Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura (Final)

Kenzaburo Oé

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Una vez recibidos los primeros cuidados requeridos por su estado en traumatología, el hombre gordo volvió a bajar a la sala de espera. Eeyore, todavía agotado pero de nuevo tranquilo, estaba sentado al lado de su madre. Ésta le comunicó a su marido el diagnóstico del oftalmólogo: la visión de Eeyore era comparable a la de los ratones; cada ojo tenía un campo de visión diferente; también como los ratones, no percibía los colores; además, no podía distinguir con claridad los objetos situados a más de un metro, defecto que, tal como estaban las cosas, era imposible de corregir porque el niño no mostraba ningún deseo de ver con claridad las cosas que tenía a distancia.

—Ésta es seguramente la razón por la que Eeyore mira el televisor tan de cerca, pegando casi la cara a la pantalla, durante los anuncios publicitarios, ¿verdad?

Ella dijo esto con energía, como mujer decidida a mantener, en todas las circunstancias, la voluntad en buen estado de funcionamiento, como si, incluso en el veredicto sin esperanza del médico, ella hubiera sabido descubrir algún elemento positivo y beneficioso, y se esforzara por sacudir un poco a su marido y sacarle de su postración.

—También hay niños con visión normal que siempre tienen la nariz pegada a la pantalla —protestó sin gran convicción—.Todo lo que ha hecho ese médico enano ha sido meterle miedo a Eeyore, hacerle daño, hacerle llorar y gritar, y todo salvajemente. ¡Nada más! Dime, ¿de qué parte de la exploración ha podido sacar todo este desastre, eh?

—Pienso que es verdad que Eeyore no puede distinguir con claridad los objetos que están lejos de él, y que no tiene ningunas ganas de verlos.

—Su voz, reflejaba, francamente, su desilusión—. Cuando le llevamos al zoo, él, que se interesa tanto por los animales de sus libros de cuentos, no manifestaba la menor emoción al verlos en la realidad; se contentaba con mirar las barandillas o un rincón del suelo a sus pies. Claro que la mayor parte de las jaulas del zoo se encontraban a más de un metro del público, ¿verdad?

El hombre gordo decidió llevar a su hijo al zoo. Con sus propios ojos y oídos como antenas, y teniendo como “bobina” sus dos manos estrechamente unidas, sus dos cerebros estarían colocados en la misma longitud de onda y así, a su escala personal, se constituiría, en beneficio de su hijo, en “antena” del espectáculo real del zoo.

Así pues, en esa coyuntura tan compleja, el tándem formado por los dos obesos, una mañana de invierno de 196…, tomó el camino del zoo. Por temor al efecto del frío sobre el asma de su frágil hijo, su madre le puso tanta ropa como le fue posible. Por su parte, el padre, que intentaba diferenciarse lo menos posible de su hijo, su madre le puso tanta ropa como le fue posible. Por su parte, el padre, que intentaba diferenciarse lo menos posible de su hijo, le compró cuando iban hacia la estación, en una tienda de deportes, un gorro de esquí de lana negra, el mismo que él llevaba, pero de talla pequeña; y Eeyore parecía, incluso a los ojos de su padre, un pequeño animal del Polo Norte. Hasta cierto punto, también debían parecer los dos, a los ojos de la gente, dos esquimales, padre e hijo, gordos pero no demasiado. Así subieron al tren, redondos como balones, cogidos estrechamente de la mano. Sudaban la gota gorda bajo sus ropas; el sudor corría a lo largo de sus narices, en tanto que sus caras de luna llena iban enrojeciendo, por lo menos allá donde se podía percibir algo, entre el gorro de esquí y el cuello levantado del abrigo: y se dejaban mecer dulcemente al compás de la trepidación del tren. A Eeyore le encantaba la sensación de moverse en equilibrio inestable, comenzando por la inestabilidad de la bicicleta. Sin embargo, su equilibrio amenazado tenía que estar respaldado por una sensación de seguridad, de sentirse protegido por alguien; evidentemente, por su padre. Pero a pesar del gozo que sentía al tomar un taxi, si su padre se quedaba en el vehículo para pagar y él salía fuera con su madre, terminaba por dar un espectáculo poniéndose esquizofrénico; y es probable que si se hubiera perdido en un tren, hubiera estado a punto de volverse loco. Para el padre, viajar en tren en medio de extraños con su hijo incapaz, que dependía por completo de él, era incontestablemente una fuente de satisfacción.

Y como, comparada con las emociones que acumulaba, día a día, en su existencia cotidiana, esta satisfacción era, en su mismo principio, altamente positiva y de una incomparable pureza, su origen con toda seguridad no estaba dentro de él, sino en el bienestar, parecido a una bruma, que se eleva en el espíritu confuso de su hijo y llegaba a él a través de las dos manos unidas, un bienestar que él llevaba entonces hasta la luz de la conciencia. Por el contrario, a la inversa, su propio contento llenaba a su vez el alma de su hijo de un gozo nuevo, claramente orientado y localizado (al menos, así razonaba él) por una relación análoga a aquélla que reposaba, en los intercambios mentales entre ellos durante los regresos en bicicleta después de degustar la Pepsi—Cola y los tallarines en caldo de carne… Conforme al diagnóstico del médico sobre el defecto de visión que impedía a Eeyore distinguir los objetos lejanos, al niño no le fascinaba en absoluto el paisaje que desfilaba detrás de los cristales del tren. En cada estación, era la apertura y el cierre de las puertas lo que llamaba su atención. Pero tenía que estar a menos de un metro para poder ver funcionar el mecanismo; así que, incluso cuando había plazas vacías, renunciaban a sentarse y permanecían de pie, agarrados a la barra de seguridad colocada inmediatamente al lado de la puerta.

Ese día, la atención de Eeyore estaba puesta, esencialmente, en la novedad que constituía su gorro de esquí. Pero lo que contaba para él no era el aspecto exterior del objeto, sino la sensación al contacto con su piel. Así, después de toda clase de reajustes en la goma de su gorro, hasta ocultar por completo cejas y orejas, encontró por fin la sensación que le pareció definitiva. Inclinándose sobre su hijo, el hombre gordo tuvo verdaderamente la sensación de confort que abarcaba por completo toda su cabeza. En la estación donde tenían que cambiar de tren, a lo largo de los pasadizos subterráneos o en las escaleras, percibió muchas veces miradas burlonas en la cara de la gente al ver a un padre y a un hijo tan excéntricos; pero, lejos de sentir la más mínima vergüenza, gritaba entusiasmado, como si estuvieran solos, al reflejarse sus rechonchas figuras en los escaparates de la galería comercial:

—¡Mira, Eeyore! ¡Somos dos gordos esquimales! Qué guapos, ¿verdad?

