Sergio Coello
Aquel preso era feliz con el medio metro cuadrado de cielo azul que alcanzaba a ver desde la ventana de su celda. Se había adaptado bien a la falta de libertad a largo plazo y aceptó sin grandes problemas las tres reglas de oro que rigen al otro lado de las rejas.
Primera regla: El tiempo se mide en relojes sin manecillas y entre un lunes y el martes siguiente siempre transcurren cuatro días.
Segunda regla: Una cuchara de aluminio es un arma mortal excepto si se enfrenta a una mirada del calibre “nueve milímetros parabellum”.
Tercera regla: Ya desde el primer día, conviene que a uno le salgan colmillos en el culo. Son muy útiles para defenderse de los ataques por la espalda a la hora de la ducha.
Así que podría decirse que aquel preso estaba en posesión del secreto de la felicidad a la manera en que Bertrand Rusell lo describió: asumir que el mundo es horrible. Por eso, el día en que unos funcionarios sin nombre de la Dirección de Instituciones Penitenciarias tapiaron la abertura de su ventana, con tres filas de tres ladrillos cada una, el preso feliz comprendió que empezaba a estar enterrado vivo.
