TOMA DE TIERRA: La aventura de publicar (III)

Por Fernando Morote

 

 

Mi primer libro publicado no fue en realidad mi primer intento de publicar un libro.

Mi carta de presentación era un material elaborado a base de tonos, ritmos y contenidos irregulares. Postulé al financiamiento de una entidad gubernamental encargada de promover nuevas figuras en el campo de la literatura. Era mi oportunidad de sorprender con textos audaces a los funcionarios del estado que revisaban y seleccionaban los manuscritos. En ningún momento pensé que un título como “El arte de cagar parado” podía herir la susceptibilidad oficial. Ocho semanas después me lo devolvieron sin contemplaciones diciendo que no podían romper tantos moldes.

Antes de eso había fracasado en decenas y docenas de concursos, gastando buenos billetes en fotocopias, encuadernaciones y correo. El sueño de ser identificado como un escritor de prestigio no me dejaba dormir.

El siguiente paso, entonces, era conseguir un padrino. Un autor reconocido que hablara bien de mi trabajo, que exaltara mis cualidades y que escribiera el prólogo de mi obra inaugural. Ése sería el apoyo perfecto. Un amigo me ayudó a contactar a Julio Ramón Ribeyro, cuyo respaldo constituyó una sólida motivación para mantenerme en la ruta. A partir de ese encuentro se sucedieron una serie de entrevistas que ni en la época que me drogaba con mayor ferocidad hubiera podido alucinar. Viajé a Chile y me reuní con Nicanor Parra, en Lima hice lo mismo con César Calvo y Fernando Ampuero, también charlé con Armando Robles Godoy. Recibir los comentarios y las sugerencias de estos artistas contribuyó de manera significativa a sentir que estaba pisando terreno firme.

Por último Eduardo Parra, organizador del evento cultural denominado “Poetas por la Paz”, me animó a publicar “Poesía Metal Mecánica”. La ingenuidad del debut se evaporó con la edición de esos 500 ejemplares. Una aventura que en 1994 me costó 700 dólares, suma que en esos años, para un novel escritor con inciertos ingresos mensuales, representaba una considerable inversión; una empresa de alto riesgo que implicaba varios meses de endeudamiento. Finalizado el acto de presentación, todo el proceso relacionado a difusión y venta corrió también por mi cuenta. Cumplido su compromiso básico, el editor desapareció del mapa.  Me sentía como un suplente que había sido llamado a la cancha y entraba emocionado, esperando la ovación de la tribuna, pero lo único que recibió fue la patada de bienvenida por parte del rival. No me resultó difícil entender que tenía entre manos un producto no convencional, por lo tanto necesitaba canales no ortodoxos de distribución. En lugar de librerías y bibliotecas elegí bares y burdeles. Al cabo de un período de alta frustración convertí el remanente del tiraje en una versión impresa de Juana de Arco.

Década y media más tarde regresé al ruedo, rediseñando “El arte de cagar parado”. Tomé los relatos más provocadores del manuscrito original y retiré los textos subversivos, añadiendo 2 tipos de composiciones que alguna vez pensé desarrollar como cuerpos independientes: una selección de páginas de mi diario y un compendio de cartas personales. Utilizando esas piezas armé una novela que bauticé como “Los quehaceres de un zángano”. Ahora me jugaba el cuello con algo menos agresivo, pero igualmente caótico.

Esa carpeta en bruto viajó conmigo a Nueva York. Desde aquí intercambié información y coordiné detalles con varias editoriales limeñas. Examiné las tarifas de sus servicios profesionales y en ese proceso establecí un vínculo más estrecho con el director de una de ellas, quien me señaló un número de errores en la construcción del discurso narrativo. Su honestidad y dureza fueron un aporte valioso. Una vez aplicadas las correcciones sugeridas, entregué la propuesta a un grupo editorial extranjero asentado en Lima. Tras evaluarla me comunicaron que estaban interesados en editarla, pero había una condición previa para concretar el acuerdo: debía moderar el lenguaje y transformar la novela en un libro de cuentos para jóvenes.

Acepto que ser exhibido en los anaqueles y las vitrinas, igual que todo en la vida, tiene un precio. Pero si para poner mi libro en circulación tenía que adaptarlo a las exigencias y los requerimientos del empresario, prefería pagar el pecuniario antes que el de la libertad creativa. Soy muy terco e impaciente; a través de los años y las repetidas experiencias he aprendido a manejar emocionalmente el rechazo.

A efectos de trazar el propio camino y granjearse un espacio en el vasto, infinito espectro de la literatura, lo importante es trabajar con un editor que sintonice en la misma frecuencia y comparta la idea ofrecida por el autor, pero que sobre todo que no venda libros como fruta en el mercado. En lugar de desvivirse por la quimera celestial del triunfo y la fama, es preciso concentrase en la acción productiva. La pose de divo sólo encaja en la esfera de la farándula.

Mis libros no están disponibles en las librerías, pero gracias a la era digital se pueden adquirir en formato electrónico y en su concepto tradicional de papel en -y desde- cualquier parte del mundo.

Publicar sigue siendo una aventura. Ribeyro me confió que aun para él, siendo un escritor consagrado, nunca había dejado de serlo. Hoy entiendo que es, además, un asunto accesorio, secundario. La actividad principal de un escritor continúa siendo escribir, aprender y retarse a sí mismo.

Fernando Morote. Piura, Perú-1962. Autor de las novelas “Los quehaceres de un zángano” (2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011), los libros de relatos “Brindis, bromas y bramidos” (2013), “La cocina del infierno” (2015) y “Melodías en la orquídea” (2017), así como el poemario “Poesía Metal-Mecánica” (1994). Actualmente está preparando un libro sobre cine clásico.

 

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