La manita del niño le servia de defensa contra los demás; y él, que cuando salía solo tenía que tomar tranquilizantes, se volvía extrovertido. Le bastaba con apretar con su mano la de su hijo para sentirse liberado, incluso en medio de la muchedumbre, como si estuvieran rodeados por una pantalla de protección.

Caminando despacio, con precaución, con la mirada explorando el suelo bajo sus pies, febrilmente ocupado en determinar con sus pobres ojos —que no parecían distinguir bien las superficies ni los volúmenes, como si sólo vieran su perspectiva— si el mosaico a cuadros era la continuación del suelo plano o el primer peldaño de una escalera, Eeyore hacía cortésmente eco a su padre:

—¡Eeyore, qué guapos!

Eran las diez y media cuando llegaron al zoo. Como tenían las manos ligeramente húmedas, aunque fuera una mañana de invierno, la comunicación entre ellos se estableció de manera ideal, en la medida en que el contento del hombre gordo se acompañaba de una conciencia clara; y, por adelantado, se exaltaba ante la idea de toda la experiencia prevista en el zoo y que iban a saborear. Cuando, por recomendación expresa de su esposa, penetraron en el recinto reservado a los niños, el zoo infantil, donde se podían acercar hasta tocar los corderitos, las cabritas y los cerditos, así como las ocas y los pavos, que llevaban largos años de buenos servicios, estaba a rebosar a causa de la presencia de grupos de escolares. Y aunque no había manifiestamente sitio para un niño como Eeyore, cuyos movimientos eran de una lentitud extrema, no se sintió especialmente contrariado. Ciertamente, su mujer deseaba que Eeyore se acercara a menos de un metro de los animales y que los pudiera contemplar, ver y tocar; pero él tenía otra idea en la cabeza: rechazar el diagnóstico desesperante del médico, convertirse en los ojos de Eeyore, distinguir con una precisión aguda las bestias que se encontraban a distancia, y transmitir su imagen a su hijo a través del apretón de sus manos unidas; así, al responder su visión a las señales que le llegaran de dentro, el niño comenzaría a apreciar las formas. Tal era el procedimiento un poco irreal que había elaborado el hombre gordo y que era la causa de que hubieran ido al zoológico. Después de un rápido vistazo a los escolares que llenaban el recinto del zoo infantil, a su aglomeración delante de las pobres bestias pequeñas, a sus miradas iluminadas en tanto que enarbolaban los paquetes de palomitas o los cucuruchos de pescado frito, renunció inmediatamente y llevó a su hijo hacia el lado de las jaulas de los animales salvajes, los más grandes y los más feroces.

—Eeyore, dime quién ha venido al zoo a ver a las fieras salvajes semidomesticadas, a los “amigos del hombre”. ¿Es que no hemos venido a ver a los osos, los elefantes, los leones? A ver a esos ciudadanos que, si no estuvieran en jaulas, serían, ¿no es verdad?, los “peores enemigos del hombre”.

Así, monologando a medias, el hombre gordo transmitía sus pensamientos a su hijo. Éste último no manifestó, como es natural, nada que respondiera al entusiasmo de su padre, pero al pasar delante de las jaulas de los leones dio la impresión de ponerse un tanto tenso, como un joven animal sin defensa, abandonado en plena jungla y reducido a sus propios recursos que notara a su alrededor la presencia inquietante de las fieras peligrosas. Entonces, el hombre gordo tuvo una sensación exultante de que sus palabras habían sido entendidas perfectamente.

—¡Mira, Eeyore! ¡Un tigre! ¿Lo ves, allá abajo, esa cosa con sus rayas amarillo oscuro y negro, y también algunas mechas blancas? ¡Es un tigre! ¡Eeyore, estás viendo un tigre!

—¡Eeyore, estás viendo un tigre! —repitió el niño como un loro mientras que, intuyendo la presencia de alguna cosa con su sentido del olfato, sin duda muy agudo, apretaba con fuerza la mano de su padre mientras uno de sus ojos, pues era bizco, le hacía inclinar de lado aquella cara de luna llena carmesí al clavar una mirada inexpresiva sobre el punto del suelo donde se enterraban los barrotes de hierro de la jaula.

—¡Eeyore, levanta los ojos! Hay una cosa negruzca y redonda, y encima está sentado un monstruo negro muy peludo, ¿verdad? Es un orangután, Eeyore. ¡Es un orangután! Eeyore, estás viendo un orangután, ¿sabes? ¡Eeyore, estás viendo un mono muy grande!

Sin soltar la mano del niño, el hombre gordo se colocó detrás de su hijo y le hizo levantar la cabeza hacia arriba, manteniéndola inmóvil contra su muslo con el brazo que tenía libre. Correspondiendo dócilmente a la voluntad de su padre, Eeyore dirigió sus miradas oblicuas hacia el cielo de invierno sin nubes; cerró los párpados ante el resplandor del cielo invernal e hizo unas muecas que formaron finas arrugas en su piel y le dieron aún más el aspecto de un niño esquimal. Aquello podía interpretarse como la sonrisa que identificaba al orangután acurrucado inquietantemente encima de un viejo neumático sobre el fondo del cielo azul, pero no podía tener ninguna certeza de ello.

—Eeyore, estás viendo un mono muy grande! —repitió el niño con su voz monocorde, que transmitió directamente la débil vibración de sus cuerdas vocales a la mano paterna que sostenía el mentón del pequeño obeso.

