Alberto Ernesto Feldman
Pleno Centro de Buenos Aires. Caluroso mediodía de diciembre del 2015. Un joven de rasgos duros y paso rápido ingresa a un gran café atestado de clientes. Identifica a un anciano de buen aspecto, cruzado de brazos en una mesa cercana a la puerta. Sin saludar, se sienta bruscamente frente a él.
-Oiga, don, no debió citarme nunca en un lugar tan concurrido, le aseguro que vine sólo por curiosidad, nunca me pagaron tanto por un trabajo, fue suficiente con depositar el dinero donde le dije y darme algunas señas del candidato a cadáver; no me puedo exponer y tampoco debieran vernos juntos; además, me resisto a conocer sus motivos; lo mío es impersonal, soy un buen profesional: ¿Qué le pasa?…¿no le basta con eliminar a quien lo molesta?
-¿Eliminar?… ¿matarlo?…, no, no es suficiente. Un plomo calibre 45 en cada rodilla me parece mucho mejor, es lo que vamos a hacer, y en un lugar público, para que lo auxilien rápido y no muera desangrado. ¡Tiene que vivir largo tiempo sufriendo, para pagar su deuda!… Sé que esto complica su tarea, pero el pago es generoso y no tengo ninguna duda, usted estará a la altura de las circunstancias, ¡tengo referencias de su excelente desempeño!
-Le agradezco el elogio, pero es cierto, me complica las cosas más de lo que cree. Trato de no involucrarme en los odios de mis clientes, condición necesaria para una buena preparación y un pulso firme. Con su pedido, usted me ha comprometido en su guerra personal, que parece ser bastante feroz, ¡un plomo en cada pierna!, en realidad, tendría que cobrarle más por dificultar el encargo… pero el trato está sellado. Esto no me ocurrió nunca; usted ha conseguido despertar mi curiosidad. Dígame…, para haberle generado tanto odio: ¿Quién es y qué le ha hecho?
-De quien se trata, ya se enterará a su debido tiempo. Sí le contaré, que desde hace muchísimos años viene torturándome de una forma muy sutil, disminuyéndome en presencia de terceros, mostrándose como dueño del éxito, siendo por todos apreciado pese a su cinismo, siempre con una falsa sonrisa, recibiendo en la espalda inmerecidas palmadas laudatorias, mientras que yo, que contribuí a su encumbramiento desde las sombras, sufro horrores porque conozco la estafa que representan sus negocios, sus discursos políticos y su actividad social, pero tengo que reconocer que por miedo o por conveniencia, no me atrevo a desenmascararlo. No puedo soportar más tanta hipocresía. Quiero acabar con esta farsa. Le repito: una bala calibre 45 en cada rodilla, por encima de la rótula, pasará lejos de cualquier arteria importante y destrozará la articulación. ¡Le arruinaré la vida para siempre y no podrá acusarme, lo habrá hecho usted, yo nunca me hubiera animado… y se lo agradezco!… Como le previne, me encargué del arma yo mismo porque entiendo bastante del tema; fui colega suyo durante mucho tiempo, en una época en que usted todavía no había nacido o era un chico de primaria… Aquí tiene la pistola con el silenciador ajustado. Todo tiene mis impresiones digitales, póngase discretamente estos guantes de goma para no borrarlas. Yo simularé leer el periódico. La salida está justo detrás suyo; sólo cuatro pasos y estará en la avenida Corrientes y 9 de julio, frente al Obelisco, se perderá fácilmente entre la multitud que hormiguea en el Centro de Buenos Aires. Ahora es un buen momento. Mire por debajo de la mesa como si buscara algo; si lo prefiere, puede apoyar el caño en cada rodilla; no me moveré. Dispare tranquilo y levántese sin prisa. No se inquiete si grito; deje la pistola en el suelo y siga su camino sin mirar atrás. Nunca antes nos hemos visto, ¿de acuerdo?…, ¡AHORA!