Miguel Rodríguez
Tan pronto atracó en París, Rudo saltó a las calles como un perro, para abrirle la cara a Jean Claude. No iba a matarlo, aunque podría, sólo quería molerle a palos hasta dejarlo inconsciente. Eso es lo que buscaba en realidad, llevarle al cabrón hasta un lugar límite en el que ambos pudieran verse las caras y resolver el dolor y las mujeres, al margen del dictado de la puta conciencia.
No le mató. Tampoco resolvió nada, y Jean Claude volvió a su casa y a su familia lleno de golpes y de orgullo por haber peleado con Rudo. El resultado no siempre es lo que importa, a veces incluso es lo de menos y es inevitable perder, lo importante es con quién peleas, quién te señala la cara, el motivo por el que dejas o sigues viendo a una mujer. ‘La puta historia se repite’, pensaba Rudo, ‘no he aprendido nada’.
A veces los nietos se parecen más a los abuelos que a los padres, hay una generación por el medio que se salta como si no hubiera habido niñez ni colegio, como si uno empezara a cumplir años a los cuarenta y, hasta entonces, todo hubiera estado muerto. Quizás, de alguna manera, esto siempre sea así. Rudo conocía perfectamente ese espacio inerte que su abuelo rellenó con libros y artes de pelea. Hay hombres que no han nacido para tener una vida estable y se dan cuenta a los cuarenta, cuando descubren que hasta entonces han estado muertos. A diferencia de ellos, Rudo siempre lo supo.
Esto es lo que las niñas aprenden a amar y temer por igual, desde la escuela: un hombre algo tosco e independiente que escriba sin acentos y sin dobles consonantes, con una tragedia detrás que sea capaz de revertir para volcarse febril y enloquecido en ellas. Otro tipo de cuento de hadas, sólo que Rudo nunca fue a esa clase de colegio. Al igual que las mujeres, los hombres le temían y le admiraban; ansiaban ser duros como él y, al mismo tiempo, elegantes para respetar las reglas de una pelea. De ahí su apodo, que los varones le otorgaron como una distinción social. No era un malascalles o un camorrista. Si te decía que te iba a partir la espalda, podías fiarte de su palabra, no te fallaría, lo haría. Pero podías pedirle que después cuidara de tu mujer y de tus hijos. No era un asesino. Sólo era rudo. Esto es algo que las mujeres detectan por instinto y que desbarata la cordura del acomodo social del amor, de la estabilidad de las palabras, del paso inofensivo de los días.
El día que la conoció, después de la pelea con Jean Claude, aquella mujer le pidió que se sentara con ella a la mesa. Tendría la edad de su madre, si la hubiera conocido, y no paraba de hacerle preguntas. Aunque algo mayor, era hermosísima, y el olor de su pelo impregnaba los espacios casi siempre silenciosos de su vida. Rudo nunca antes había bebido té, pero accedió por delicadeza. Lo bebió de un trago antes de comenzar a hablar.
–No le puedo decir más, sé que fue a por él y mi abuelo se defendió, y lo mató. Los dos querían a la misma mujer y el otro pensaba que el hijo, que su mujer esperaba, era de otro, no suyo.
–¿Y era verdad, ese hijo era de su abuelo?
–Eso no lo sé, nunca me lo dijo.
–¿Y qué hizo la mujer?
–Creo que no quiso volver a ver a mi abuelo. Él decía que sólo andaba las calles, como si estuviera loca y buscara algo que no existe.
–Qué curioso. Eso es lo que hacía yo con mi madre, cuando era niña.
–¿Y su padre?
–No lo sé, nunca le conocí. Mi madre nunca me habló de él.
–Qué curioso.
–Ya… ¿Otro té, querido?