A la espera de que el orangután empezara a hacer sus piruetas, el hombre gordo mantenía firmemente el mentón de su hijo en aquella posición, apoyado contra su muslo, con la mirada hacia arriba. Había llovido hasta el amanecer y en las alturas soplaba todavía un viento fuerte, por lo que el azul del cielo estaba lleno de un brillo duro, inhabitual en Tokio. Además, el orangután parecía gigantesco; totalmente negro, su contorno se delimitaba extraordinariamente en el azul del cielo… El hombre gordo sabía, porque lo había leído en una revista de zoología, que aquel orangután padecía hipocondría, hasta tal punto, que tomaba cada día tranquilizantes, y que su actividad motora estaba reducida en extremo. Verdaderamente, aquel orangután reunía todas las condiciones para ser un objeto que pudiera atraer al ojo de Eeyore. Sin embargo, por desgracia, parecía que los síntomas depresivos del orangután eran de una gravedad excepcional; pues, aunque miraba a menudo con un ojo suspicaz al padre y el hijo que aguardaban quietos, no hizo siquiera ademán de empezar sus piruetas. Al fin, la luminosidad del cielo fatigó tanto la vista del hombre gordo, que acabó por percibir al orangután como una especie de halo negro. Decepcionado, el hombre gordo se alejó, llevándose a su hijo de la jaula del mono hipocondríaco.

El padre comenzó a sentirse fatigado y temía que, por el canal de las manos unidas, su cansancio pasara a su hijo, y cuando pensó en la cantidad de tranquilizantes que debía de tomar el orangután, tuvo un disgusto al recordar que antes de salir de casa aquella mañana él no había tomado los suyos. A pesar de todo, sin renunciar a su idea, siguió, con esfuerzo, tratando de asumir el papel de “conductor de visión” entre las bestias peligrosas y el cerebro de su hijo. Quizá se esforzaba también en conservar el ánimo por temor a comunicarle a su hijo —que repetía mecánicamente las palabras de su padre mientras dirigía una mirada vaga y mal centrada, más que hacia los animales, hacia las malas hierbas tristonas que crecían en el espacio libre entre la barrera y las jaulas o hacia las gordas palomas que revolvían con aquel pico que era el símbolo de su ruda torpeza los desperdicios caídos en el suelo— el humor de sumisión que había sentido cuando con su bata de médico demasiado grande para él y sucia, el oftalmólogo, contrayendo convulsivamente su cara de mantis religiosa de un color que parecía ahumado, había realizado toda una serte de crueldades para emitir su desesperante diagnóstico. Luchaba también contra una repulsión tan asquerosa como arraigada que amenazaban con contaminar y ensuciar, al mismo tiempo que su propio pensamiento, el espíritu nublado de su hijo.

La verdad era que, apenas hubo entrado en el zoo, el olor de todas estas bestias y de sus excrementos le había dado náuseas y un inicio de migraña. Este sentido olfativo anormalmente agudo era, sin duda alguna, una de las señales que garantizaban los lazos de sangre entre el padre y su hijo. Fuera lo que fuere, y para destruir todos estos signos de mal augurio, el hombre gordo apretaba todavía más fuerte su mano hablándole más alegremente  que  antes  mientras  continuaban   su recorrido por el zoo a la buena de Dios.

—¿Me oyes, Eeyore? ¡Ver, eso es captar un objeto haciendo trabajar solamente la imaginación! ¡Eeyore, incluso si tus nervios ópticos fueran como los de todo el mundo, a menos que consientas en hacer funcionar la imaginación ante las grandes bestias, no verían nada en absoluto! En general, lo que encontramos aquí no son las cosas que estamos acostumbrados a ver en la vida cotidiana y que, por tanto, no exigen que utilicemos la imaginación. ¿Ves, Eeyore, allá abajo, en esa agua amarillenta, esa especie de planchas de madera, de color pardo oscuro, con una arista erizada de puntas en medio? ¿Cómo podría alguien que no tuviera imaginación darse cuenta de que son cocodrilos, eh? Y allí, al fondo, al lado de los manojos de paja y el montón de excrementos cerca del surco de cemento, aquellas dos placas de chapa amarilla que se balancean tranquilamente, ¿quién podría adivinar que son la cabeza y parte de la espalda de un rinoceronte, dime? Eeyore, lo que acabas de ver hace un instante, esa especie de enorme tocón gris, era una pata de elefante; pero que el verlo no te haya llamado la atención para que te digas: ¡Veo un elefante” es totalmente natural; pues ¿por qué un pequeño nativo de una isla oriental tiene que tener, desde su nacimiento, la facultad de imaginar elefantes de África, eh, Eeyore? Ahora, cuando vuelvas a casa, si te preguntan: “¿Eeyore, has visto el elefante?”, olvida toda esta historia del tocón gris, grotesco y grande; no pienses más que en los elefantes, tan fáciles de reconocer, de los dibujos de tus libros de cuentos, y responde: “¡Eeyore ha visto el elefante!”, aunque es verdad que el tocón gris es el elefante real; pero, en definitiva, de todos esos muchachos sanos que llenan el zoo, no hay ni uno, ¿me oyes?, que, a partir de esa forma gris, de ese tocón, y sólo con su observación, haga trabajar suficientemente su imaginación natural para llegar a identificar el elefante real. ¡Lo que se contentan con hacer, es re—dibujar la imagen que tienen en la cabeza, el elefante de los dibujos! ¡Así, Eeyore, si no te has impresionado demasiado al ver el verdadero elefante, no hay que desanimarse.

Mientras el hombre gordo parloteaba así, medio monologando, medio dirigiéndose a su gordo hijo, entraron a pequeños pasos a un camino en pendiente que los llevó a una especie de desfiladero estrecho. Prosiguiendo constantemente su parloteo, el padre fluctuaba sin cesar entre dos sentimientos que, en el borde exterior de su conciencia todavía cerrado sobre sí mismo, mantenían un precario equilibrio: por una parte, la sensación de liberación de la aglomeración; y, por otra, una especie de inexplicable angustia que oprimía su corazón. En ese momento, surgió del suelo, como impelido por un resorte, un grupo de gente furiosa; parecían trabajadores y hasta entonces habían estado sentados formando un corro, en el suelo. El hombre gordo advirtió que él y su hijo se encontraban cercados. A pesar de su aturdimiento, se despojó, para dirigirse hacia el mundo exterior, de aquella conciencia que quería permanecer concentrada sobre su hijo, cuya mano tenía siempre estrechamente cogida con la suya; y se dio cuenta de que no solamente se habían alejado de la aglomeración, sino de que el sitio donde se encontraban era una especie de garganta estrecha sin salida. Era la parte posterior del espacio dedicado a los osos blancos; cuando se dejaba caer la mirada más allá de la muralla de piedras amontonadas para figurar una especie de monte rocoso, se percibía un plano inclinado de cemento que formaba una pendiente muy brusca, imitando un acantilado de hielo, por donde los osos iban y venían, y un estanque para que pudieran bañarse. Para cualquiera que, encontrándose en la parte baja en el lado opuesto, hubiera levantado la vista, el lugar donde se encontraban el hombre gordo y su hijo en ese momento debía de parecer la cumbre de una alta montaña desconocida, más allá del acantilado de hielo y del mar. Resultaba que el padre y el hijo estaban perdidos y se hallaban en la parte trasera del iceberg.

