Por Santiago García Tirado
La gente confunde, con una torpeza que les hace flaco favor, a los repartidores de cigarrillos con los repartidores de pipas de fumar. Y sin embargo de todos es sabido que el repartidor de pipas de fumar es un hombre de gesto adusto, con tendencias a quedarse boquiabierto (en esa pose que los engreídos llaman diletante) y que jamás hablan de algo que no empiece con fórmulas engoladas como en modo alguno, como a la sazón, como habiendo escuchado a las partes, y otras de esa guisa. Sobre todo, si algo que distingue al repartidor de pipas de fumar es que cumple con su trabajo como un caballero circunspecto, y jamás puede soportar esas intervenciones frívolas con que la gente murmura de los fontaneros y las bailarinas de cabaret.
El repartidor de cigarrillos nunca puede ser confundido con un repartidor de pipas de fumar. El repartidor de cigarrillos es un hombre muy informal: cómo, si no, iba a ir vendiendo cigarrillos de tabaco rubio como si fueran rosquillas; cómo, de otra forma contribuiría a la polución de las cafeterías sin perder su buen nombre y el título de graduado en Secundaria que tiene enmarcado y sólo lo enseña a sus amigos predilectos. El repartidor de cigarrillos es un hombre que se agazapa, que otea el horizonte y asusta a su presa por la espalda. Un hombre así, claro, no debe tener un lugar entre la gente respetable. Es un ser ladino: cuando alguien le pide un cigarrillo suelto, él mira hacia otro lado, se lo extiende al cliente y le cobra el doble de lo habitual. El cliente, que siempre tiene la razón pero no lo sabe, se lleva un gran fiasco de recuerdo: a pocos metros de allí descubre que le ha vuelto a dar uno falso, de chocolate. El chocolate produce granos en la cara. Ése es el objetivo del repartidor de cigarrillos. Ahora ya lo saben.