Finales de septiembre

Cees Noteboom

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Suzy no pesa más de cuarenta y ocho kilos, así que será mejor que no sople mucho viento en la calle ancha que lleva al mar. Los tamarindos, pinos y ficus se agitan y crujen. «Stay de course», murmura Suzy, y adelantando su frágil hombro derecho, desafía las rachas de viento procedentes del mar y del interior. Stay de course, eso solía decir el vicealmirante. Ella lo había cuidado durante sus últimos años de vida. Eso fue después de la muerte de su mujer, Annabelle, que había sido amiga suya desde el colegio. Después del entierro, al cabo de pocos días, Suzy la sustituyó en la mesa y en la cama, como si fuera lo más natural del mundo. Depositaron a Annabelle en el nicho del cementerio, donde ahora el vicealmirante reposaba a su lado, y a continuación él trasladó su viejo Triumph a casa de Suzy, que vivía en otro pueblo. En Gales, de donde procedían los tres, nunca hubieran actuado de esta manera. Era un poco escandaloso, sin lugar a dudas, pero lo habían hablado todo con Annabelle justo antes de que esta abandonara de puntillas este mundo. Se extinguió como una vela. A punto de exhalar el último suspiro, les susurró en ese tono de voz suyo pijo y distante: «Bueno, don’t make a fuss about it, ya somos todos mayorcitos, los únicos que chismorrearán son los del jueves y eso qué importa». Los jueves los ingleses de la zona se reunían en el pueblo para jugar al bridge, charlar y echar pestes de los españoles. La ropa de Annabelle, eso fue lo más duro. Suzy no fue capaz de desprenderse de los jerseys de cachemira de su amiga. Los llevó a la tintorería y los aireó un buen rato para que el viento se llevara el Chanel Nº 5 de Annabelle. El vicealmirante no se enteró de nada. O tal vez sí, pero no hizo ningún comentario. Y la cama para ellos ya no significaba más que calor humano. Ella no tenía nada contra eso. Y él era indiferente a los chismorreos de la gente del pueblo. Era el almirante y eso tenía aún un peso entre los lugareños. Nada que ver con esas hordas que llegaban hoy en día de Inglaterra con Easyjet y que se emborrachaban en las terrazas exhibiendo sus cuerpos medio desnudos. Suzy entendía el castellano mejor que su propio idioma hablado por esa gente. El vicealmirante no había sido muy exigente durante el tiempo que vivieron juntos. Se conformaba con tener a mano su Daily Telegraph y su whisky Famous Grouse y con que le dejaran hablar sobre la guerra. No quería volver a casarse y Suzy tampoco. Ella disponía de la pensión de viudedad de su esposo fallecido muchos años atrás. Este también había servido en la Marina, pero no como vicealmirante. Dejó la casa a nombre de Suzy para que pudiera venderla e irse a vivir a uno de aquellos pequeños apartamentos frente al mar.

Era finales de septiembre pero parecía octubre. Aquel año todo se había adelantado.

A Suzy le resultaba difícil el cambio de estación. España no era un país de invierno. Y cuando este llegaba, ella se volvía lo más inglesa posible. Cerraba las puertas de la terraza, metía todo lo que había fuera, encendía lámparas y tomaba scones y té con un chorrito de ron. Se detuvo un instante. A lo lejos vio a Luis que salía del Bar Estrella para comprobar si ella venía. La terraza con las sillas metálicas estaba vacía. Luis estaría disgustado. Otro día sin propinas. Cuatro mesitas en la acera, eso era todo. La terraza parecía grande y triste cuando no había nadie. Era otoño, oscurecía temprano, y Suzy tenía que acercarse al pueblo para buscar el Mail —no leía el Telegraph—. Todavía conducía, aunque, de no ser por el periódico, no se movería de casa. Le bastaba con ir dos veces por semana al supermercado y congelar los alimentos. Y luego estaban los jueves, claro. No era capaz de prescindir totalmente de la reunión de los jueves. Oyó el rumor del mar. La calle desembocaba en un campo yermo donde en verano crecían ajos silvestres, como los llamaba ella. Unos tallos largos coronados con una bola morada. Eran fáciles de extraer escarbando ligeramente la tierra con un cuchillo. El almirante siempre se había reído de esa afición suya. El ajo propiamente dicho estaba envuelto en unas escamas blancas, como de papel. Al arrancarlas, asomaban los dientes recubiertos a su vez de un pellejito marrón. Eran un poco pegajosos al tacto, pero a Suzy le gustaba llevarse a casa todo cuanto la naturaleza brindaba gratuitamente. A él no le gustaba el ajo, pero ella solía ponerle un poco en la quiche y él se lo comía. Un poco más allá la tierra se hacía más pedregosa, hasta convertirse en pura roca contra la que batía el mar. Cuando él aún caminaba bien, le gustaba acercarse cada tarde a las rocas antes de cenar. Los dos se quedaban un rato contemplando el mar mientras escuchaban su rumor. «Yo sé lo que dice el mar», aseguraba el almirante, pero nunca revelaba qué. A ella le gustaba el sonido del mar. Hoy acompañaba perfectamente a las nubes, unas moles grandes, gruesas y densas. El almirante solía llevar consigo unos prismáticos, por si pasaba un barco. A veces se los dejaba. El mar estaba demasiado picado ahora, no se divisaba barco alguno. Los pescadores no habían salido a faenar. Suzy había visto sus pequeñas barcas amarradas en la cala detrás de la casa con nudos de doble vuelta en previsión de la tormenta anunciada.