Debía de tratarse de un atajo por donde se daba de comer a los osos blancos, o por donde se llegaba a aquel océano Antártico artificial para realizar la limpieza tanto de la pendiente como del estanque, aunque, eso sí, no parecía que tomaran demasiado interés en la tarea. Una vez hubo visto lo que los rodeaba, el hombre gordo se vio envuelto, como por una nube de moscas, de un olor inhumano proveniente de la parte trasera del zoológico, de la zona donde estaban las fieras. Pero ¿quiénes podrían ser aquellas gentes? ¿Qué hacían agrupados allí, en corro, al fondo del atajo, y por qué habían cercado, con hostilidad repleta de odio, al hombre gordo y su hijo, que llegaron allí simplemente porque se habían extraviado? Pensó en seguida que era un equipo de jóvenes jornaleros que, no teniendo nada que hacer ese día, habían ido allí, fuera de la vista, a dedicarse a algún juego de azar. De la cámara secreta donde él se había encerrado con llave para mantener con Eeyore aquella conversación que más que nada era un monólogo, su conciencia había salido lo suficiente al exterior para detectar con prontitud los signos de una partida interrumpida, aunque, a decir verdad, los jugadores no tomaban demasiadas precauciones. Manteniendo aquellos diálogos totalmente personales y exclusivos de los dos, una conversación que tenía como eje central sus manos estrechamente unidas, padre e hijo se habían adentrado demasiado en el terreno de los jugadores, o en su “territorio”, según el lenguaje animal, y no podían evitar un enfrentamiento.

Cogiendo siempre la mano del niño, intentó dar la vuelta, pues no se le ocurría qué decirles; pero uno de los golfos le cortó la retirada apenas intentó moverse y otro se puso a pegarle una y otra vez. Comenzó entonces un interrogatorio severo mientras le llovían bofetadas a diestro y siniestro.”¿Eres de la poli o eres un chivato? No parabas de hablar hace un instante, ¿era para comunicarte con la poli con un micro portátil?”

Mientras recibía puñetazos y patadas el hombre gordo intentaba explicarse, pero sólo conseguía enfurecer aún más a los maleantes.

—¡No hacías más que hablar. y con qué entusiasmo! ¿Es así como hablas a un crío como él?

El hombre gordo replicó en su defensa que su hijo, además de ser retrasado mental, veía muy mal, lo que le obligaba a detallarle todo lo que se encontraba alrededor de ellos, ya que sin tales explicaciones el niño no aprendía nada.

—¡Este crío es tonto! ¿Cómo puede comprender todas tus parrafadas, eh? Basta con mirarlo, es tonto, no comprende una palabra de lo que decimos, ¿es evidente, no?

Los granujas insultaban así a su hijo, y él hubiera querido responder que la comunicación entre el niño y él se hacía por medio de sus manos entrelazadas: pero, presintiendo la inutilidad de sus esfuerzos, con los labios agarrotados no abrió la boca: ¿cuál era el medio de hacer comprender la relación especial que le unía a su hijo? Quiso poner al niño junto a sí para defenderlo con su cuerpo, pero en un segundo le fue arrancada de su mano la manecita cálida y mojada por el sudor; varios hombres se apoderaron de él agarrándolo por los tobillos y las muñecas. Sin cesar de proferir amenazas, se pusieron a balancearlo adelante y atrás, dispuestos a mandarlo al estanque de los osos. Él se veía cogido pasivamente en un movimiento de balanceo que le elevaba a una altura vertiginosa, y captaba en su campo visual el cielo y la tierra dando vueltas, la ciudad y sus calles a lo lejos, los árboles, y justo debajo de él, al fondo de un abismo vertical, similar a una trampa infernal, el reducto y el estanque de los osos. En lugar del reflejo esperado de pánico y terror, era una desesperación radical, monumental y todavía más grotesca la que le embargaba, y se puso a dar gritos, cuyo timbre era demasiado intenso incluso para sus propios oídos, gritos que parecía que iban a desencadenar en respuesta los aullidos de todas las bestias del zoo.

En ese momento, balanceado y propulsado por los brazos de los golfos hasta lo alto del estanque de los osos —tenía la impresión de que calculaban el impulso necesario para arrojarlo en pleno charco, donde, esperando su llegada, el sucio oso amarillo chapoteaba sumergido hasta los hombros—, el hombre gordo, que había renunciado a poner resistencia, tomó conciencia —con la nitidez luminosa de quien, sobre un mándala, entrevé con toda la fuerza de una revelación la confusión entre el tiempo y el espacio— de que en la desesperación que lo invadía, mientras gritaba como un animal, se combinaban tres cosas diferentes:

a)  Aún cuando convenciera a estos granujas de que no he venido a espiarlos, seguro que, por el puro placer y la excitación de hacerlo, me mandarían al estanque de los osos; no me cabe duda de que son muy capaces de hacer una cosa así.

b) O bien, enloquecido de rabia por haber invadido su territorio, el oso me devora o bien me heriré y entonces, demasiado débil para nadar, pereceré ahogado en esa agua sucia. Suponiendo que salga de ésta, me volveré loco unos segundos; si fue exactamente la locura lo que condujo a mi padre a llevar una vida de total reclusión hasta su muerte, ¿por qué, puesto que su sangre circula por mis venas, me habría de librar yo de ella?

c) Represento para Eeyore la única ventana que se abre al mundo exterior y que le permite aprehenderlo. Cuando, a causa de la locura, esta ventana no dé más que sobre un laberinto en ruinas, inevitablemente, se replegará hacia un estado de demencia aún más sombrío que ahora, aún más turbio; no será más que un animalito martirizado, y entonces desaparecerá para él toda posibilidad de recuperación. Lo que quiere decir que, ahora, hay dos seres que pueden ser aniquilados.

