterías. ¡Como si nadie fuese a reparar en el pobre gato, en una extensión semejante! Aplicando a Gregg lo observado antaño en estudiantes difíciles, comprendió el verdadero motivo de su acto: quería sabotear el orden establecido. Saltando el muro y arrojando a los pies de Hook aquella responsabilidad viva, criticaba los rígidos hábitos de su compañero, su incapacidad de apartarse lo más mínimo de los caminos trillados. Hook sonrió para sí. Ahora era diferente; cuando enseñaba estaba atado a sus alumnos; pero aquí ninguna ley le obligaba a relacionarse con Gregg. No se le ocurrió que, aunque Gregg quisiera, en parte, embromar a su compuesto y anciano amigo, la presencia del gato iba dirigida, sobre todo, contra la autoridad de Conner.
Obediente —en una vida tan exenta de propósito como la de Hook apenas había motivo para desoír una orden—, clavó la mirada en el lejano punto, que habían ocupado junto al muro. Aunque era posible que la vista le engañara, allí no había ningún gato. Más que otra cosa, aquello le causó satisfacción. A su edad no resultaba difícil creer que lo había imaginado todo, que el gato que le afligía era un fantasma. Para afirmar su posición frente a las críticas de Gregg, escrutó toda la zona del muro, sobre todo bajo las mesas y en torno a los pies de las mujeres. Solo vio hierba pisoteada. El cielo del sudeste se estaba oscureciendo de modo inconfundible: los nubarrones habían conquistado nuevas parcelas y, dejando sus bases del horizonte, avanzaban ahora por la densa atmósfera como flores que arrastraran sus raíces sobre agua embarrada.
De hecho, la primera vez que miró, el gato estaba solo a unos metros de él, y, mientras inspeccionaba los puntos más alejados, cruzó junto a sus tobillos y fue a esconderse entre los cobertizos de la parte posterior de la casa. Ciego en todas las direcciones, salvo la frontal, Hook era vulnerable a cuanto se le acercara desde abajo. Se sorprendió cuando una voz dijo, a su lado:
—Buenos días, señor Hook.
—¿Eh? Ah, señor Conner; le ruego que me perdone la distracción. Serviría mejor de farola, que de espía.
—¿Admirando el panorama?
Conner, un palmo más bajo que él y de rostro suave y normalmente inofensivo, aparte la seguridad y el ímpetu propio de los jóvenes, poseía ojos de un castaño notablemente claro.
—Pues sí. Parece que se está nublando.
—Espero que el viento se lleve las nubes hacia el oeste.
La ignorancia que denotaba tal esperanza puso un hoyuelo junto a la boca de Hook. La lluvia estaba ya encima, pensaba.
—Un chaparrón perjudicaría sin duda los preparativos —admitió.
—A las seis, el servicio meteorológico predijo cielo claro y frío.
—Estos pronósticos de ahora —dijo Hook aguantando un índice sorprendentemente bien formado—, por mucho que insistan, no lograrán una ciencia de la atmósfera.
Conner se rio con ganas al ver que podía hacer brotar chispas de vida en aquel monumento gris, tan extrañamente inmóvil cuando él se le acercaba. Luego insistió, con cierta pedantería:
—Todo, en potencia, puede ser una ciencia, ¿no? Pero se requieren años.
—Más, probablemente, de los que podré esperar.
Conner, afable, mantuvo la paz. Parecía que quedaba en tablas. Por una ventana abierta del ala oeste rio una enfermera. Las copas de los nogales empezaban a agitarse. Hook tosió.
—En mi adolescencia, los almanaques predecían el tiempo para todo el año, día a día. Ahora les parece mucho pronosticar lo que pasará dentro de una hora. Los informes meteorológicos de los diarios parecen cada vez más interesados por el tiempo que hizo ayer.
—Quizás el tiempo sea ahora más variable que antes.
—Sí, claro, por las bombas.
Conner asintió con la cabeza. Tenía sueño; se había levantado a las seis, después de dormir acaso cinco horas: nunca sabía cuántas exactamente, porque la frontera del insomnio era muy vaga. Odiaba las camas; eran lugares húmedos y absorbentes, y cuando se tendía, las palabras, disociadas de los objetos, flotaban de un lado a otro, como invertebrados fosforescentes que se balancearan en el aguaje. La llegada del día era un alivio. Aquello le había empezado recientemente, en los últimos años. Su estado, la falta de sueño, propiciaba el contagio del pacífico ánimo de su acompañante.
