Sacas

Fernando Veglia
 
 
Vidriera de “blindex”, cartelera de ventas y arriendos de inmuebles, piso de mármol, dos sillones azules –un tanto sucios, un tanto viejos―, una mesa ratona ―sostén de un potus y varias revistas―, mostrador añejo, paredes empapeladas; la recepción de la inmobiliaria. El despacho privado, una oficina pequeña, tenía el piso alfombrado, una ventana con cortina veneciana, un escritorio reluciente, cómodos sillones, una computadora y las paredes repletas de diplomas; el sitio pretendía ser cálido y transmitir tranquilidad.
 
El día moría como tantos otros, como una sucesión infinita de idénticas escenas. Ningún inquilino había venido, ni siquiera con quejas; era fin de mes. Había atendido a diez u once curiosos, preguntando por la milagrosa existencia de algún alquiler barato o la casa ideal que, por supuesto, no tenía.
La tarde agonizaba y el timbre del teléfono chirrió, recordándome que existía un reloj y que la hora de marcharme estaba aproximándose. Atendí, sin ganas, harto.
 
― Inmobiliaria. Buenas tardes.
― Hola, Martín.
― Sí ¿Quién habla?
― Sara ¿Cómo estás?
― Bien. Discúlpeme, no la había reconocido ¡Tanto tiempo! ¿Cómo le va?
― Bien, en casa. Me estoy haciendo quimioterapia. Por suerte, la obra social me pagó la internación. Ahora sigo con el tratamiento.
― Bueno, me alegro…
 
La voz de Sara Irarit había sido maltratada por una vejez enfermiza. Era clienta de la inmobiliaria desde los comienzos, hacía veinte años o más.  Una casa, la había heredado de sus padres, la beneficiaba con una renta razonable. Sin embargo, el inquilino que tenía no era buen pagador; siempre debía un mes o dos. Esa morosidad enfurecía a la anciana; decía que necesitaba el dinero, a pesar de que gozaba de una sólida posición económica. A veces, sospechaba que acumulaba riquezas para sentirse segura. 
 
― ¿Cómo puede ser que deba tanto? El negocio siempre está lleno de gente.
― No desespere, Sara. Cuando deba un mes más, enviaré una carta documento al garante, informándolo de la deuda y reclamándole el pago.
― Escuchame bien. Dos meses es mucho tiempo, por lo menos para mí. Enviale el legajo a Ferruti, mi abogado, y no recibas un solo peso de Pukerman. Quiero iniciar el juicio de cobro, lo más pronto posible.
― Sara, estás apresurándote demasiado. Aún hay tiempo para cobrarle, para hacer reclamos. Siempre pagó con intereses. No es incobrable…
― Hacé lo que te pido. Prepará el contrato y la garantía,  mi marido los recogerá y los llevará al estudio jurídico. Para mí, dos meses es demasiado ¿No sabe Pukerman que tiene que pagar el alquiler? ¡Vamos! Mirá, a mí no me esperan dos meses la obra social, el hospital y la farmacia. Tengo que pagar, así de sencillo.


Sara padecía una enfermedad cruel y rebelde. Hacía cinco años, luego de sufrimientos y una operación, había logrado eliminarla. Cuando los síntomas retornaron y el médico diagnosticó el mismo padecimiento, la tristeza y la melancolía la golpearon duramente. Poco a poco y soportando dolorosos tratamientos, consiguió erguir su espíritu. Sin embrago, el rencor reinaba entre sus sentimientos y lo hacía violentamente cuando debía lidiar con un simple “no”. 
 
Pukerman, el inquilino moroso, representaba un “no” o un “hago lo que deseo, a pesar de las penalidades”. Era un hombre de cincuenta años, padre de dos hijas y hábil comerciante; dedicaba su vida a la venta de telas. El motivo por el que pagaba la renta con atraso era absurdo y caprichoso. Cierto mes pagó el día veintitrés, cuando debía hacerlo del uno al diez. Sara enfureció y exigió los intereses de mal modo; con reiterados llamados telefónicos y enviándole una carta al garante. A Pukerman la exigencia le pareció injusta y desmedida; siempre había pagado como rezaba el contrato y la mora, trece días, había sido una excepción. Desde entonces, abandonó el rol de correcto pagador para adoptar el de moroso crónico. 
 