La complejidad de sus confusos sentimientos hizo que su mente se precipitara en una noche de rabia y aplastante dolor, un abismo de insondable profundidad hacia el que empezó a proferir abominables gritos abandonándose a la caída. Mientras caía a toda velocidad aullando, vio sus globos oculares completamente despegados de sus órbitas, y en la pupila, en el centro del círculo color castaño, no se vislumbraban más que el sufrimiento y el terror; ojos de animal. En medio del estrepitoso ruido que emitió el agua al saltar, mojado de asquerosas salpicaduras, el hombre gordo percibió cómo a su alrededor acudía la manada de osos blancos, sus recias pisadas, el rasgar de sus zarpazos… Pero se trataba de un pedrusco que alguien había lanzado desde lo alto, mientras que él todavía era balanceado por aquellos golfos. Ahora se convertía en un globo ocular gigantesco agarrado por aquellos brazos; la esfera, de color de cáscara de huevo, era el mundo donde había vivido en su totalidad su propia persona, y por el sutil castaño del círculo central desfilaba el carrusel del sufrimiento, del miedo, de la idiotez de los retrasados, que recordaban las irisaciones de una canica de cristal. El obeso sólo era un globo ocular; no estaba en situación de atormentarse por su hijo: ni siquiera era él mismo, tan sólo era un ojo, un enorme ojo amarillento, de ochenta kilos de peso… Ya había anochecido en el zoo cuando terminó el lento proceso que, del estado de globo ocular gigantesco, le devolvió a su condición real de fatuo hombre gordo. Un hedor insoportable que, como si fueran dedos sucios, creyó sentir que hurgaba en su pecho, le estaba torturando. En un primer momento, el agua fétida de la que su cuerpo y sus ropas se habían impregnado le hizo creer que en verdad había sido arrojado al estanque de los osos; pero al cabo se percató de que sólo había sido salpicado por el lanzamiento de un pedrusco.

Entonces empezó a hacerse preguntas sobre su hijo, que debía de haberse convertido en un animalito medio loco. ¿Habría muerto? El veterinario —¡el veterinario!— que se ocupaba de él le dijo qué había sido de Eeyore y quiso aprovechar la ocasión para recordarle lo que hubiera podido pasarle. En la versión del funcionario, le habían encontrado después de la hora del cierre del parque, al efectuar la limpieza, solo; estaba llorando en los servicios, más o menos en el lado opuesto al estanque de los osos blancos; durante las horas posteriores estuvo delirando, profiriendo palabras sueltas acerca de su hijo. El hombre gordo alegó que no recordaba nada en absoluto de lo que había hecho durante sus nueve horas de extravío. Luego, agarrando al veterinario bruscamente lo conminó a encontrar a su pequeño, que, si aún no había muerto desquiciado, no tardaría en hacerlo. Entre tanto, un empleado entró en el despacho donde el obeso permanecía echado en una cama rudimentaria rodeado de animales disecados: venia a informar de que había dejado en la comisaría a un niño, seguramente extraviado. Pese a lo pesado que era, el hombre gordo corrió con el corazón en la boca hacia la comisaría; allí encontró a Eeyore. El pequeño obeso acababa de engullir una cena tardía en compañía de jóvenes agentes a los que daba las gracias a su manera, uno tras otro, repitiendo:

—¿Eeyore, estaban buenos la Pepsi—Cola y los tallarines en caldo de carne?

Para probar que tenía la tutela del niño, el hombre gordo telefoneó a su esposa, a la que tuvieron que esperar. Así, por un capricho del azar, le fue otorgada una libertad cruel exactamente a los cuatro años y dos meses del nacimiento del pequeño retrasado, Mori, su hijo.

El combate que esta vez libraba muy conscientemente por exigencia de otra liberación, no conllevó más que una reacción por parte de su madre: la difusión de la circular que había mandado a imprimir. En este punto se estabilizó la línea del frente, puesto que no obtuvo ninguna otra respuesta. Las sucesivas cartas con las que la hostigó, así como las llamadas telefónicas, fueron como echar agua al mar: las primeras fueron devueltas y respecto alas segundas, nadie se tomaba la molestia de responder.

Tras varias semanas de aplicación de esta táctica, persistiendo en su determinación, llamó una vez más a su madre, en plena noche. La telefonista del pueblo del alto valle, una vez hubo tomado nota de su conferencia a larga distancia en un japonés mecánico y oficial, le expresó instantes más tarde su simpatía, pero esta vez sirviéndose de la lengua local, más familiar, llamándole, con la mejor intención, por su apellido (como era la única persona residente en Tokio que telefoneaba al pueblo, le bastaba con tomar nota del número para saber quién llamaba; incluso sospechaba que escuchaba las llamadas, pero tenía otros problemas para perderse en vanas investigaciones: no estaba para monsergas), para decirle en voz desolada:

—Esta noche, a pesar de mi insistencia tampoco responde nadie. El caso es que ella no es mujer que se ausente de su casa —”ella” era sin duda su madre, que vivía sola en su casa del valle—; aunque, por otra parte, estamos en plena noche. No coge el teléfono adrede, ¡siempre la misma canción! ¡Exagera! ¿Quiere que coja mi bicicleta y vaya a despertarla?

Aceptó el favor y no tardó en hablar con ella. Mejor dicho, su madre se contentó con descolgar el auricular sin decir una palabra. La complaciente operadora, una vez terminada su misión, había vuelto a ocupar su puesto a toda velocidad —¡el deber ante todo!—, y seguramente estaría escuchando las recriminaciones que el hombre gordo, en tono un tanto amenazador, le hacía a su madre.

