Beatriz Fiotto

La mujer mira leer a su esposo, sentado en el sillón individual de la sala. Hace unos días que está con ese libro, ella lo trajo de la biblioteca hace una semana: «Yo Pablo Schoklender». Va a tener que renovarlo para poder leerlo. Mientras lo mira, saca las hojas marchitas del potus que cuelga desde el aparador, todavía no sabe si es falta de luz o exceso de agua. Esa planta parece no sobrevivir mucho más.
-Quiero llevar la vitrina de tu mamá a la pieza del fondo. Acá está muy cerca de la cocina y me la paso limpiándola – dice ella
Él la mira un momento. Vuelve la vista al libro
-Sabés que no entra en esa pieza. Ahí tengo la mesa de trabajo y guardamos lo que no usamos. A la vitrina la estamos usando .
-Bueno, entonces limpiala vos. Qué querés que te diga, querido, yo ya estoy podrida de todos los cachivaches que traes todo el tiempo. La enceradora nunca la arreglaste y ya me acostumbré a encerar con el trapo y los patines, ¿qué necesidad de seguir guardándola?
-Ya te dije que tengo que comprar el repuesto. Sirve todavía
-¿Y la plancha? Si tengo la plancha a vapor, ¿para qué guardamos la otra?
-Nunca se sabe
-Vos nunca sabés
Ella se mira reflejada en la ventana, él sigue leyendo y agrega:
– ¿Por qué no preparás un té? Me cayó pesada la comida -gira la página, intercalando miradas entre el libro y la mujer.
En el silencio, se escuchan movimientos en la cocina: las puertas de la alacena, el agua cayendo en la taza. Poco después, aparece ella con la bandeja y se sienta en el sillón de tres cuerpos, de tela importada chenile color champagne. Aún no termina su té, cuando golean la puerta. La mujer se dispone a atender.
-¿Y el timbre?- insiste – ¿Cuándo pensás arreglar el timbre?
– Mejor dejalo así. No hay que arreglarlo. Para que te molesten los testigos de Jehová -reniega él, mientras ella vuelve a la sala:
-Pasa, dale -dice la mujer y junto al aparador se detiene la vecina, una joven con su hijo de un año y medio en brazos. Hace pocos días se mudó al barrio.
-Necesita agua caliente -explica ella a su esposo y habla con la chica- ¿Qué te pasó con el gas, querida?
– Hola – saluda tímida al hombre- Esta mañana había mucho olor a gas y parece que es una pérdida, está trabajando el gasista pero tuvo que cortar todo -explica la vecina, que deja al niño en el suelo con su chupetín en la mano – No sabe si lo va a poder terminar hoy.
Él mira por sobre los lentes, balbucea un “hola”, incómodo y su mujer hace un gesto con la mirada hacia el termo de plástico, que aún tiene la joven.
-Enseguida te lo preparo –dice la mujer.
-¡Gracias! -se lo da y se acomoda el pelo tras la oreja. Lo usa suelto y corto a la nuca. No debe tener más de veinte años. Él la observa detenidamente y piensa: “Vaya a saber a qué edad fue madre”. La joven se agacha para ayudar a su hijo a pararse, por el escote de la remera se ve que no lleva corpiño. El bebé comienza a caminar y el parqué suena bajo sus zapatillas.
– ¿Qué edad tiene? –pregunta él.
– Diecisiete meses. Es de octubre. Del diecisiete. Qué coincidencia, ¿no? –comenta la joven.
– ¿Por qué lo decís?
– Digo diecisiete-diecisiete… habría que jugarle
– Ah, ya veo. Pensé que lo decías por el día de la lealtad -“no debe saber, qué va a saber” piensa observándole el rostro- ¿Y va al jardín?– pregunta tratando de ser amable con la chica.
– ¿Al jardín? No, todavía no. ¿Puedo pasar al baño? – agrega.
-Sí, ese pasillo a la derecha.
– Permiso.
Luego de unos minutos se escucha arrancar el calefón.
– Querida, ¿vos estás con el agua caliente? – pregunta a su mujer
– No, ¿por?
– Se pensará lavar acá, si no tiene agua caliente…
La joven vuelve distraída, mirando los cuadros de caballos que ellos coleccionan.
Sobre la mesa ratona, están los adornos del último viaje a Budapest de la tía de la mujer. Llaman la atención del niño que, con la golosina en la boca, se dispone a agarrarlos.
Él lo mira y mira a la madre, queriendo indicar algo. Ella le saca el adorno de la mano y lo pone en la vitrina, alto. Se paró en puntas de pie, es baja. En ese movimiento la remera holgada, separándose de su cuerpo, deja ver el piercing del ombligo.
– Se nota que acá no hay chicos -comenta y saca el celular del bolsillo trasero del jean – ¡Hey! ¿A qué hora venís?, estoy de la vecina, buscando agua caliente para la mamadera… ¡Sí!
Se aleja unos pasos, como buscando escuchar mejor. Su hijo se apoya en el sillón, trata de subir torpemente. Suelta el chupetín y, por la saliva, se pega en la tela. Por fin sube. Se acomoda, se recuesta y se para, buscando a su mamá. Apoyado en el respaldo, espera que ella de vuelta y lo vea. Sus mejillas brillan.
La señora entra y lo ve, y ve las pisadas de las zapatillas y ve el chupetín, e imagina las manos pegajosas sobre su tapizado importado.
-¡Nene! ¡No! ¡Bajate de ahí!
La madre corre a levantarlo.
– Perdón, no lo vi.
– Pero querida, ¿no ves cómo me deja el sillón?
-Bueno, ni que fuera un cerdo, señora, se subió nada más.
El hombre cierra el libro y se levanta
-¿Así educás a tu hijo? ¿Por qué no le enseñás modales? –añade el hombre.
-¡Pero…no tiene dos años! -explica la vecina.
– Tomá, tomá tu agua caliente y andá antes de que rompa algo, por favor.
La vecina levanta a su hijo, toma el termo y se va.
-¡No se puede ser buena! ¿Te das cuenta? – se queja la mujer mientras sacude el sillón – Le dan hijos a quien no los sabe educar.
-Es una cualquiera, anda a saber quién es el padre de ese mocoso – sentencia él, y agrega – Y por favor, cambia la toalla del baño que nunca se sabe.