Las siluetas que veía en el prado frontero, a cierta distancia, se movían sosegadamente, con quiebros y pausas silenciosos. Cuando dos personas se cruzaban, las piernas formaban una x. La actividad estaba tan mal planeada como la de una colonia de hormigas, pero en aquellos momentos no le exasperó a Conner el espectáculo. En la actitud del viejo que holgazanea bajo un árbol agradecía todo lo que se desarrollara con lentitud. Hook volvió a encender su cigarro, ahora corto. Su mirada atravesó feroz los cristales de aumento de sus gafas y el temblor de sus labios anhelantes asumió, en la quietud que le rodeaba, una enorme importancia. La humedad avanzaba desde la boca por la envoltura del cigarro; la punta ardía; el humo se ensortijaba ante la cara de Hook y luego ascendía.
Cercano, e inadvertido a causa de la miopía de Hook, Conner pudo examinar el rostro del viejo tan a fondo como si se tratase de una obra maestra colgada en un museo: la bella nariz recta; sus largas y estrechas ventanas, que más que vigor sugerían dignidad; la mueca oscura, reprobadora y algo femenina de los labios; y la apergaminada piel blanca, moteada de canela y con un poquito de rosa en lo alto de las mejillas, a un tiempo y estirada y suelta sobre huesos que el tiempo había gastado hasta darles una delicadeza femenina. No era la misma persona — compacta, airosa, ocupada, amenazadora— que Conner había visto a lo lejos, desde arriba.
—Señor Hook, ¿ha visto usted a un gato dentro del recinto?
La cabeza de Hook no se movió en absoluto. Pasados unos momentos dijo:
—Un gato tuerto.
—Tuerto o con un ojo cerrado. Ese digo. Parecía como si lo hubiese atropellado un coche.
—¿No es un verdadero azote que las autopistas estén exterminando de esta forma la vida silvestre? Cuando sea usted tan viejo como yo (y no es que le desee un destino así a nadie), ver un conejo o una ardilla será un placer tan raro como para mí era, de niño, ver una paloma viajera.
—¿Cómo pudo saltar el muro ese gato? —Hook no dio muestras de haber oído nada—. En justicia, el pobre animal tendría que haber muerto. Era patético verle.
—Es extraordinario cómo se aferran a la vida. Mi padre tenía una hembra, Becky, cuyas patas traseras cortó una segadora, pero todavía se arrastró otros seis meses y, además, parió un montón de gatitos. Lo cierto es que no creo que valiera la pena tanto sufrimiento.
—Lo mismo me parece a mí.
Sin que ninguno de los dos notara su presencia, Gregg había regresado de la cocina con unas sobras de carne envueltas en un papel de color naranja. Como advirtiera en seguida de la presencia de Conner, ocultó el paquete detrás de uno de los postes del porche y, acercándoseles, oyó que hablaban del gato. Era cuestión de echarle coraje.
—¿Qué pasa con mi gato?
—¿Por qué es suyo? —preguntó Conner.
Luego Hook no había dicho quién lo entró en el recinto.
Hook dijo con flema:
—Se ha escapado.
—¿Lo ha visto usted, señor Conner? —preguntó educadamente Gregg. Y, en tono menos educado, continuó—: Supongo que el maldito venía a la feria.
—Sí, lo vi junto al muro y pasó corriendo delante de mí. Creo que alguien debería acabar con su sufrimiento.
—O ponerle una chapa alrededor del cuello —dijo Gregg aludiendo de un modo muy sutil a las placas nominales de las sillas del porche.
—¿Qué? —A Conner le costó comprender, como siempre, la excitada forma de hablar de aquel hombre.
—Probablemente el único condenado visitante de la feria, con la tormenta —continuó Gregg, casi enloquecido por su propia atrevimiento en vista de la presencia, allí mismo, de Conner—. Si pudiera atraparlo —exclamó— le retorcería el jodido cuello.
—Si un grupo de niños encontrara ese animal —dijo Hook a base de sus recuerdos—, se divertirían cruelmente con él.
A Conner casi le mareó imaginar a los niños empapando al moribundo animal con petróleo. Carecía de la tolerancia que tienen para la crueldad la mayor parte de los hombres, de su habilidad para olvidarla o atenuar su recuerdo. Se preguntó si Gregg sería tan bestia como para cumplir su loca amenaza. Quizá sí; una red de oscuras arrugas cubría su cara, y sus rasgos parecían objetos brillantes atrapados en esa red. Conner le preguntó:
—¿Y por qué razón iba usted a lastimar al pobre animal?
A Gregg le cogió de improviso. En mareas tan variables como las de influencia astrológica, juicio y cautela le invadían y abandonaban de forma alternativa; relativamente lúcido, vio claro que se enfrentaba al tirano del lugar y había estado diciendo lo primero que se le ocurría. Ahora Conner, encarándosele, le tendía una trampa.
—Pues porque —contestó inspirado— puede propagar enfermedades.
Conner parpadeó; aquello era verdad.