—¿Acaso crees que alguien se tragará las mentiras de tu circular? ¡Enviar eso a la familia de mi esposa! Y suponiendo que una enfermedad de la que me contagié en el extranjero me hubiera desquiciado, y que la enfermedad del pequeño fuera consecuencia de ello, ¿cómo es que mi mujer no se contagió, eh? ¡Tu texto lo sugiere y se lo has enviado a ella también! ¡Quiero creer que tú no crees una palabra de todas esas calumnias, mi enfermedad, mi locura…! ¿A no ser que hayas vuelto a la vieja escenita de la locura? ¡Es un truco demasiado viejo; nadie se dejará engañar! Admitamos que lo has vuelto a hacer, que tu locura presenta todos los síntomas de autenticidad, los suficientes para engañar a alguien, créeme madre, ya no sería una falsa locura; es que te habrías vuelto loca de verdad… Madre, madre, ¿por qué sigues callada? ¿Por qué escondes el manuscrito y mis notas? ¿De qué tienes miedo? ¿De que si escribo y publico algo sobre mi padre, toda la gente que conoce a nuestra familia piense que estaba loco y que, puesto que su sangre corre por las venas de su descendencia, mi hijo es la prueba clara, concreta e irrefutable de ello? ¿Es eso…? ¿Miedo de que mis hermanos y hermanas se sientan humillados? Pero ¿no te das cuenta de que con su fingida locura, por una parte, y al propagar que es una enfermedad sucia lo que me ha hecho enloquecer, por otra, el resultado aún puede ser peor? No, yo no creo que mi padre muriera de locura; tan sólo quiero saber qué fue de él.

En aquella época mis hermanos mayores estaban en el ejército; los pequeños, y mis hermanas, eran crios; soy el único que se acuerda de nuestro padre y de su muerte en el trastero donde se había recluido. Quiero saber qué sucedió. ¿Por qué cuando te hablo de ello te escondes tras el silencio? ¿Por qué finges haber perdido la razón…? ¿Te preguntas por qué soy el único de tus hijos que se preocupa hasta la obstinación de los últimos años y de la muerte de padre? ¡Pero es que para mí es tremendamente necesario! Siempre me contestabas con evasivas: “¿Por qué me hablas ahora de esto? ¡Tus hermanos y hermanas tienen en la cabeza cosas más importantes!” Pero la verdad es que para mí es muy importante, madre, el conocer hasta el último detalle de esta historia, de lo contrario, presiento que un día u otro yo mismo voy a terminar encerrándome a vivir en mi propio trastero; y luego, un buen día, soltaré un grito y a la mañana siguiente mi esposa le dirá a Eeyore lo que tú me dijiste aquella mañana: “Tu padre ha muerto. No quiero que llores, ni que escupas, ni que hagas tus necesidades, mayores o menores, sin una razón poderosa, mirando al oeste…”.

Madre, seguro que te acuerdas muchas cosas sobre mi padre. ¿No le has dicho a mi esposa que si me pierdo en relatos idealizados, tal como hacía mi padre en sus últimos años, no crea una palabra? Todos esos años, él los vivió confinado en su trastero, sin moverse siquiera, tapándose los ojos y los oídos; ¿no fuiste tú quien dijo que esta historia de encierro voluntario como protesta contra su época, como rechazo absoluto a admitir la realidad de la guerra con China, es decir, contra un país al que veneraba, era pura y simple invención, y que no se debía más que a una mente enloquecida? ¿Acaso no te percataste de que en una época en la que el abastecimiento era escaso, él se atiborraba de todo lo que tenia al alcance de su mano, sin que tuviera que moverse para ello —pues lo único que podía mover era la boca—,y que cuando murió no era más que un saco de grasa? ¿No querrás insinuar que si no salía del trastero era porque sentía vergüenza? Todo esto se lo contaste a mi esposa; entonces, ¿por qué negarme a mí la menor confidencia sobre mi padre? ¿Por qué escamoteaste las notas que iba tomando cuando me acordaba de algo?

Y la mañana en que una ilusión hizo creer a mi esposa que estaba apunto de colgarme, ¿qué le dijiste? Que mi padre jamás hacía nada “en serio”, que sabías que, hiciera lo que hiciera, no era más que una “comedia”, ya que él siempre se decía, al emprender algo: “Esto no va en serio”; que nada le afectaba; que no se daba cuenta de nada, y que cuando al fin se daba cuenta de algo, ya era demasiado tarde. Esas cosas que, según tú, no hacía “en serio”, ¿qué cosas eran? ¿Qué quiere decir eso de “demasiado tarde”? ¡Madre, si te empeñas en quedarte callada como una tumba, te voy a contar algunas de mis reflexiones: yo también, como mi padre, y con tapones en los oídos, engordaré enormemente —ya lo estoy un poco—, y cuando me vaya al otro barrio soltando un grito, ¿tu intención es la de consolar a mi viuda repitiendo una y otra vez que el hijo, al igual que el padre, se daba cuenta de las cosas cuando ya era demasiado tarde? ¿Pretendes una vez más gritar: “¡Qué tontería!” con aire de superioridad? Lo he sabido recientemente: ¡mi hijo puede prescindir de mí para vivir como puede vivir un retrasado mental, lo que significa que a partir de ahora ya soy libre, que ya no tengo que cuidar de él! Ahora ya puedo dedicarme por completo a pensar en mi padre; soy libre de quedarme sentado hasta la muerte, como él, en un sillón mecánico de barbero, en la oscuridad de un trastero. ¿Por qué, madre, no me respondes más que con un silencio que me hace sentir rechazado?

Ya te lo he dicho, sólo quiero una cosa: la verdad sobre los últimos años de mi padre. No pretendo escribir su biografía; aunque me lo permitieras, me comprometo a no publicar nada. Entonces, madre, ¿aún te niegas a hablarme? Si no me crees cuando te digo que lo único que quiero es conocer la verdad del pasado, te diré que, si se me antojara, podría redactar una biografía inventada de mi padre, con locura y suicidio, y publicarla. Y si lo hiciera, podrían llegar a arruinarte comprando papel para tus circulares y en gastos de impresión y envío; nunca me vencerías, siempre habría gente que me creería a mí antes que a ti. Por eso, el recuperar mi manuscrito y mis notas para mí es secundario; lo importante es saber la verdad por ti… No te miento, si no me devuelves el manuscrito, soy capaz de recitarlo de memoria: “Si mi padre se ha recluido en una existencia de encierro totalmente voluntario…”

