Alberto Ernesto Feldman

Hace muchos años que el morocho ya no baila, pero todos los domingos gasta la noche entera en San Telmo, mirando como otros lo hacen. Con su experiencia de antiguo habitué, elige entre los pocos lugares que no están preparados para el turismo.
Como hombre del interior y milonguero viejo, le encantan los dichos criollos y los dulzones refranes con los que desde su juventud seducía, susurrándolos suavecito en el oído, a sus compañeras de baile y, con frecuencia, de cama.
Amanece cuando abandona el último local y, caminando bajo una leve llovizna, entra para desayunar en un confortable café conocido, pide un diario y, ojeando los títulos, se inclina lentamente y se duerme sobre los brazos cruzados.
Lo despertó el mozo cerca de las nueve, agradeció, pagó y fue hacia Plaza de Mayo para tomar el subte que lo acerca a Saavedra, y mientras se sumerge en la multitud que inicia la semana laboral, con el fastidio propio de los lunes de lluvia, comienza a darle vueltas en la cabeza una frase leída o escuchada alguna vez, muchísimo tiempo atrás, quizás medio siglo: “Si querés desnudar a una mujer, no empieces por la ropa”. Le había gustado entonces porque le pareció muy pícara, pero nada más. No se correspondía con su experiencia. La repitió mentalmente varias veces hasta que la frase perdió el poco sentido que para él tenía y, cerrando los ojos, dormitó en su asiento.
Al término del viaje, mientras subía trabajosamente el último tramo de las escaleras, al levantar la vista, se encontró repentinamente frente a una conocida mirada azul, una melena rubia y una inolvidable silueta. La pudo ver sólo un mínimo instante; la catarata de gente que viajaba al Centro a esa hora, como un tsunami, la barrió a ella y no lo arrastró a él porque, más por sorpresa que por precaución, se había paralizado y tomado fuertemente del pasamanos.
Mientras esperaba el semáforo, para cruzar la avenida Congreso, se arrepintió de no haber bajado inmediatamente, quizás la hubiera encontrado en el andén. Siguiendo un impulso, dio una brusca media vuelta y se introdujo nuevamente en la boca del subte. “El azar siempre te da otra oportunidad”, se dijo para darse ánimo y bajó las escaleras, como cuando era muchacho, para ver con desaliento como se alejaba el tren.
Con sorpresa, al desviar la mirada del túnel, la vio otra vez. Estaba sentada sola en el largo banco, era la única persona en el andén, estaba totalmente desierto. Se aproximó con delicadeza para no asustarla y, con un resto de duda, preguntó suavemente:
-¿Noemí?
-Sí, soy yo -respondió ella con naturalidad- Te estoy esperando desde hace mucho. ¡Qué manera de perder el tiempo! ¿Qué querés ahora?
-No quiero nada, sólo que no te puedo olvidar, y no recuerdo por qué me dejaste…
-¡Porque no me escuchabas cuando te decía que cuando quieras desnudar a una mujer no empieces por la ropa!… Si por fin lo aprendiste, volvemos a bailar. Si no, ¡seguí tu camino!…
Con un largo suspiro se sentó al lado de ella y cerró los ojos. Cuando los abrió, no había nadie a su lado.