—He visto corrales de gallinas —intercedió Hook— donde un zorro transmitía tan rápidamente una fiebre, que a la mañana siguiente no quedaba ni media docena en pie.
—Sí, y con los seres humanos ocurre lo mismo —continuó Gregg, advirtiendo, astuto, que había encontrado un punto débil en Conner—.¿No transmiten el tifus? Como Alice vea al gato, seguro que deja que esa cosa apestosa ande jugando por la cocina.
Sus ojos lanzaron un destello y ejecutó un paso de danza, incapaz de reprimir la alegría que hasta sus pies sentían.
El gato no había ido muy lejos, pues se detuvo en cuanto advirtió que no le perseguían. Mientras los hombres hablaban, y como oliera el paquete depositado por Gregg tras la columna del porche, regresó. Alice no había atado el paquete, y ahora ya se encontraba abierto. Las sobras —cerdo troceado— tenían un olor neutro para el gato; este comprendió que, placentera o no, aquello era comida. Olió mansamente los trozos buscando lo magro; inclinada, su pesada cabeza casi se perdía entre los vuelos del papel naranja.
—Miren —exclamó Gregg en voz baja.
Según los tres hombres observaban, el gato, meneando la cabeza, logró sostener el pedacito más pequeño entre los dientes sanos. Pero no podía alzar la mandíbula lo suficientemente para masticar, y el pedazo de carne cayó junto a los otros. La delgada cola amarilla se agitó dos veces. Durante unos instantes estuvo lamiendo un bulto de grasa gris, y después, perdido todo interés, levantó la cabeza, vio a los hombres, salió corriendo del porche y, rodeando la casa a trompicones, se internó en la sombra.
—¿Quién puso esa carne allí? — preguntó Conner.
—Traje un poco de la cocina —admitió Gregg pensando que ahora se las iba a cargar.
Conner comprendió el profundo error que había cometido con aquel hombre; sintió haber desconfiado de aquellos indefensos ancianos a quienes la mayor indigencia no había desposeído de la capacidad de actos como aquel.
Le hubiera gustado humillarse ante Gregg, y trató de poner en las siguientes palabras todo el afecto y humildad que sentía.
—Me temo, sin embargo, que haya sido en vano.
Gregg, aliviado al notar, por el tono, que no se le castigaría por haber entrado sin permiso en la cocina, no captó el alcance de las palabras de Conner.
Buddy, que se sentía desairado —y sobre todo cuando, menos de una hora después de marchar Conner, se apagó el sol, se hubiera dicho que para siempre, en las ventanas de la cúpula—, incapaz de soportar su soledad, enfiló las escaleras siguiendo las huellas ya frías de Conner. El gemelo tenía un secreto terror a la soledad, tan agudo, que sentirse abandonado le hacía ver vivo, sin quererlo, lo inanimado: los verdes armarios metálicos, el sepultado piano, los objetos que había sobre la mesa de Conner. Aquellas presencias así convocadas le intimidaron; esperaba que en cualquier momento la ventana hiciera una pedorreta, o que la máquina de enfriar agua se pusiera a borbotear estruendosamente. Las mismas escaleras se cerraban con una facilidad temible, uniéndose las dos paredes precisamente un momento antes de que se llegara al ancho rellano. Los postes que sostenían el pasamanos cruzaban sus sombras a gran velocidad, en una conversación secreta que se hacía más estridente cuanto más de prisa descendía. Cuando apareció bruscamente en el exterior, bajo los soportales y a la vista de varios internos del asilo, estaba sofocado, con la rosada y vacua belleza de un muchacho cincelado por un escultor griego.
Afortunadamente, también Conner le estaba buscando a él. Su superior venía a su encuentro porche adelante, detrás de la hilera de sillas, cada una con su brillante plaquita.
—Ah, Buddy. Qué bien. ¿Tiene algo que hacer?
—He bajado…, el camión de los refrescos puede llegar en cualquier momento. El año pasado vino antes de mediodía.
—Hay un gato enfermo en el recinto. Sufre mucho y mejor sería matarlo.
—¿Está usted seguro?
—Qué pregunta más curiosa; sí, suelo estar bastante seguro de lo que veo.
Luego miró nervioso hacia la mitad oscura del cielo y dijo:
—Me voy arriba, no bajaré hasta mediodía.
A Buddy le pareció que aquel día Conner no dejaba de rehuirle. Era por culpa de la feria; los carcamales hacían, en aquella fecha, lo que querían. Protestó en voz alta:
—¿Y para qué querrán esos una fiesta, si para ellos cada día es fiesta?
Conner no le contestó, salvo para describir el lugar donde había visto por última vez al animal, y la dirección que había tomado al salir corriendo.