Tranquilamente, pero con firmeza, colgaron. Pálido de frío y de desesperación, el obeso volvió a la cama, donde, con el embozo hasta la cabeza, se pasó un buen rato tiritando. Al igual que la noche de la terrible experiencia en el estanque de los osos, lloró suavemente, a escondidas. Soñó que hacía una eternidad que no había oído el sonido de la voz materna. Había sido a su esposa a quien su madre había contado lo de su padre. Pero ¿cuándo había oído a su madre hablar de su padre? Imposible de recordar. Según su esposa, su madre sólo evocaba a su marido llamándolo “AQUÉL…” “AQUÉL…”; “The man…”. Aquello le hizo recordar un pasaje de un poema de guerra de un poeta inglés en el que “Man” empezaba con mayúsculas. Más que una reminiscencia del pasado, se trataba de una presencia de cada instante. Como algunos cánticos de la secta “Tierra Pura” entonados por su abuela hasta que murió, aquel poema formaba parte de su cuerpo y de su alma, como una plegaria. Aquello se convirtió para él en la súplica de “AQUÉL” en lo más penoso del conflicto en que su padre vio morir, uno tras otro, a sus amigos chinos:”The voice of Man: O, teach us to outgrow our madness.” Si esta frase —”Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura”— fuera la de “AQUÉL”, llegaba a la conclusión el hombre gordo, entonces “nuestra locura” sería a la vez la suya y la mía.

Mientras murmuraba esos versos como una plegaria,”nuestra locura” era para él la suya y la de su hijo Eeyore. Pero ahora esas palabras no podían concernir más que a “AQUÉL” y a él mismo, únicamente. “AQUÉL”, con su pesada masa encastrada en el sillón de barbero en el fondo del trastero, había ocultado sus ojos y sus oídos y repetía infatigablemente esta plegaria: “Dinos, por favor, cómo sobrevivir, él y yo, a nuestra locura.” El obeso se aferraba, obstinado y apasionadamente, a esta idea: “La locura de AQUÉL también es mi locura.” A partir de ese momento, en su conciencia, toda preocupación por su hijo era vana. ¿Con qué derecho su madre cortaba el hilo que comunicaba su locura con la de su padre? El hombre gordo ya no lloraba, temblaba, pero no de frío, sino de rabia, hasta tal punto que incluso las sábanas llegaron a emitir un ligero ruido de fricción. En esta nueva perspectiva, incluso las emociones que vivió al borde del estanque de los osos quedaban al margen de toda interdependencia entre su hijo Eeyore y él. En la medida en que esta aventura lo arrancó de la esclavitud que le venía impuesta por la existencia de su hijo, le pareció que el suceso tuvo un efecto positivo. Lo que ahora avivaba su rabia era su madre, que le había impedido sistemáticamente descubrir el sentido real de la invocación: “Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura”, proferida por AQUÉL en un momento en el que quizá estaba punto de obtener una respuesta, y entonces se veía a un paso de perder la razón, como si por segunda vez alguien lo arrojara a un charco donde le aguardaba un oso blanco rechinando las mandíbulas.

Volvió a dormirse; pero en sus sueños la rabia seguía ardiente. Su mano febril estaba sólidamente presa por la de un gigante grande como un hipopótamo que le daba la espalda, sentado en un sillón de barbero, al fondo de un trastero oscuro. La rabia se transmitía a toda velocidad de uno a otro, como una corriente alterna, utilizando como “bobina” las dos manos encajadas,— aunque, por mucho que esperara, el gigante furioso permanecía sin inmutarse mirando hacia la penumbra y en ningún momento se giraba el pequeño obeso que era él. Cuando despertó, el hombre gordo aún estaba más decidido a enfrentarse a su madre en un asalto decisivo. Se juró volver a escribir la historia de los últimos años de AQUÉL y de su locura, que iniciaría investigaciones en torno a ese “sobrevivir a nuestra locura”, es decir, la de AQUÉL y la suya. Sin embargo, una vez más, su madre tomó la iniciativa en el ataque. Durante la noche perdida entre sollozos, rabia y sueños, ella fue lo bastante lista para tomar medidas y estudiar un plan, y al amanecer elaboró el texto de una nueva circular en la cual, rompiendo el silencio que había guardado durante veinte años, habló de su difunto marido. Dos días después de la llamada telefónica del hombre gordo, llegó a su domicilio (él no estaba en casa) un sobre certificado: su madre le enviaba sus notas y el manuscrito en el que había querido plasmar a todo precio la existencia de su padre. Días más tarde, únicamente con el retraso de la impresión, el cartero entregó a su esposa —siempre certificada— una circular claramente redactada durante la noche en la que el hombre gordo telefoneó a su madre.

No hace mucho le puse al corriente de que mi tercer hijo había perdido la cordura: me equivoqué, y le pido que no lo tenga en cuenta. Puesto que ha llegado el momento, le contaré lo que recuerdo: mi difunto marido, implicado en la conjura del grupo de oficiales…, que terminó en fracaso, llegó a la escalofriante conclusión de que la única salida era el asesinato de Su Majestad el Emperador. Fue la naturaleza de este hecho monstruoso lo que lo condujo a recluirse en el trastero, que permaneció tapiado hasta su muerte. Ésta se debió a una insuficiencia cardiaca; el certificado de defunción fue extendido y se encuentra en el ayuntamiento. Esto es todo lo que tenía que comunicarle.

Firmado:

  X

Invierno de 196…

“¿Siempre habrá alguien

dispuesto a salvar al pueblo?

Cierro los ojos y sueño

con un mundo sin conspiradores…”

CHOKU

La primera circular, aparentemente, no había impresionado a la mujer del hombre gordo; la segunda, en cambio, le conmovió hasta lo más profundo de su ser. Se pasó toda una tarde leyéndola y releyéndola, sin decirle una palabra a su marido. Sólo cuando se vio incapaz de sacar ninguna conclusión le informó de su llegada, él leyó el texto en silencio, y como se quedó callado con aire preocupado, ella le preguntó:

—¿Recuerdas, verdad, lo que tu madre me contó; que no creyera una palabra de los relatos idealizados que me hicieras de los últimos años de tu padre? Y dado que ella, hasta ahora, no había hablado de ese asunto, ¿no crees que si se ha decidido a hacerlo es porque con tus ataques has provocado su odio? ¿No se trata de la expresión de una voluntad de repudiarte, como cuando decía: “Si imitas a tu padre y al final terminas como él, yo me lavo las manos”?

