Manuel Cortés Blanco
Ilustración de Raquel Ordónez Lanza
Ya ni me acuerdo cuando pasó, que había una casa que estaba llena de roedores. Era tal su cantidad que se les veía corretear por la mañana bordeando el rodapié de la cocina, se les oía en el silencio de la noche limando sus dientes con las vigas del tejado, y se les sentía a cada instante para desesperación de aquellos inquilinos. Porque allí, al igual que pasa con las personas, había ratones de todos los tipos: educados y groseros, blanquecinos o grisáceos, discretos y extrovertidos.
La señora del inmueble intentó poner remedio a esta situación. Colocó mil ratoneras en los mil rincones del edificio, taponó cada uno de sus agujeros y adquirió un enorme gato, entrenado especialmente para tales menesteres. De manera que a los roedores les resultaría más peligroso salir a por ese queso que tanto les gustaba.
Ante dichas adversidades y a fin de proveerse de él, aquellos animalitos idearon un plan: redactarán un listado con todos y, cada día, aquel a quien le toque por orden riguroso saldrá en busca de comida. Así lo hicieron. Pero resultó que Tino, el más miedoso de ellos, fingía siempre estar indispuesto. Alegando cansancio, dolor de cabeza, molestias en la espalda o cualquier otro pesar que le surgiese, conseguía que el turno le pasara eludiendo dicha responsabilidad.
En principio, el jefe de los ratones creyó en esas dolencias, encargando su trabajo al siguiente de la lista. No obstante, ante la persistencia de las mismas y movido por la sospecha de que fueran inventadas, decidió preguntarle al respecto.
-Calambres de arriba a abajo, agotamiento físico, estrés emocional… –se justificaba al enumerar la sucesión de sus males.
Entre tanto, el gato enorme seguía persiguiendo a sus presas. Y de tanto perseguirlas, ocurrió que cierto día atrapó a uno de los ratones que –precisamente- hacía el turno que le correspondería haber hecho a Tino.
Cuando se supo de su estrategia, la indignación en la ratonera fue muy grande y todos volcaron su ira hacia él.
-Si en vez de fingir hubiera realizado su trabajo, esto no habría ocurrido –apuntaba uno.
-Es, sin duda, el más ruin de los nuestros –indicaba el segundo.
Aquella indignación fue a más cuando, después de dicho suceso, Tino se propuso entablar relaciones con el gato. De modo, que mostrándole pleitesía, rascaba su lomo, tarareaba canciones ante sus oídos e incluso le indicaba sin recelo dónde encontraría las croquetas de pescado.
El jefe de los ratones volvió a hablar seriamente con él, advirtiéndole de que tal comportamiento era inadmisible para cualquiera de su especie. Pero Tino, ya sin quejarse de nada, persistía en esa actitud.
Hasta que un día le propuso al gato ir en busca de una deliciosa lata de sardinas. El minino, confiado, le siguió sin sospechar que le estaba llevando a un desagüe sin salida. Allí quedaron atrapados, hasta que el agua les cubrió por completo y nunca más se les volvió a ver.
Fue entonces cuando el resto de los ratones comprendió lo que había sucedido. Si Tino se ganó la confianza del gato fue para luego engañarle y deshacerse de él, vengándose de lo sucedido y redimiéndose con ello ante el resto de sus compañeros. De hecho, su propio jefe reconoció públicamente semejante valía.
Cuentan que desde entonces ningún gato se fía de ningún ratón. Cuentan además que desde entonces los ratones no juzgan a nadie hasta saber cómo acaba su historia. Cuentan que desde entonces ninguno finge daños ficticios si con ello genera un daño real. Y cuentan también que desde entonces en las ratoneras –al igual que pasa con las personas- sigue habiendo ejemplares de todos los tipos: educados y groseros, blanquecinos o grisáceos, discretos y extrovertidos. Solo es cuestión de saberlos diferenciar.
Y aquí se rompió una taza, y cada cual para su casa.
———-
Cuento incluido en el libro “Nanas para un Principito” (M.A.R. Editor)