Exterminio

Francisco Segovia

Humo

Quedamos pocos, muy pocos. Supongo que en el resto del planeta las cosas no estarán mejor para nuestra raza, si es que queda alguien con vida. Son tiempos duros, de supervivencia, y no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir. Ninguna posibilidad.

 El pequeño grupo me rodea. Los miro detenidamente: acurrucados, temblorosos, se ocultan en las esquinas y ángulos oscuros de este estrecho y frío pasadizo subterráneo. Son apenas meras sombras de lo que fueron, de lo que fuimos. No somos ya más que un par de docenas de individuos, cuando hace apenas un suspiro nos contábamos por centenares de millones, y habitábamos ciudades que se extendían a lo largo y ancho de todo el planeta. Urbes luminosas, espléndidas, con un pasado de historia espléndida y un futuro que nos esperaba allá arriba, en las estrellas. Parece que fue hace una eternidad, tan lejana me parece aquella época.

Ya no queda nada de esas ciudades hermosas, salvo unas ruinas desgastadas que el viento va dispersando hacia el olvido. Todas han sido destruidas, aniquiladas, extirpadas de la faz de la tierra como si nunca hubiesen existido. Quizá, en definitiva, todos seamos parte de un sueño y ellos, los que han llegado, brotados de la pesadilla más terrible, sean la realidad.

Mi pareja me devuelve la mirada. Leo en sus ojos tristeza y desespero, y no puedo hacer nada para quitar esas sensaciones de su alma. Acerca hacia sí a nuestros tres hijos, e intenta consolarles en estos momentos tan miserables, abrazándolos en un gesto que quisiera convertirse en infinito para abarcar a toda la condenada raza. Los chicos se acurrucan, temblorosos, junto a ella, y reprimen sus lágrimas. No comprenden qué es lo que está pasando, pero sus mentes infantiles no disciernen una lógica en todo esto. No les culpo: incluso los adultos nos hemos perdidos en conjeturas inimaginables, sin poder explicarnos lo inexplicable.

Se escuchan ruidos en el exterior, al otro lado del pasadizo. Deben ser Ellos, que nos deben estar buscando, porque descubrieron nuestra presencia por un descuido de nuestra parte. Quieren exterminarnos. No hay otra cosa, en sus actos, que indique lo contrario. No hay tampoco un resquicio de piedad, o de misericordia. Como si fuésemos bestias, apenas motas de polvo a las que aventar de un golpe. Debemos huir, con rapidez y en silencio pero ¿a dónde? ¿hasta cuándo? Tenemos que huir porque no podemos combatirles, tan poderosos son contra nuestras inútiles armas.

Recuerdos. Imágenes vividas que están grabadas en nuestra memoria a fuego. Al principio, cuando sus primeras naves –que ya habían avistado nuestros científicos mucho tiempo antes de su llegada- se acercaron a nuestro planeta y comenzaron a circunnavegarlo, pensamos que podríamos contactar con ellos, intercambiar conocimientos, avanzar juntos en el progreso. En nuestra ignorancia tejimos falsas expectativas, al creer que sus conceptos del universo serían similares a los nuestros. ¡Vana idea! Nos ignoraron. No sabemos si no entendieron nuestros mensajes o, simplemente, no quisieron conocer nuestras inquietudes. Las preguntas quedaron sin responder, y los hechos que sucedieron después fueron mucho más terribles de lo que nadie había supuesto.

Tras varios días orbitando el planeta empezaron a descender. Entonces nuestros mayores temores se confirmaron: sus naves eran mayores que nuestras ciudades. Las sombras que proyectaban cubrían las urbes y atemorizaban a los habitantes. El sol quedó oculto tras el velo gris y metálico de los extraños visitantes. Tan minúsculos debíamos parecerles que ni se inmutaron cuando algunas de sus naves se posaron, majestuosa y apocalípticamente, sobre nuestras ciudades, arrasándolas por completo. Nuestras súplicas, lanzadas al éter, no tuvieron contestación. El silencio de Ellos siempre ha sido su arma más terrible. Poco después las puertas de las gigantescas naves se abrieron, y de ellas surgieron figuras enormes, descomunales. Nuestras montañas quedaban empequeñecidas a su lado. La visión volvió loco a más de uno, y una corriente de pánico desbordado inundó a todos y cada uno de los supervivientes. Huimos de sus pisadas que hacían temblar el suelo a grandes distancias, y de sus sombras que traían la muerte. Buscamos la seguridad en los lejanos montes, que se convirtieron en trampas gigantescas al derrumbarse sobre los fugitivos debido al retumbar de los movimientos de los invasores. En los mares, miles de refugiados murieron ahogados, porque los gigantes levantaban inmensas olas al solo movimiento de sus apéndices. El cielo, limpio hasta aquel día, era propiedad de las naves silentes, que seguían descendiendo por docenas, por centenares.

