Alberto Ernesto Feldman
Es una sensación muy fuerte volver, a los sesenta años, a la casa donde uno pasó la infancia, especialmente cuando no se tienen buenos recuerdos de esa etapa de la vida.
Un impulso irrefrenable, la casualidad, o quizás sencillamente la soledad de una vejez sin familia y sin proyectos, quiso que después de más de cuarenta años, de vuelta de casi todo sin haber llegado a ningún lado, haya venido a vivir mis últimos años a mi viejo barrio de Saavedra, precisamente a tres cuadras de la casa que me vio nacer y de la que me alejé a los veintidós, cortando sin vacilar los débiles lazos afectivos que me unían.
Desde que regresé al país, hace unos pocos días, siento que esa casa me atrae como un imán, pero tengo claro que es una casa expulsora; también mi hermana mayor la había abandonado dos años antes que yo, ella no tuvo tampoco una buena relación con nuestro padre. Conoció en el hospital, donde se desempeñaba como enfermera, a un muchacho peruano, estudiante avanzado de Medicina, con quien se casó y, cuando él se recibió, viajaron a Etiopía a comienzos de la década del setenta, durante la Gran Hambruna, para trabajar en la Organización de Médicos sin Fronteras.
Desde entonces no tengo noticias, no sé qué ha sido de ella. Si vive aquí, en el Perú, o si se quedó en África. Tampoco me ocupé de averiguar. Soy así de insensible, no digo que esto sea bueno, simplemente es mi manera de protegerme de la angustia. Pero a veces, ese dolor aflora y por eso consulté hace unos meses con un médico, por esta causa que me hace ser como soy y me impide reír y llorar como los demás.
El profesional me preguntó por la relación que había tenido con mis padres. Cuando supo que mamá había fallecido en un accidente de tránsito, en el automóvil que conducía papá, quiso saber qué edad tenía entonces. Cuando le dije que era un chico de diez años, puso su mano en mi hombro y, aunque era bastante más joven que yo, me dijo: “Muchacho… ¿no cree que ya es hora de perdonar a su papá?” y me abrió los ojos, pero es demasiado tarde. ¡Cuánto tiempo perdido!
Sin embargo, y a pesar de que no puedo cambiar el pasado, siento la necesidad de tocar el timbre y pedir permiso para visitar mi antiguo hogar. Cuarenta años en el extranjero y mi incapacidad para comunicarme han hecho crisis hoy, seguro que ya no encontraré a mi padre, que si viviera tendría alrededor de noventa años… ¡Qué poco conversamos con el viejo, siempre en su taller, sentado en su banco de trabajo, agachando la cabeza todo el día sin parar, como un burro de noria!
Si los nuevos habitantes de la casa me lo permiten, recorreré los espacios que viví en mi niñez y, aunque no los tenga, podré al menos evocarlos.
Me acerco caminando muy lentamente, sin saber muy bien cómo voy a presentarme. Después de dos intentos vacilantes, aprieto con firmeza el pulsador. La puerta se abre un poco y un muchacho moreno, de unos veinticinco o treinta años, me mira a los ojos preguntando: – ¿Señor?
En ese momento lamenté haber venido, se me mezclaron las palabras y le dije nerviosamente.: -¿Sabe, joven? ¡Yo vivía aquí, y si me permite…!
Con brusquedad abrió totalmente la puerta y, tomándome de la cintura, me empujó hacia adentro gritando con un potente vozarrón: -¡Mamá! ¡Abuelo! ¡El tío Lito está aquí!
Esto pasó hace quince años, tuve mucha suerte, encontré a mi hermana, conocí a mi sobrino, pero lo mejor es que pude hacer las paces con mi viejo y, desde entonces, puedo volver a reír y a llorar.
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