David Cano
Marcos paga 250 euros por la factura de la luz. Se queda siempre hasta altas horas de la madrugada leyendo, arremolinado en el lado izquierdo de la cama de dos metros de largo, y metro y medio de ancho. Consigue, tras más de un minuto de ajuste de ingeniería, convertirse en una bola tapada por una sábana, una manta y un edredón. Entonces lee. Hasta altas horas de la madrugada. Sin mirar el reloj.
Marcos trabaja temprano. Mejor dicho, se levanta temprano. Tarda una hora y media en llegar a su trabajo, situado en una zona de oficinas de San Sebastián de los Reyes. Allí medita siempre, antes de entrar, mientras apura el primer cigarro del día, si entrar es la mejor opción, si cruzar el torno electrónico supone malograr la parte más importante de sí mismo.
Marcos es bajito. En el colegio le llamaban enano. Todos. Sus amigos y sus enemigos. Además, las orejas de soplillo le daban un aire a Willow. La película estaba de moda por esos tiempos. Marcos era Willow para sus amigos y para sus enemigos. Él utilizaba la ironía, aprendida de su padre frente al reflejo translúcido de su güisqui. Marcos era cínico y de lengua afilada. Marcos escribía las putadas que le hacían en una libreta de tapas negras y hojas cuadriculadas. Las databa, les ponía la hora en las que se habían lanzado y, tras dejar dos espacios cuadriculados, hacía un comentario de no más de una línea.
Marcos, por mucho que se crea valiente y decidido, siempre termina cruzando el torno que le lleva a la oficina. «Ahí acaban mis sueños», termina diciéndose todos los días, de lunes a viernes. Su trabajo requiere atención, concentración y un ordenador. Facebook está capado. Y Youporn. Sus horas muertas, más de tres al día, en las que no tiene ninguna incidencia que cubrir, las dedica a escribir en un documento de Word lo primero que le pasa por la cabeza. Podría terminar siendo un relato inconexo de gilipolleces, pero Marcos es puntilloso hasta la enfermedad.
Marcos siempre espera que sean las once de la mañana para que Ana pase por su mesa y le diga a Luis, su compañero de enfrente, con qué tiene que ponerse hoy. Ana sabe que Marcos le mira el escote. Ana no se enfada porque es la señora de cincuenta años más solitaria que Marcos haya conocido nunca. Marcos se toca el paquete, lentamente, mientras piensa en meter su miembro entre las dos pecosas protuberancias.
Marcos va a esperar a las dos de la tarde para tomar una decisión. De las nueve de la mañana a la una del mediodía ha recibido tres gritos, una advertencia y un desaire. Marcos piensa muchas cosas. En irse ya. En coger la mochila con el ordenador. En escribir la primera novela verdaderamente buena de este siglo. Pero Marcos acata las críticas y las convierte en más y más trabajo. Supera sus límites, lo que se espera de él.
Marcos come sólo en el office de la empresa. Se lleva un tupper de comida cocinada vete tú a saber cuándo y se lo calienta durante un minuto y diez segundos. Exactos. Siempre igual. Marcos vuelve, a la media hora, a su puesto de trabajo y sigue, sin inmutarse, sin jefes (que sestean en sus casas), y con un documento de Word vacío siempre en su barra de escritorio. Por si acaso surge el destello esperanzador.
Marcos termina su horario laboral y vuelve a coger el metro para irse a casa. Allí le espera Brody, su pastor belga. Cuando abre la puerta le saluda cariñosamente. Le rasca la parte carnosa que tiene detrás de las orejas y le da dos besos largos y húmedos en el entrecejo. El perro lo mira raro. Coge su correa con los dientes y se la entrega a Marcos. Este le saca a dar un paseo al parque más cercano.
Marcos come pizza cinco días a la semana. Hoy toca. Marcos pide una especial, que lleva tomate, carne picada, pimiento, cebolla y queso fundido. Marcos ve un capítulo de Misfits mientras cena. Luego, pone las piernas encima de la mesa y zapea buscando algo de sexo en la tele. Marcos enciende el portátil y se masturba con vídeos de lesbianas.
Marcos se va a la cama. Marcos lee hasta altas horas de la madrugada.