Ted, el rubio y joven conductor del camión de bebidas, tarareó una canción en español al compás de la radio:
«Eres niño y has amor,
¿qué farás cuando mayor?».
Eso era lo que solía dar ahora la radio. Ted había empezado incluso a cansarse de tanta moda latina. De cada dos estrellas de cine, una era cubana, mestiza o algo parecido, como si fuese necesario tener la piel oscura para ser algo. Algunos de los chicos que conocía se ponían coletas de torero en la nuca, y se rociaban el pelo con laca perfumada. Antes morir, pensaba Ted, que hacerlo. Que le llamasen puritano, si les daba la gana.
Al enfilar la sinuosa carretera cuyo asfalto se confundía en las orillas con la hierba, tuvo la turbadora sensación de dirigirse al reino de la muerte. Ya no se veía la ciudad, tan solo los campos. Y un asilo allí en medio no arreglaba nada. En una película española, había visto una escena en la que unos esqueletos trataban de alcanzar a un joven, para convertirlo en uno de ellos. Ted quería salir lo antes posible de aquella zona. Tenía que hacer otra entrega antes de comer, a treinta kilómetros de allí, cerca de su casa y casi al lado de un merendero en el que las chicas del instituto, y con ellas su amiga, solían ir a comer pizza y carne a la brasa. Había organizado su lista de entregas a fin de coincidir allí con ella. Haber hecho trampas con la lista le ponían nervioso. No estaba seguro de que el tiempo le alcanzase, si aquello se alargaba mucho. Ni siquiera estaba seguro de poder encontrar aquel maldito lugar. La película daba a entender que en realidad uno no muere hasta después de un año o cosa así, y un científico tomó, justo antes de morir, una droga que le permitiría seguir rondando por ahí. Entonces, la colonia de muertos fundada por él tenía que conseguir el cuerpo de un hombre o de una mujer jóvenes cada once días y, mientras no necesitaban su carne, los guardaban en una cueva. El chico y la chica se habían conocido allí y se enamoraron. La imagen de los dos jóvenes encadenados en la cueva hizo que Ted se acordara de su amiga, Rita, y del vientre de Rita, que ella le había enseñado dos noches antes. Ella pertenecía a un club privado de chicas de Newark que se llamaba Las Monjas y en el que hacían el voto de no dejarse tocar por los hombres. Pero, si querían, podían dejar que los hombres les vieran partes de su cuerpo. Anteriormente Rita se había desabrochado la blusa muchas veces, pero dos noches antes se había levantado la falda por primera vez, bajado sus bragas y puesto en el asiento trasero del coche, mientras él permanecía arrodillado a su lado, con los brazos cruzados delante del pecho tal como había prometido. Los ojos y la boca de Rita, tres sombras en una cara fantasmal, le miraban con una especie de tristeza, mientras que abajo, más pálido y luminoso incluso, el gran óvalo desnudo que mediaba entre cintura y muslos tenía en su centro una sombra negra. Recordar que lo había visto expulsó todos los esqueletos de aquella horrible película.
Encontrar el sitio resultó fácil. Condujo el camión bajo unos árboles y la tierra se abrió y allí, a la izquierda, estaba: un enorme caserón amarillo tras una tapia. Había viejos arrastrándose como chinches por el prado. Para darles un tema de conversación aceleró, y solo tocó los frenos bruscamente al llegar a la entrada, de modo que todas las cajas amontonadas detrás tintinearon que era un gusto. La radio cantaba:
«Será tan vivo su fuego,
que con importuno ruego,
por salvar el mundo ciego…».
Cerró el contacto y, con él, la radio.
—Eh, amigos, ¿adónde hay que llevar esto?
Vio su imagen en el retrovisor lateral. Un cigarrillo envuelto en papel marrón en los labios y la aplastada gorra muy ladeada sobre la frente. Cuando apoyó el antebrazo en el marco de la ventana, su pulsera arañó el acero.
—¿Dónde está Buddy? —preguntó una de las mujeres sin dirigirse a nadie en especial.
Tenía algo que le crecía alrededor del cuello, grande como una bolsa de comestibles: Jesús. Ted no ignoraba que en Nueva Jersey hubiera un estercolero semejante. Incluso sintió pena por ellos, viéndolos tan viejos. Él tenía la esperanza de que alguien le pegara un tiro cuando llegara a los treinta.
—Lo mejor sería que una persona responsable fuera a buscarle —dijo, sin moverse, un caballero de elevada estatura.
—Bah —dijo uno, pequeño, que parecía tener sucia la cara—, ¿y para qué? Buddy no distingue su cabeza de su ojete. Además, ¿para qué encargan esta mierda? ¿Quién diablos se bebe eso? A este al menos le quedaba lengua.
