Leonardo Vinci
Son tus muslos irisados, bruñidos por la luz, igual al brillo del agua corriendo sobre la cera. Es mi trajinar, sin reservas ni leyes de equilibrio, por el álabe tenso de dos cintas que doblegan la penumbra. Son tu ofrenda silenciosa, la aquiescencia más tierna de tus torres, y los tendones de un puente centelleando en las crestas bajo la espátula de un óleo. Reverberan a tempo con la carne de tu boca, como parches de timbales en medio del rito, gruñen como oseznos con hambre y serán vírgenes por el resto de los días. Es mi pena a veces guarecida; han sido dos penas también matando corazones por encargo, dos, abrazándose contra el frío y un desbaste de aquilón. No existirían las bocas llenas de amor sin presente, ni serían frenéticos moluscos copulando las lenguas, si el alcázar del tiempo no fuera conquistado. Ni podrían oírse voces coloreadas en alcántaras aún no preñadas de terciopelo, sin una fiesta de animales sagrados frente al fuego.