Corina Vanda Materazzi
Me pregunto para qué. Me respondo que no sé.
Igual me afeito porque es algo que de todas maneras hago en forma rutinaria hace años, como levantar la tabla del inodoro antes de mear, como llegar a la oficina y decir “buenos días” aun sabiéndose despedido. Hago cosas porque hay que hacerlas, como tantas cosas que uno no se pregunta para qué ni por qué, pero las hace y punto.
Mientras me enjuago la cara frente al espejo veo la alianza en mi dedo, no me pregunto nada.
Me miro la cicatriz en la sien y sigo en silencio.
La muerte de Cecilia, no tuvo un mismo por qué para todos, aunque todos fuimos testigos de su deterioro: al comienzo imperceptible después precipitado. Sus mejorías solo fueron una pausa, un rellano en donde recuperar aire para continuar la caída pendiente hacia abajo.
Al principio fue la duda de todos: “¿Si hacen una interconsulta?”.
Más tarde la negación: “Se la ve tan bien… no puede ser”.
Antes que Cecilia doblara en la última curva para adentrarse en velocidad a la recta final, todos construyeron un catálogo previsible acerca de los motivos por los cuales era inevitable que Cecilia se muriera, como si encontrar razones pusiera una distancia necesaria para sufrir menos. Como si eso les proporcionara el ticket liberador para empezar a alejarse y entonces cuando ese día llegara, los encontrara lejos con un por qué, hecho a medida, enfundando sus ojos.
Desde este paraje al cual todos rehuyeron y que nada tuvo que ver con la aceptación, cada tanto regresaron (los que pudieron) en visitas restringidas y breves, envueltos en la protección de curas milagrosos, manos sanadoras, estampitas redentoras, botellas con agua bendita.
Cecilia y yo no supimos por qué, tampoco nos interesó saberlo y quedar atrapados en ese espiral centrífugo de interrogantes que asfixian.
¿Por qué habrá una necesidad de querer saberlo todo?
¿Qué abismo insoportable se dibuja frente al vacio de saberse ignorante?
¿Por qué en el silencio se acumula miedo?
No entiendo cómo todos sufren la muerte con asombro; si es la única certeza que tenemos al despertar, si es a donde vamos, si todos los días achicamos esa distancia que nos separa del punto final. A todos se les desgrana el tiempo en las horas, tratando de encontrar explicaciones que aun en el caso de dar con ellas: no sirven para nada.
Convinimos con Cecilia en dosificar el poco aire que teníamos. Aprendí con ella a erosionarnos, a perder la fuerza de la resistencia a fantasear en secreto con la idea de morir juntos. Todos intentan evitar pronunciar ciertos verbos, incluso sabiendo que tarde o temprano se conjugan.
Cecilia y yo teníamos una ventaja sobre el resto o al menos sobre muchos o casi todos o algunos o nadie… no importa. Con la última tomografía supimos casi con exactitud cuánto era el tiempo de descuento. Ahí, en ese momento, me sentí el hombre más diminuto y a la vez el más absoluto. Ese día supe, que no es indispensable saberlo todo, sino que, ciertas precisiones por mínimas y aun fatales nos posicionan diferente.
Entendí que la vida me brindaba una oportunidad que no podía soslayar: me salvaría del desgaste, quedaría a salvo del hartazgo, del apetito que se va perdiendo.
Organicé entonces la manera de pegarme un tiro cinco segundos después de que Cecilia dejara de respirar, porque sospechaba, que en el segundo seis, el dolor se transformaría en agonía y entonces la muerte me gatillaría en la sangre a repetición y el cuerpo se me iría disciplinando a ese martirio, en un rosario de inagotable sufrimiento.
Tocan a mi puerta, es la enfermera que me avisa que tengo visitas. La miro desde algún lado que ella seguramente presupone lejano a la cordura. Eso me provoca risa y la risa se transforma en carcajada como una bola de nieve que avanza y produce pánico. Hago silencio entonces, porque la naturaleza es silencio, el silencio superpuesto sobre otros silencios, son silencios integrados a la armonía de otros silencios, como los árboles mudos integran al aire callado con el sonido del viento o como la huella de un animal que señala el lugar exacto en donde el áspero silencio de una pisada depositó un sonido en el gran silencio de la tierra. Entonces me acuerdo del segundo seis de aquella tarde y pienso que la vida era antes y que yo sigo en silencio y miro por la ventana como siempre a ninguna parte.