Hubo un último y desesperado intento de comunicación, imbuidos por el deseo de que todo fuese un mal entendido, un error que pudiera corregirse para evitar males aún mayores. La embajada que enviamos en una nave aérea brillante y distinguible a pesar del tamaño de los alienígenas, fue destruida al instante. Abandonamos cualquier otro intento de entablar diálogo: aquellos seres no tenían otro objeto que colonizar el planeta.

Eso lo descubrimos después, cuando comenzaron a construir sus ciudades; enormes, de extensión inimaginable para nosotros, que cubrían vastas extensiones del planeta, devorando todo a su paso, como animales depredadores siempre hambrientos. Sus altas torres, estilizadas y puntiagudas, se recortaban contra el cielo, y eran ahora las montañas de nuestras tierras, que habían desaparecido, aplastadas por enormes máquinas que allanaban el terreno. Así acabaron con los restos de la civilización que construimos a lo largo de milenios. Lo que no mató el invasor de forma directa lo destruyó su labor de construcción.

Nuestro pueblo fue muriendo, víctima propiciatoria de una hecatombe que jamás merecimos. Cuando se asentaron las arenas levantadas por la primera invasión, y todo parecía que volvería a una relativa normalidad en la que podríamos sobrevivir a la sombra de los nuevos inquilinos del planeta, descubrimos la faceta más terrible del nuevo amo: su falta de compasión. Fuimos perseguidos, y exterminados, solo porque les parecíamos una molestia insoportable, un objeto del pasado que no tenía cabida –a pesar de nuestro diminuto tamaño- en la nueva civilización y en la historia que se escribía de nuevo.

Los pocos que quedamos hemos tenido que buscar refugios en los lugares más recónditos, sin esperanza de recuperar lo que ya se ha perdido para siempre. Hemos renunciado a seguir luchando, y nos refugiamos bajo tierra, en subterráneos como este en el que nos encontramos ahora, sobreviviendo, como meras bestias, a expensas de no ser descubiertos, sin futuro, sin nada en el alma, y con los corazones vacíos de futuro. Nuestro número sigue menguando y, si nada extraordinario sucede, el fin está cerca.

Ahora, los venidos de otro lugar del Universo, no conformes con haberse apropiado del planeta y destruido toda una civilización, nos buscan, y nos rocían con gases letales. La muerte aparece en cualquier lugar. ¡Si tan sólo nos dieran un poco de respiro, y un lugar donde poder morir en paz!

En mis pesadillas aparecen esos rostros inmutables. No puedo dormir, tan cercano me parece el sueño a la muerte. Ellos se han apropiado del planeta. Nosotros, todos nosotros, somos el pasado, lo que tiene que desaparecer para que medren. Una vez lo consigan, nada ni nadie quedará para echarles en cara, en un futuro que nos ha sido negado, sus crímenes.

Ruidos. Vienen. Tenemos que salir al exterior, y buscar un refugio más seguro. Nos han descubierto. El suelo bajo nuestro pies tiembla a causa de las pisadas que se acercan. ¡Hay que huir, con rapidez!

Pero no da tiempo… no da tiempo. El maldito gas letal penetra por las hendiduras y huecos del subterráneo donde nos escondemos. Mi compañera cae al suelo, y arrastra en su caída a nuestros hijos. Me siento flaquear, y se me nubla la vista… es el fin. El presente… es de esta raza de destructores… y mis últimas lágrimas son por este planeta… antaño tan… limpio… tan bello, y ahora destruido por… estos seres inmisericordes. No hay salvación, sólo oscuridad…

****

-Margot, cariño, ya está desinfectado – dice el hombre, y deja el aerosol sobre una mesa del comedor. Se rasca el mentón a continuación, sin dejar de mirar el pequeño agujero del zócalo de la cocina – Mañana taparé los agujeros, y espero que no tengamos más bichos de esos nunca más.

-Eso espero yo también, Javier – le contesta una joven mujer – Son muy molestos. Cuando nos ofrecieron venir como colonizadores a este planeta de Alfa Centauro nos debieron prevenir de sus molestias – el hombre se acerca a la mujer y la besa en el cuello – ¡Detesto los insectos! – está visiblemente enojada.

-No son insectos, Margot – le responde su solícito esposo – aunque se parezcan. Ya sabes que se les llama “centáuricos”, y que sólo saben roer y destruir los materiales de construcción de las fábricas y las ciudades. Por eso hay que fumigarlos.

-Pero son tan desagradables… – Se besan, bajo la luz del nuevo planeta que empiezan a colonizar. Poco les importa ese tenue olor a insecticida que flota en el ambiente.

Los dos viajeros terrícolas se abrazan y salen fuera de la casa. Observan, ensimismados, el ocaso de un nuevo día en Alfar-2, que orbita alrededor de Sol menor, en Alfa Centauro.

Bajo sus pies, los últimos habitantes originarios del planeta, mueren sin comprender.

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