―Bueno. Entregaré el legajo de Pukerman a tu marido ¿Está bien?
―Sí. Muchos saludos a vos y a tus padres.
―Gracias, suerte. Saludos.
 
* * * * * * * * *
 
La tarde moría ante mis ojos. Desde la recepción de la inmobiliaria, observaba a la gente agolpada en la parada de autobuses; invadidos por diferentes formas de impaciencia y enfado. 
 
Vi, entre la muchedumbre y con sorpresa, al cajero del banco, al de la caja dos. A mi mente llegaron las imágenes de sus miradas soberbias y su rostro asqueado de recibir jubilados, quejándose de su mísera paga. Preguntándome cómo pedirá un boleto al chofer, con una mueca de repulsión aferrada a su cara o una de alivio; supuse que sabía de su extensa fama de hijo de puta. 
 
Abandoné las especulaciones sobre el cajero, cuando vi al señor Irarit acercándose a la puerta. Era un anciano de caminar erguido, delgado, anteojos sobre la punta de una pequeña nariz, labios finos, oscuro pelo corto y adecuada vestimenta. Conducía un automóvil nuevo y siempre renovaba el registro de conducir, a pesar de que cada vez se lo extendían por menos tiempo; decía que el automóvil evitaba que dependiese de sus hijas y yernos y que todavía no era un trasto viejo.
 
Pukerman había pagado un mes y adeudaba, como era su costumbre, dos meses. Tenía las boletas y el dinero y esperaba que no me hablase demasiado; siempre terminaba narrándome lo mucho que sufría Sara a manos de la enfermedad, lo poco que la acompañaban sus hijas y que el dinero de la renta no servía para nada. Ante esos relatos deprimentes y crueles, oponía mi capacidad de abstraerme en otros pensamientos. 
 
― Buenas tardes, Martín.
― Buenas tardes, Don Irarit. Pase, por favor. Tengo la liquidación. Siéntese. No perderá tiempo.
― Bueno, te espero. Quiero charlar con vos. Por la casa ¿Sabés?
― Ahí voy.
 
La frase “Quiero charlar con vos” nunca guardaba una sorpresa agradable. Me preguntaba qué querría y si sería víctima, una vez más, de sus tristes relatos. Esperaba que, en el peor de los casos, el teléfono u otro cliente me salvasen. 
 
El señor Irarit ni siquiera contó el dinero, lo guardó en un bolsillo de su campera, firmó los documentos acostumbrados y, mirándome a través de los anteojos, habló.
 
― Martincito, como vos sabés, Sara está internada hace cuatro meses. Está inconsciente. Quiero asegurar ciertas cosas… Tengo tres hijas. Una vive en Estados Unidos y ni siquiera vino a ver a su madre enferma, menos va a venir a reclamar su parte de la casa o de la renta. Silvia, la mayor, lo va a hacer, pero no quiero perder parte de la renta… Con mi jubilación no hago nada. Silvia tampoco acompañó a su madre ¡Bueh! Mejor olvidar. Si te llama Silvia, recordá el nombre, no le digas nada. En última instancia, que me llame a mí. No creo que se atreva…
― No se preocupe. No doy información de las operaciones. Eso lo garantizo. Pero va a tener problemas si la casa está a nombre de Sara; a los herederos les corresponde un porcentaje…
― No te preocupes. El abogado, Ferruti, hizo un boleto de compra venta, donde Sara vendía la casa a un amigo y, a su vez, ese amigo firmó un poder general a favor de mi hija menor, Susana. Con ella no tengo problemas, está bien económicamente y me respeta…
― Entonces, cuente conmigo para lo que necesite.
 
Irarit, por primera vez, se fue en silencio y sin robarme el tiempo con más palabras tristes. Continué sentado en el sillón del despacho privado, pensando en Sara, en las enfermedades, las relaciones familiares y los bienes. Supuse que Silvia, la hija mayor de don Irarit, nunca me llamaría. Sara todavía estaba viva, aunque inconsciente. Sin embargo, para su familia había muerto. Me pregunté si Sara los había matado antes, mucho antes de enfermar gravemente; quizá cuando comenzó a acumular dinero.
 
El teléfono me sorprendió; gritó una, dos, tres, mil veces. Temí. El aparato estaba al alcance de mi mano, amenazándome. Miré el reloj, siete y diez de la tarde. Hora de escapar, de ignorar al mundo.

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