—Otros años las ponen bajo los árboles —dijo una mujer.
Ted le preguntó:
—¿Qué árboles, señora?
El hombre de la cara sucia le interrumpió furioso:
—Los árboles que hay allí en la vega, a sesenta kilómetros de aquí. ¿Qué infiernos piensas, chico? ¿Qué árboles van a ser? Esos de ahí; Cristo, ¿por qué diablos contratará tu empresa niños bobos?
El corazón de Ted latió con ira. Aunque su amiga y la distancia que todavía tenía que recorrer presionaban su cerebro, se lo tomó con toda calma, inhaló el amargo humo y miró de arriba abajo al de la cara sucia. En aquel momento se veía a sí mismo como una elegante serpiente.
—Sí —dijo por fin, como si con aquel silencio le hubiera arrancado una confesión a su presa.
Su sonrisa, pensó, resultaba bella en su serenidad.
—¿Y cómo voy hasta allí, viejo? ¿Volando?
—Vuela si puedes; pareces apto para eso. Si no son capaces de contratar más que mariquitas, por qué no lo dejan correr los de la Pepsi-Cola. No querrás que te empuje, ¿no? ¡Volando! ¿Le han oído?
Los otros viejos nada hicieron por dominar a aquel chalado; actuaban como si fuera su portavoz.
Ted bajó de la cabina de un salto.
—Mire, abuelo —dijo—, son ustedes estupendos, pero no puedo pasarme aquí todo el día. Una mujer me espera en Newark.
—¿Eres de Newark? Conozco Newark. ¿Has vivido cerca de la calle Canby?
—No —dijo Ted, y se sonrojó ligeramente; ese instante de actitud servil le hizo sentirse, ante aquella gente, torpe, vulnerable al ridículo y lento.
—¿Alguna vez tomaste una copa a un bar que se llama Ten Spot, en la calle Polk, donde antes daba vuelta el tranvía? El patrón era Lenny Caragannis.
—No recuerdo…
—A lo mejor es que aún no habías nacido. ¿O será que el niño es puro?
A Ted le pareció que con sus invectivas aquel hombre penetraba en los rincones de su pasado, y que los pocos tesoros que contenían —el perfil de su madre; el rostro tolerante de la pared de ladrillos que veía desde la ventana de su dormitorio, al otro lado de la calle; la piel blanca y brillante de Rita sonrojada en torno a la tensa mata de pelo— quedaban al descubierto en toda su pobreza.
Carasucia se le acercó mucho.
—¿Por qué no me llevas contigo de regreso a la ciudad? Tú eres un duro. Tú no eres para estar empleado, ¿verdad? Tú no estás enamorado de la empresa. Regresemos juntos. Mira, este maldito agujero es una pocilga. ¿Sabes qué nos hacen? Nos ponen chapas en las orejas, como si fuéramos cerdos. Hook, el chico se me lleva a la ciudad.
—Si le descubren, le darán una fuerte reprimenda —dijo el alto.
—Venga —rogó Ted y se sonrojó todavía más—, ¿cómo entro esta porquería? —añadió dirigiéndose a los demás por encima de la cabeza de Carasucia.
—Sales por la puerta marcha atrás —insistió el chalado, bailando y frotándose contra la camisa de Ted—, te aculas al porche y… ¡en marcha! Tú y yo, chico. Bang. Bang.
—¿Dará el ancho? —preguntó Ted al hombre alto que parecía tener cierta autoridad.
—El año pasado lo entraron así, marcha atrás —dijo una mujer.
Poco a poco, procedentes de todas partes, se fueron reuniendo más viejas y viejos.
—No te pongas a llorar ahora —dijo el hombre bajito, el de la cara de aspecto sucio—. ¿Por qué coño contrata tu empresa chiquillos que no son capaces de conducir ni un cochecito de niños? ¿Es que solo sabes ir hacia adelante? Acúlalo de una vez.
Ted dio un paso para alejarse de él, se arrancó la colilla de su boca, la dejó caer a sus pies, la aplastó en la gravilla y dijo en tono contundente:
—De acuerdo.
—Éntralo como sea, descarga la porquería esa, y yo me instalaré en el asiento de al lado y me agacharé. Y luego, pisa a fondo. No mires atrás. ¿Llevas arma, chico?
De hecho, la única arma de fuego que había en un radio de un kilómetro se encontraba en manos de Buddy. Un rifle del calibre 22 comprado por un jardinero hacía muchos años, cuando se veían por el campo zorros y marmotas. Solía guardarse, con algunos cartuchos, en un estante de un armario cerrado existente en el segundo piso.