En realidad, era otro aspecto de la circular lo que sorprendió al hombre gordo; y si permanecía en silencio, era para digerir el golpe que había recibido. Tal golpe —se dio cuenta inmediatamente al leerla—, como el que sintió a través de su hijo Eeyore, tocó la fibra más sensible de su ser, hasta dejarlo sin habla. Durante algunos días, buceando en sus recuerdos de niño, en todo lo que pudo ver u oír, intentó discernir lo que no encajaba en la imagen de su padre tal y como pretendía plasmarla el comunicado de su madre. Sin embargo, no encontró nada en los detalles recopilados en la biografía de su padre que estuviera en flagrante contradicción con el contenido de la circular. Su abuela le había contado que su padre, acometido por un sable por un hombre que quería asesinarlo, no pudo salvarse más que renunciando a defenderse y permaneciendo mucho tiempo sin moverse en la oscuridad del trastero tapiado. El asesino estaría de acuerdo con el grupo de jóvenes oficiales del complot inducido por su padre y X. Se trataba, sin duda, de un personaje desprovisto de determinación y osadía, al igual que su padre, tanto si se trataba de un levantamiento armado como de emprender una acción individual. Echó una ojeada al interior de la guarida donde se encontraba otro ser tan cobarde como él y le amenazó con algunos molinetes, aunque en realidad nunca tuvo la intención de pasar de ahí. Aún quedaba el drama que conmemoraba el alzamiento de X, una de las cosas que enriquecían la imaginación del hombre gordo desde la adolescencia: las viudas de los jóvenes oficiales arrastrados a la rebelión, treinta y cinco años más tarde no eran más que viejas asiladas en un hospicio; sin embargo, volviendo a ser las jóvenes esposas de antaño, atacaban puñal en mano a un personaje sentado en un sillón de barbero y que les daba la espalda; era la “Suprema Autoridad”, que fríamente había abandonado a los jóvenes oficiales rebeldes: aunque quizá se tratara de un simple ciudadano que, después de defender el programa político de los conjurados con su dinero y de apoyar el movimiento hasta el día del levantamiento, lo hubiera traicionado en el último momento, negándose a participar en la acción, y por eso se hubiera pasado el resto de su existencia en su pueblo natal, sin salir del trastero tapiado donde se había confinado…

Éste era el desenlace. Este escenario tenía su lejano origen en las cosas que algunas personas del valle cuchichearon a su oído siendo niño, quizá para insinuarle lo que decía la circular de su madre. De todas maneras, tenía una vaga idea de que su padre había tenido que ver con los rebeldes; incluso había hablado de ello con su esposa: fue cierto tiempo antes, una noche de tormenta; le contó algo que recordó sobre su padre, algo de lo más normal: una noche de tormenta como aquélla, su padre le explicó que la vida de los hombres consistía en salir de las tinieblas y permanecer algún tiempo alrededor de la luz de una vela, para luego volver cada uno a sus propias tinieblas y desaparecer en ellas. Durante una semana leyó y releyó la circular de su madre y se sumergió en las notas y los fragmentos de la biografía de su padre; luego, una mañana, muy temprano (no es que se levantara temprano, sino que no se acostó en toda la noche; de hecho, durante toda aquella semana no durmió más que cuatro o cinco horas cada día y, excepto para comer algo, no abandonó su despacho), salió al jardín que había detrás de la casa y convirtió en cenizas el montón de papeles que había escrito sobre su padre.

También quemó una tarjeta postal que compró en Nueva York y que había clavado en su mesa de trabajo con una chincheta; representaba una figura de yeso, un ciclista, que le recordaba a su padre tal y como lo guardaba en su imaginación. Después de esto, informó a su esposa, de pie mientras preparaba el desayuno, que había cambiado de idea al respecto de una cuestión acerca de la cual no habían dejado de discutir: permitir que Eeyore llevara gafas y meterlo en una institución para niños retrasados. Sabía que, sin decirle nada, su esposa había llevado de nuevo a Eeyore al oftalmólogo, y que probablemente se había rebajado a fin de obtener la receta de las gafas especiales que clandestinamente hacía llevar al niño. Los lazos entre su hijo y él se habían roto: ahora los dos eran independientes el uno del otro. Y al mismo tiempo podía asegurar que había puesto distancias entre él y su padre y, como consecuencia, se sentía libre. Su padre no había perdido el juicio: no existía ninguna relación entre la locura de su progenitor y la suya. Poco a poco, dejó de llevar a Eeyore en bicicleta al restaurante donde servían los tallarines en caldo de carne. Al acercarse a la edad en la que su padre inició su reclusión voluntaria, y aunque sus preferencias lo llevaban hacia las comidas fuertes y grasientas, como pies de cerdo a la coreana, las ganas de comer le fueron desapareciendo poco a poco.

Se propuso adelgazar e iba a la sauna al menos una vez a la semana. Un día de primavera, hacia el mediodía, mientras se duchaba después de la sauna, vio delante de él a un desconocido de piel bronceada que le intrigó profundamente. El vaho que empañaba el espejo sin duda estaba allí por algún motivo: ese desconocido era él. A fuerza de observar la imagen que llenaba el espejo, fue advirtiendo en ella numerosos síntomas de desequilibrio mental. Pero, esta vez, ya no tenía ni hijo ni padre con quienes compartir la locura que se apoderaba de él cada vez con más fuerza, amenazando con invadirlo por entero. La única libertad que le quedaba contra esa locura, era la de hacerle frente en solitario. Había renunciado a escribir la biografía de su padre. En cambio, tan pronto escribía cartas dirigidas a AQUÉL, aunque estaba claro que ya no existía en ninguna parte, unas cartas en las que repetía incesantemente: “Dinos, por favor, cómo sobrevivir a nuestra locura”, como se ponía a escribir algunas líneas que siempre comenzaban diciendo: “Si inicio una existencia de encierro voluntario, es porque…” Y, como si se tratara de un testamento, guardó en un cajón bajo llave aquellas notas que jamás mostró a nadie.

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Una respuesta a “Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura (Final)

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