Luis, que había salido a la terraza hacía un momento, volvió a entrar en el bar. Suzy sabía que se había asomado sólo para comprobar si ella venía. Formaba parte del juego, era como un acuerdo tácito entre los dos. Cuando no había gente en la terraza, Luis no salía del bar hasta que ella se sentaba. Suzy no vio a su jefe por ningún lado. Era este un hombre alto y gordo con una ridícula cola de caballo en la parte posterior de la cabeza calva que le daba un aire de batería americano entrado en años. Seguramente estaba en la cocina preparando esas tapas que a ella no le gustaban. Demasiado aceitosas. Suzy miró hacia el interior del bar. Luis fingía estar ocupado, aunque en realidad lo único que hacía era trajinar con los cacharros de cocina. No era necesario que lo hiciera por ella, porque sabía muy bien que ella nunca tomaba nada, a lo más un par de almendras. Suzy dejó su chaquetita blanca sobre la mesa y sacó su cajetilla de Dunhill. Las mesitas eran de mala calidad, pero le encantaba el brillo de aluminio de los tableros. Su bolso quedaba bonito sobre la mesita y el rojo y dorado de la cajetilla de tabaco entonaba con los colores del anillo de Annabelle que le había regalado el almirante. Suzy cuidaba sus manos. Sabía que eran unas manos viejas y blancas, pero con las uñas bien pintadas conseguía disimular las venitas azules. Colocada entre el bolso y la cajetilla, su mano daba el pego. Antes esas cosas nunca le habían interesado mucho, pero ahora que disponía de todo el tiempo del mundo se fijaba más en ellas. Luis se presentó ante su mesita. Vestía una camisa marrón limpia. Las camisas marrones constituían su uniforme, nunca llevaba otra cosa. Suzy sabía que no tenía mujer, pero él siempre llevaba las camisas bien planchadas. Pantalón negro, siempre. Zapatos negros. Los pies pequeños. Le habrían quedado mejor unos zapatos ingleses, en lugar de esas baratijas españolas. Así como el vicealmirante sabía siempre lo que decía el mar, ella sabía siempre cuál era el estado de ánimo de Luis. No muy bueno, al parecer. En realidad no era necesario que Luis saliera a preguntarle qué iba a tomar, pues sabía perfectamente cuál iba a ser su pedido. Eso también formaba parte del juego. Si no llegaba más gente, Luis empezaría a contarle todo cuanto ella ya sabía. El español de Suzy no era muy bueno, pero había escuchado las historias de Luis tantas veces que era capaz de repetirlas de memoria. Además, él hablaba un inglés malísimo, Suzy apenas le entendía. Así que estaban empatados. En realidad ella no necesitaba prestar atención a sus historias, como cuando era pequeña y oía en la iglesia esas palabras que apenas entendía y que le pasaban por encima de la cabeza en forma de sermón o letanía. En este lugar, en cambio, las palabras pertenecían al mar, a la camisa marrón de Luis, a su cabello liso peinado hacia atrás y excesivamente largo. El año anterior había estado trabajando en la terraza el hijo del propietario del bar, con lo que los temas de conversación fueron distintos. Pero este año el chico no había vuelto. No había mucho que hacer en el bar. Suzy encendió un cigarrillo. Debería haberse puesto el chal rosa, a Annabelle le quedaba muy bien. Lady Annabelle. La mano le tembló ligeramente, pero era por el viento. En el interior del bar Luis bajó un poco el volumen de la música. A continuación le traería su gintonic, un vaso con mucho hielo, dos rodajitas de limón, no una, y la tónica aparte. Luis tuvo que acostumbrarse a las dos rodajitas. Y además ella prefería la tónica Nordic Mist a la Schweppes. La ginebra sabía mejor. La Nordic Mist la compraban expresamente para ella, era un trato de favor. Cuando el propietario del bar no estaba, Luis le echaba más ginebra a su tónica. La cantidad dependía de su estado de ánimo. Los días en que estaba deprimido le echaba más, así de simple. Y entonces empezaba a hablarle de su primera mujer, luego de la segunda y finalmente de los hijos. Cuando se refería a estos solía emplear una expresión que Suzy a veces se repetía a sí misma de noche, en la cama: «romper la intimidad». Pero Luis no empezaba a hablar de eso hasta la segunda ginebra.