El cañón oscilaba agradablemente a un costado de Buddy mientras este avanzaba entre edificios y árboles cuyos múltiples colores viraban, bajo la presión de las nubes, hacia un tono metálico. El color del cañón parecía fundamentalmente el de todo lo demás. Con el arma letal sujeta entre dos dedos de una mano, Buddy se convertiría en el centro del universo. Cuando Conner le confió esta tarea, le pareció encontrar en ello una prueba del afecto que por él sentía su jefe; ni se le ocurrió pensar cómo hubiera aborrecido Conner tener que hacer aquello él mismo.
Buddy pasó zancadeando bajo las altas ventanas del ala oeste, pensadas para una sala de baile. Mientras avanzaba, escudriñó los tocones, las cajas vueltas boca abajo, los haces de leña atada con cuerda y los cobertizos que, medio hundidos, se ladeaban y parecían tener puertas de forma romboidal. Las novelas policíacas que acostumbraba a leer para matar el tiempo empezaron a asaltarle el pensamiento. La cautela con que se movía se hizo exagerada. Al llegar a una esquina —había algo a un tiempo inquietante y traicionero en todo recodo de una pared— se detuvo un momento, pasó los dedos por el cerrojo y comprobó el cargador, para ver si todo estaba bien. Los muelles del mecanismo habían perdido flexibilidad debido a la oxidación. Probablemente no llegara a empujar la siguiente bala hasta colocarla en la recámara, si fallaba el primer tiro. Buddy dio la vuelta a la esquina, y allí vio al gato, a menos de seis metros, en el centro de un claro sembrado de astillas. Le sorprendió lo cerca que parecía estar todo en aquel ambiente lleno de presagios. La cara del gato —podía verle los pelos del bigote y la humedad en torno a la boca— asomaba como un plato de loza en un tiro al blanco.
El gato, que se apoyaba en el suelo con solo tres patas, miraba a Buddy, pero no actuaba como si hubiera advertido su presencia. Justo cuando Buddy tenía la amplia frente en la mira, el animal volvió la cabeza y expuso parte de cuello.
—Miau —canturreó Buddy—, m-ia- a-u.
El gato le miró. El ojo sano era un círculo perfecto orillado de ópalo. Repentinamente, el gato receló; no movió ni un solo pelo, pero una fría claridad, aparentemente llegada desde el exterior, tensó las formas próximas a la mira del rifle; la nariz aplastada y los toscos carrillos asimétricos se cristalizaron en el campo visual de Buddy. Con una sensación de prolongada y cada vez más intensa dulzura, apretó el gatillo. El estampido le desencantó: solo un cachetito junto a la oreja.
Si hubiese disparado contra una botella, el líquido de su interior no se habría derramado tan rápidamente como se escapó la vida del gato. El animal cayó sin un solo estremecimiento. Buddy sacó de un tirón el cerrojo, saltó el delicado cartucho dorado y el arma exhaló un ligero perfume acre. Buddy pensó: Si llega a cruzar el río, el secreto habría caído en manos del enemigo. Se acercó al inerte cadáver y lo movió con pie insolente, molesto por no ver ningún agujero de bala en la cabeza. Había pedacitos de madera pegados a la pálida pelusa de su larga tripa. La bala había entrado por la mandíbula para luego atravesar el corazón. Buddy no podía comprender cómo había fallado tanto. Armas defectuosas, sabotaje.
El ruido que Buddy había hallado tan débil reverberó por todo el recinto con estridencia que variaba según el lugar, y despertó curiosidad dondequiera que fue oído. Ted, que había dado media vuelta y entrado marcha atrás conduciendo su camión como mejor pudo hacia el estrecho hueco del muro este, se preguntó qué podía haber sido, pero no pidió a los viejos ninguna explicación. Cuanto menos tuviera que ver con ellos, mejor. La muchedumbre que formaban le ponía nervioso. Algunos habían salido del recinto y estaban cerca de sus ruedas delanteras; los demás se amontonaban en dos grupos, en el interior, abriéndole paso al camión. Todos formaron respetuosamente tan pronto como puso en marcha el motor, como si se dispusieran a ver una gran hazaña, un milagro de los tiempos modernos. Carasucia merodeaba cerca de la cabina, saltando a derecha e izquierda según maniobraba el camión y pegado a las enormes ruedas, que fácilmente hubieran podido aplastarle.
El disparo incitó a Ted a apresurarse. El paquete de cigarrillos mexicanos que asomaba por el bolsillo de su camisa y el propio, grácil aspecto que su mano ofrecía sobre el volante le recordaban, tranquilizándole, la existencia del mundo que le estaba esperando. El camión todavía estaba algo ladeado respecto a la abertura del muro; pero, si volvía a poner la primera, para enderezar, los viejos pensarían que no tenía ni idea de conducir. A la izquierda tenía espacio suficiente: quince centímetros. Al otro lado tenía un pequeño retrovisor, pero la forma estilizada de aquellos nuevos camiones de la General Motors obligaba al conductor a imaginar si tenía o no espacio suficiente para la maniobra.
