Pirata de asfalto

Sergio Coello

Callejón

Johnny Matanzas, en sus buenos tiempos, que resultaron tan malos para los demás, fue pirata urbano de zafarrancho diario y cogorzas de ron barato. Cuando le cortaron la mano derecha y le cosieron una pistola al muñón ya no existían patas de palo con las que golpear el suelo entarimado de su habitación, ese techo del lugar donde siempre viven los de abajo. Tampoco quedaban islas del tesoro en las que rastrear los garabatos de un mapa roto, pero  Johnny, como buen corsario de tierra adentro,  jamás se arredró por minucias tales como el temor al contagio del sida, a la falta de aire o a la miseria. Por el contrario, siguió y siguió buscando la muerte entre las tempestuosas olas nocturnas de alquitrán y neón hasta que, por fin, una noche dio con ella. Fue en una calle sin salida, un fondo de saco sucio y oscuro en el que anidaban las botellas vacías, las ratas apestosas y los cadáveres sin nombre. Y aquello tuvo lugar, por cierto, un minuto antes de que pa­sara por allí mismo, casualmente, la mujer de su vida.

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