Suzy no sabía muy bien cómo trasladar esa expresión al inglés. «Romper la intimidad» sonaba muy antiinglés. Aunque probablemente una mujer española no se pondría el jersey de su amiga muerta. Hoy volvía a llevar una prenda de Annabelle, la blusa con el estampado de rositas, de Laura Ashley. Ay, Annabelle. El primer gintonic ya se le estaba subiendo a la cabeza. Oyó cómo Luis vertía el hielo en el vaso y nada más verlo comprendió que había acertado con su estado de ánimo, apenas cabía la tónica. Eso significaba que Luis tenía planes. Suzy pensó en cómo dar el primer paso.

Al parecer Luis no estaba hoy muy ocupado. Suzy se encogió de hombros. Sabía que en cuanto ella pronunciara la primera frase, seguirían al menos diez frases suyas. Una contra diez, se decía ella. El negocio va fatal esta temporada, observó él, es una mierda. No tendría que haber venido. En Sevilla aún hacía calor, pero aquí era ya invierno. El día anterior el propietario del bar había calculado que este año habían ingresado seis mil euros menos que el año anterior. Ojalá no hubiera visto aquel jodido anuncio. Acababa de solicitar otro empleo, en Oviedo. Si su primera mujer no le hubiera desplumado, hoy seguiría teniendo su propio negocio. En Oviedo se bebía sidra, una cosa asquerosa. Aunque en realidad los asturianos no eran españoles. En Asturias aún había osos. Para eso más valía irse a Siberia. Un sevillano no tenía nada que buscar por esas tierras.

Pero no tenía elección. El destino le había jugado una mala pasada.

Suzy tomó un trago. Ese era el mejor momento del día, cuando el mundo empezaba a tambalearse. Un escalofrío de placer le recorrió el cuerpo, provocado también por su lamento. Antes de que cogiera su cigarrillo, él ya tenía su mechero preparado. Hacía demasiado viento. Jodida isla, diría él ahora. Era su disparo de advertencia. ¡Pum! «Creo que este año cerraremos antes». Pero detrás de esas palabras Suzy percibió otras, las que acompañaban el segundo trago, no menos fantástico: y te quedarás con dos palmos de narices, vieja zorra inglesa, porque entonces aquí ya no habrá nada. Suzy se quedó un momento pensando, dio una calada a su cigarrillo, y al tiempo que exhalaba el humo dijo lo que él esperaba oír: «No, ¿en serio?». Pero él ya iba a lo suyo. Había empezado a hablarle de sus hijos. Vivían en Mallorca, pero él no los visitaba nunca, porque no era bien recibido. Suzy tomó un trago anticipando sus palabras y la cara que iba a poner al pronunciarlas, pues solía imitar a sus hijos cuando hablaba de ellos. No podía presentarse en casa de sus hijos, porque les rompería la intimidad. Y eso que él tuvo a su madre en casa hasta que cumplió los ochenta y cuatro años, pero claro, en aquella época no existía eso de la intimidad. Y menos con su primera mujer. Que por cierto se largó de casa nada más morir su madre, porque no quería hacerse cargo de las tareas domésticas. Luis entró en el bar con la excusa de buscar un cenicero limpio, pero Suzy sabía que iba a tomarse un trago de whisky detrás de la barra. Contó los cigarrillos que le quedaban. Hmm. Los de Luis eran un asco, no le gustaban. No eran más que cartón quemado con filtros blancos que te secaban los labios. Sí, esos son los cigarrillos que te van a ti, payaso, pensó Suzy, y a continuación dijo: «Espero que aguantéis un poco más, esto quedará muy vacío sin vosotros». Le echó un vistazo al interior de la cajetilla. Sólo quedaban tres cigarrillos y hasta el día siguiente no iría a la ciudad. En aquel instante pasó a toda velocidad un coche descapotable azul, que se detuvo frente al mar con un frenazo sonoro. «Ese ha estado a punto de arrojarse al agua», dijo Luis. «Al fin habría algo que hacer aquí». El coche dio la vuelta y se dirigió a la terraza. Matrícula alemana. Una música a todo volumen con unos bajos retumbantes y una aguda voz femenina que chillaba como si fuera sometida a terribles torturas en una sala de máquinas. ¿Era posible cenar algo? Suzy echó un poco más de tónica en la ginebra. Ahora todo iba a retrasarse mucho más. Debía intentar mantenerse despierta. Tal vez una película en Sky.