Ted, sin embargo, había averiguado, a base de conducir, que el margen siempre era mayor de lo que parecía.
—Hay muchísimo sitio —dijo Carasucia—, ¿qué pasa? ¿Se te han helado los pies? ¿Quieres que suba ahí arriba y lo haga yo?
Ted puso la marcha atrás y apretó suavemente el acelerador.
—Endereza las ruedas, chico. Endereza, que ya estás dentro.
Ted había aprendido a conducir con uno de aquellos viejos camiones en que todo era manual; el defecto de los nuevos automatismos radicaba en que, si no se mantenía una velocidad mínima, el motor se calaba. Si se le calaba delante de aquella muchedumbre, haría el ridículo.
—Más —insistía Carasucia—, más.
Mediada ya la maniobra, hubo un ruido sordo, no muy fuerte, a la derecha, en un punto que Ted no alcanzaba a ver. Era solo un roce. Ted corrigió la dirección de las ruedas delanteras, mientras el motor seguía ronroneando en marcha atrás a muy poca velocidad. El rechino aumentó; pero, avanzando unos tres o cuatro palmos más, el camión encontraría ya la entrada y se hallaría en zona más segura. Tras un último y doloroso ruido, el cuerpo del camión quedó por fin libre, pasó, y una piedra golpeó el estribo de la cabina.
Ante la mirada de los que se encontraban en el lado derecho, la lenta presión de la carrocería había abierto varias grietas en el viejo mortero pardo, casi todo él de agua y arena, y un bloque en forma de cuña, aproximadamente de unos dos metros y medio, se hundió esparciendo piedras por la hierba.
—¡Cristo, chico! —chilló Gregg—. Mejor será que lo dejes correr. ¡Estás chalado!
El fragmento destruido correspondía principalmente a la parte interior. Porque el muro, en apariencia grueso y muy firme, constaba, en realidad, de dos paredes exteriores separadas; lo que resultó en verdad sorprendente para los que miraban en silencio fue descubrir que los albañiles que construyeron el antiguo muro habían llenado el hueco con cascotes acumulados sin cemento, pedazos de roca y piedras pequeñas que ahora caían rodando sin resistencia alguna.
El camión había entrado en el recinto mientras Conner subía las escaleras; el rápido estruendo y el sordo retumbar, más suave, del hundimiento no llegaron a la cúpula. El disparo de Buddy no había sonado allí con más fuerza que una rama partida. Conner no lamentaba haber ordenado que matasen al animal. Quería que todo estuviese limpio; el mundo, pensaba, necesita ser renovado y era aquella una fase de la historia sin guerras purificadoras ni purgas que todo lo arrasen; la reforma era lenta, y las cosas en decadencia se les permitía languidecer y pudrirse hasta el final. Un mundo vegetal. Tenía él una teoría orgánica: probablemente los viejos organismos, al morir, fertilizaran químicamente la tierra. Por eso el sonido del disparo, aunque disonante, satisfizo al rebelde que había en Conner, al idealista, al hombre que ansiaba crear ámbitos para las cristalinas creaciones que en el fondo de su corazón creía sucesoras de todos aquellos viejos. Por el propio gato no sintió más que pena.
Cuando le dieron aquel cargo lo aceptó. Había esperado, como buen irlandés, algo espectacular; pero en la administración y el orden hay poco espacio para eso. El mundo moderno ofrecía escasas oportunidades de mostrar el celo personal en ningún campo. Al principio tuvo que subsanar el desgobierno de Mendelssohn: convirtió el ala oeste en un hospital adecuado; logró que Sanidad enviara al doctor Angelo; el primer verano hubo un gran trajín de pintores y albañiles, y eso duró hasta entrado el invierno. Pero habían pasado más de dos años; esta era su tercera feria: muchos de los que le dieron la bienvenida a aquel lugar (¡con cuánta asiduidad había tratado de aprender los nombres de todo aquel primer grupo!) no existían ya, pero la población había crecido y seguía creciendo. Ello obedecía a causas racionales: la longevidad, el menor espacio de las viviendas, la disolución de la familia por la ruptura con la religión tradicional. Los folletos y manifiestos políticos que el correo le traía a diario explicaban el hecho clara y razonadamente. La existencia de asilos, cada vez más llenos y mayores, era uno de los elementos necesarios en el grandioso proceso de Ajuste, ese término, cada vez más corriente, que abarcaba terrenos como el del estancamiento internacional, la igualdad económica general, los desplazamientos de población hacia los «estados vacíos», y la tan difundida teoría física de la entropía, la tendencia del universo a la homogeneidad, hasta que cada átomo de energía quede establecido en un espacio de cien kilómetros cúbicos, por lo demás vacío. Este final, debido a que no se preveía ninguna nueva causa que fomentara la heterogeneidad, parecía inevitable.
