Llegando tarde a San Isidro

Alberto Ernesto Feldman

Batuta

Una consigna  del taller literario dada  para el primer viernes de julio,  “escribir una  historia en la que a un personaje le resulta familiar  algo que nunca  había conocido antes,  y se  esfuerza  confundido por saber  el  por qué”, se me  mezcló con un hecho real y con una frase  extraída  de una excelente  película que vi  hace unos días: “Siempre dejamos atrás algo de nosotros, pero sólo podemos encontrarlo  cuando  volvemos allí”

Unos treinta y cinco años atrás, trabajando en una oficina en Martínez,  partido de  San Isidro,  uno de los pocos trabajos  de traje y corbata que tuve, tomé contacto con una persona, conocido agente inmobiliario  y hombre comprometido con la actividad social, cultural y solidaria  de la zona, a quien  debía visitar todos los meses para abonar el  alquiler correspondiente a nuestro local, una de mis obligaciones como  empleado administrativo. Conversando con este señor, me comentó que estaba ligado,  creo que como uno de sus fundadores,  a los bomberos de San Isidro,  institución que cuenta  con una excelente  Banda de Música.

Como yo comenzaba mis primeros pasos  con el clarinete y  siguiendo su consejo,  concurrí a la sede de los Bomberos, en Acassusso.  Durante  un año, aprendí un poco más y compartí festejos, desfiles  y homenajes  con  hombres  y  mujeres  solidarios,  jóvenes  y veteranos, llenos de amor a la vida y a sus semejantes.

Al perder mi puesto de trabajo y conseguir otro empleo en la Capital, que demandaba horarios  más  extensos,  debí dejar momentáneamente la actividad musical, pero  a través  de los años y  aunque olvidé su nombre, siempre recordé a  una persona que me hizo sentir cómodo desde el primer momento  en un medio desconocido, auxiliándome mucho, pues a los cuarenta años era muy tímido e inseguro,  y con generosidad me enseñó sobre el instrumento, porque  también  tocaba el clarinete.  Creo que en aquel entonces era el segundo en jerarquía después del Director de la Banda.

Hace un par de semanas, me enteré que una conocida  institución de enseñanza de idioma italiano, también en San Isidro,  contaba con una Banda  de Música.  Ansioso por tocar  con otros instrumentistas, porque generalmente lo hago acompañado por grabaciones, las llamadas “pistas”,  que no remplazan nunca al factor humano, llamé a la institución y pregunté por horarios y condiciones.  Amablemente me respondieron dándome el nombre y el número telefónico del director,  para que  me comunicara directamente con  él.

Lo llamé y me atendió con muy buena disposición,  tuvimos una charla cordial y me dio la dirección para  que conociera  el salón donde  se ensaya y conversar personalmente.  Al mismo tiempo,  participé  de su congoja;  estaba  muy triste,  esa semana, me dijo, había fallecido repentinamente su padre.

Días más tarde, un sábado,   llegué  muy temprano al lugar de reunión de la Banda  y esperé   en la puerta  a que  llegara el primer integrante.  Al rato  estacionó  un coche y bajó un muchacho robusto,  cuyos rasgos, a medida que se acercaba, se me hicieron cada vez más familiares. No traía instrumento, así que  debía ser el director, cosa que confirmó con un vozarrón amistoso que  también creí reconocer,  sin poder ubicar con precisión el origen.

Una vez llegado el resto de los integrantes comenzó el ensayo  de las obras que se ejecutarían el 9 de julio,  dando el director  las indicaciones  con movimientos enérgicos y  una voz estentórea, casi militar.

No me animé a preguntarle si su padre tocaba el clarinete,  pero  poco después alguien  a mi lado  comentó  precisamente eso,  y entonces, de pronto, coincidieron  en mi memoria  su apellido y el de quien me había recibido amistosamente treinta y cinco años antes, en los Bomberos de San Isidro.

Volví demasiado tarde a San Isidro, pero al menos, pude contarle al joven director el recuerdo afectivo que me había dejado su padre.

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