¿Y si se tomaba otro gintonic? Los alemanes aparcaron su coche. De repente volvió a oírse el rumor del mar. Extraño, unos alemanes que no hablaban español intentando comunicarse en inglés. Sonaba como en las películas de guerra. Jawohl, Sir.

Luis les sirvió a los alemanes dos cervezas y estuvo un rato dándoles coba. En realidad lo hacía para llamar la atención de Suzy. Era una forma de demostrarle que podía pasar de ella. Cuando al fin regresó a su mesa, reanudó la conversación. Le preguntó si conocía Oviedo. No, ella no conocía Oviedo ni sentía curiosidad alguna por conocerlo. «Si te trasladas allá, iré a visitarte», le dijo Suzy, y se puso lentamente en pie. El viento había arreciado, Suzy se tambaleó. Había dejado el dinero encima de la mesa, cubierto con un platito para que no se lo llevara el viento. Luis le había dado de nuevo la espalda y estaba con los alemanes.

Stay the course, Suzy, se dijo. Al menos nadie pensaría ahora que se tambaleaba por haber bebido. Pero no había nadie mirándola. Apoyó una mano contra la pared. Cuando Luis la ignoraba, ella no sabía muy bien qué hacer, pero por si acaso le dejaría alguna cosa. Ese era su gran truco, dejarle discretamente unos regalitos a Luis. Una cucharilla de plata por aquí, el botellín con Famous Grouse por allá, al lado del teléfono… Dejarle solamente dinero era una vulgaridad, el regalo debía tener un poco más de elegancia y al mismo tiempo debía parecer algo fortuito. La vez anterior había sido brutal. Luis se llevó el mechero de plata de Annabelle. A Suzy le sentó mal, pero no le dijo nada. Al llegar a casa se percató de que había dejado el televisor encendido. Escuchó las voces desde el pasillo. Al entrar en el dormitorio, se detuvo un instante. Demasiada luz, apagaría la lámpara grande. ¿Se desnudaría ahora o más tarde?

De todos modos nada sucedería hasta las doce. Miró un rato la televisión hasta que tres personas fueron simultáneamente asesinadas a tiros y luego se dirigió al dormitorio.

Nada más echarse en la cama, se acordó de que no le había dejado nada a Luis, pero ya era tarde, pues escuchó sus pasos aproximándose por el sendero del jardín. Suzy solía apagar la luz exterior, nadie tenía por qué verle entrar. El pasillo, la habitación, un gato en la oscuridad. Un gato macho de sesenta y tres años calzando zapatos negros españoles que ojalá hubieran sido ingleses.

A Suzy ya sólo le bastaba esperar el ruido de la puerta, el whisky, el olor de su aliento, el extraño gruñido irregular que acompañaba su sorprendente fuerza repentina, que parecía tener más que ver con la rabia y la decepción permanente que con otra cosa.

Cuando Suzy se despertó, ya era de día. Escuchó las noticias de BBC World. Bagdad, Darfur, Gaza, Kabul, nunca escuchaba realmente lo que decían, pero le gustaban esas suaves voces inglesas que al empezar el día le sumergían a uno en el mundo sin lastimarle. Había cumplido los setenta y nueve años y llevaba escuchando la radio desde que tenía uso de razón. Siempre había noticias, como había parte meteorológico. Se levantó lentamente y miró por la ventana.

Mientras la radio emitía los sonidos del mundo, vio a Luis caminando por la calle desierta cubierta de hojas. El viento había amainado, un perro obediente. Todo cuadraba.

Sobre la mesa estaba su bolso blanco, abierto. El monedero vacío. Intentó recordar cuánto dinero contenía, pero no fue capaz.

Pequeño canalla, pensó, y mientras se dirigía a la cocina para poner a hervir el agua del té, saludó con la cabeza el retrato de Annabelle enmarcado en plata que tenía sobre el escritorio. A su lado estaba el cenicero con una colilla de filtro blanco. Annabelle le devolvió una sonrisa desde el reino de los muertos, una sonrisa ambivalente, casi de aprobación. Aunque con Annabelle no se sabía nunca.

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