A pesar de todos estos elementos tranquilizadores, sin embargo, las limitaciones del puesto de prefecto de un asilo iban desgastando a un ser entregado a una visión dinámica del mundo: la visión del hombre viviendo saludablemente y sin miedo bajo cielos vacíos, «en armonía», según rezaba la frase del momento, «con sus posibilidades satisfechas». Conner estaba aburrido. Ansiaba alguna oportunidad de demostrarse; envidiaba a los primeros racionalistas el martirio que habían sufrido, y a los primeros reformadores, la fiereza de sus reacciones y su egoísmo. Faltaban aún dos años para su ascenso automático. El principal inconveniente de su trabajo estaba en el mucho tiempo que dejaba al ocio; no era solo que hubiera muy poco que hacer, y que se viera obligado a crear trabajo inventando planes como el de poner chapas a las sillas, sino que la inactividad había acabado por convertirse en su forma de vida. Aquel reposo, solo adecuado para internos que simplemente esperaban el fin de sus días, había terminado por infectarle.
El solaz, por ejemplo, que había hallado en los deliciosos momentos pasados junto a Hook esa mañana. O su modo de permanecer junto a esa ventana, sin mirar nada, o mirando cosas vacuas: el tejado de hojalata roja del ala oeste; los cobertizos y porquerizas de allí abajo; fragmentos del muro oeste que aparecían a intervalos entre los árboles; y la puertecita del lado de Andrews, abierta hoy para la fiesta. Alguien la atravesaba pegándose al muro y después a los matorrales: Lucas. A pesar de la distancia, estaba seguro de que era Lucas. Llevaba consigo algo envuelto en una pequeña bolsa de papel, demasiado grande para tratarse de caramelos, demasiado pequeña para ser comida. Mientras Conner trataba de averiguar qué sería, Lucas desapareció de su vista bajo el canalón del tejado rojo.
El cristal inclinado que reducía las corrientes de aire ponía una pátina peculiar, de un color pálido que no era ni castaño ni azul en el brillante barniz del alféizar.
Conner había preferido situarse junto a la ventana oeste, porque el espectáculo de los preparativos en la parte este del prado le hería los ojos; no quería sentirse obligado otra vez a bajar para hacer de pastor. Buddy estaba con ellos: nada podía ir mal. De todas formas, todo era en vano; la inminente lluvia lo suspendería todo. Al oeste, el cielo no estaba todavía encapotado: Entre las copas de los árboles y el borde superior de su ventana, un azul ignorante de todo lo colmaba. Después se oyó un molesto retumbar seguido de un estruendo, y Conner fue testigo del fenómeno que dos mil años antes había convencido al poeta Horacio de la existencia de los dioses: un trueno procedente de un cielo despejado.
Abajo, delante de la fachada, Buddy estaba tratando con Ted a fin de que Pepsi-Cola pagara el arreglo del muro: no había motivo para alarmarse, todo el mundo estaba asegurado. Como había podido comprobar, el muro estaba, de todas formas, en mal estado. Dejando caer la azada con la que todavía no había empezado a cavar, corrió al lugar del accidente y vio que el responsable tenía un aspecto curiosamente infantil. Con voz afónica por la aprensión, el muchacho insistía en que no era culpa suya y en que tenía que llegar a Newark en cuestión de minutos, so pena de quedarse sin empleo. El conductor era bastante guapo, a la barroca manera de la clase baja, y su simplicidad despertó de inmediato en Buddy instintos naturales. Los dos jóvenes tenían aproximadamente la misma estatura y aspecto. Viéndolos de lejos, un viejo rezagado pensó que el gemelo de Buddy acababa de llegar de visita. De hecho Buddy tenía mejor color, cinco años más, y había recibido educación. Conscientemente superior, pero actuando con visible ternura —regocijado aún por haber sido más listo que el gato—, ayudó al conductor a enfilar marcha atrás el camino. Después, mano a mano, descargaron rápidamente el pedido de refrescos; rápidamente porque algunas gotas empezaban a motear la azulada trasera del vehículo. Cuando sonó el trueno, los viejos se esparcieron, no sin antes recoger colchas, conservas, burdos juguetes, bastones y tesoneros bordados. Cuando se apresuraban en dirección a los soportales, bajo hileras de bombillas de colores, que ahora balanceaba el aire, el cuarto toque de la media les animó en su huida; era la llamada de la comida, procedente de un alto triángulo que en tiempos de los Andrews servía para avisar a los braceros.
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