Emilia Pardo Bazán

XXVII
La persona en quien se notó mayor sentimiento por la pérdida de las elecciones, fue Nucha. Desde la derrota, se desmejoró más de lo que estaba, y creció su abatimiento físico y moral. Apenas salía de su habitación donde vivía esclava de su niña, cosida a ella día y noche. En la mesa, mientras comía poco y sin gana, guardaba silencio, y a veces Julián, que no apartaba los ojos de la señorita, la veía mover los labios, cosa frecuente en las personas poseídas de una idea fija, que hablan para sí, sin emitir la voz. Don Pedro, como nunca huraño, no se tomaba el trabajo de intentar un asomo de conversación. Mascaba firme, bebía seco, y tenía los ojos fijos en el plato, cuando no en las vigas del techo; jamás en sus comensales.
Tan deshecha y acabada le parecía al capellán la señorita, que un día se atrevió, venciendo recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro, preguntándole en voz entrecortada si no sería bueno avisar al señor de Juncal, para que viese…
—¿Está usted loco? —respondió don Pedro fulminándole una mirada despreciativa—. ¿Llamar a Juncal… después de lo que trabajó contra mí en las elecciones? Máximo Juncal no atravesará más las puertas de esta casa.
No replicó el capellán, pero pocos días después, volviendo de Naya, se tropezó con el médico. Éste detuvo su caballejo, y, sin apearse, contestó a las preguntas de Julián.
—Puede ser grave… Quedó muy débil del parto, y necesitaba cuidados exquisitos… Las mujeres nerviosas sanan del cuerpo cuando se les tranquiliza y se les distrae el espíritu… Mire, Julián, tendríamos que hablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infeliz señorita, y de esos Pazos… Punto en boca… Bonito diputado querían ustedes enviar a las Cortes… Más valdría que sus padres lo hubiesen mandado a la escuela…
Puede ser grave… Esto principalmente se estampó en el pensamiento de Julián. Sí que podía ser grave: ¿y de qué medios disponía él, para conjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno. Envidió a los médicos. Él sólo tenía facultades para curar el espíritu: ni aun ésas le servían, pues Nucha no se confesaba con él: y hasta la idea de que se confesase, de ver desnuda un alma tan hermosa, le turbaba y confundía.
Muchas veces había pensado en semejante probabilidad: cualquier día era fácil que Nucha, por necesidad de desahogo y de consuelo, viniese a echársele a los pies en el tribunal de la penitencia y a demandarle consejos, fuerza, resignación. «¿Y quién soy yo —se decía Julián— para guiar a una persona como la señorita Marcelina?» Ni tengo edad, ni experiencia, ni sabiduría suficiente: y lo peor es que también me falta virtud, porque yo debía aceptar gustoso todos los padecimientos de la señorita, creer que Dios se los envía para probarla, para acrecentar sus méritos, para darle mayor cantidad de gloria en el otro mundo… y soy tan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que me paso la vida dudando de la bondad divina porque veo a esta pobre señora entre adversidades y tribulaciones pasajeras… Pues no ha de ser así, resolvía el capellán con esfuerzo. He de abrir los ojos, que para eso tengo la luz de la fe, negada a los incrédulos, a los impíos, a los que están en pecado mortal. Si la señorita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz, enseñémosle a que la abrace amorosamente. Es necesario que comprenda ella, y yo también, lo que significa esa cruz. Con ella se va a la felicidad única y verdadera. Por muy dichosa que fuese la señorita aquí en el mundo, vamos a ver, ¿cuánto tiempo y de qué manera podría serlo? Aunque su marido la… estimase como merece, y la pusiese sobre las niñas de sus ojos, ¿se libraría por eso de contrariedades, enfermedades, vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, ¿qué importa ni de qué sirve haber pasado un poco más alegre y tranquila esta vidilla perecedera y despreciable?
Tenía Julián a la mano siempre un ejemplar de la Imitación de Cristo; era la modesta edición de la Librería religiosa, y castiza y admirable traducción del padre Nieremberg. Al frente de la portada había un grabado, bien ínfimo como obra de arte, que proporcionaba al capellán mucho alivio cada vez que fijaba sus ojos en él. Representaba una colina, el Calvario; y por el estrecho sendero que conducía al lugar del suplicio, iba subiendo lentamente Jesús, con la cruz a cuestas, y el rostro vuelto hacia un fraile que allá en lontananza se echaba otra cruz al hombro. Aunque malo el dibujo y peor el desempeño, respiraba aquel grabado una especie de resignación melancólica, adecuada a la situación moral del presbítero. Y después de haberlo contemplado despacio, parecíale sentir en los hombros una pesadumbre abrumadora y dulcísima a la vez, y una calma honda, como si se encontrase —calculaba él para sí— sepultado en el fondo del mar, y el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle. Entonces leía párrafos del libro de oro, que se le entraban en el alma a manera de hierro enrojecido en la carne:
«¿Por qué temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad… Toma, pues, tu cruz, y sigue a Jesús… Mira que todo consiste en la cruz, y todo está en morir; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz, que el de la santa cruz y continua mortificación… Dispón y ordena todas las cosas según tu querer, y no hallarás sino que has de padecer algo o de grado o por fuerza; y así siempre hallarás la cruz, porque o sentirás dolor en el cuerpo, o padecerás tribulación en el espíritu… Cuando llegares al punto de que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien, porque hallaste el paraíso en la tierra…».
—¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor! —murmuraba Julián poniendo una señal en el libro—. Había oído algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz… No, la de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decía Kempis…
A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda de rodillas, y retirándose cuando Julián daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oración, Julián conocía el instante en que se levantaba la señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo. Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó de rezar con sosiego. Al alzarse, vio a Nucha también en pie, el índice sobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo notable, se dedicaba a apagar los cirios, valiéndose de una luenga caña. La mirada de la señorita decía elocuentemente:
—Que se vaya ese niño.
El capellán ordenó al acólito que despejase.
Tardó éste algo en obedecer, deteniéndose en doblar la toalla del lavatorio. Al fin se fue, no muy de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz caliente, que cernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos del altar adquirían apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente.
—¿Julián? —preguntó con imperioso acento, extraño en ella.
—Señorita… —respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembláronle los labios y las manos se le enfriaron, pues creyó llegado el terrible momento de la confesión.
—Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche.
—Es verdad que no falta.
—¿Hará usted lo que le pida?
—Ya sabe que…
—¿Sea lo que sea?
—Yo…
Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido. Se recostó en el altar.
—Es preciso —declaró Nucha sin apartar de él sus ojos, más que vagos, extraviados ya— que me ayude usted a salir de aquí. De esta casa.
—A… A… salir… —tartamudeó Julián, aturdido.
—Quiero marcharme. Llevarme a mi niña. Volverme junto a mi padre. Para conseguirlo hay que guardar secreto. Si lo saben aquí, me encerrarán con llave. Me apartarán de la pequeña. La matarán. Sé de fijo que la matarán.
El tono, la expresión, la actitud, eran de quien no posee la plenitud de sus facultades mentales; de mujer impulsada por excitación nerviosa que raya en desvarío.
—Señorita… —articuló el capellán, no menos alterado—, no esté de pie, no esté de pie… Siéntese en este banquito… Hablemos con tranquilidad… Ya conozco que tiene disgustos, señorita… Se necesita paciencia, prudencia… Cálmese…
Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cráneo, transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habló con cierto reposo.
—¡Paciencia y prudencia!, tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la verdad, y no me costó… gran trabajo. Digo, sí; me costó un… un combate… En fin, eso es lo que menos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se me figura que… duraré poco… pero… ¿y la niña?
—La niña…
—La van a matar, Julián, esas… gentes. ¿No ve usted que les estorba? ¿Pero no lo ve usted?
—Por Dios le pido que se sosiegue… Hablemos con calma, con juicio…
—¡Estoy harta de tener calma! —exclamó con enfado Nucha, como el que oye una gran simpleza—. He rogado, he rogado… He agotado todos los medios… No aguardo, no puedo aguardar más. Esperé a que se acabasen las elecciones dichosas, porque creía que saldríamos de aquí y entonces se me pasaría el miedo… Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted, Julián; miedo horrible… Sobre todo de noche.
A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio las pupilas dilatadas de la señorita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su rostro.
—Tengo mucho miedo —repitió estremeciéndose.
Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no se le ocurría nada, nada. Los consuelos místicos que tenía preparados y atesorados; la teoría de abrazarse a la cruz… todo se le había borrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado.
—Ya desde que llegué… esta casa tan grande y tan antigua… —prosiguió Nucha— me dio frío en la espalda… Sólo que ahora… no son tonterías de chiquilla mimada, no… Me van a matar a la pequeña… ¡Usted lo verá! Así que la dejo con el ama, estoy en brasas… Acabemos pronto… Esto se va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme a nadie más… Usted quiere a mi niña.
—Lo que es quererla… —balbució Julián, casi afónico de puro enternecido.
—Estoy sola, sola… —repitió Nucha pasándose la mano por las mejillas. Su voz sonaba como entrecortada por lágrimas que contenía—. Pensé en confesarme con usted, pero… buena confesión te dé Dios… No obedecería si usted me mandase quedarme aquí… Ya sé que es mi obligación: la mujer no debe apartarse del marido. Mi resolución, cuando me casé, era…
Detúvose de pronto, y careándose con Julián, le preguntó:
—¿No le parece a usted como a mí que este casamiento tenía que salir mal? Mi hermana Rita ya era casi novia del primo cuando él me pidió… Sin culpa mía, quedamos reñidas Rita y yo desde entonces… No sé cómo fue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedro se fijase en mí. Papá me aconsejó que, de todos modos, me casase con el primo… Yo seguí el consejo… Me propuse ser buena, quererle mucho, obedecerle, cuidar de mis hijos… Dígame usted, Julián, ¿he faltado en algo?
Julián cruzó las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo de hincarlas en tierra. Pronunció con entusiasmo:
—Usted es un ángel, señorita Marcelina.
—No… —replicó ella—, ángel no, pero no me acuerdo de haber hecho daño a nadie. He cuidado mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado de salud y no tenía madre…
Al pronunciar esta frase, la ola rebosó, las lágrimas corrieron por fin; Nucha respiró mejor, como si aquellos recuerdos de la infancia templasen sus nervios y el llanto le diese alivio.
—Y por cierto que le tomé tal cariño, que pensaba para mí: «si tengo hijos algún día, no es posible quererlos más que a mi hermano». Después he visto que esto era un disparate; a los hijos se les quiere muchísimo más aún.
El cielo se nublaba lentamente, y se oscurecía la capilla. La señorita hablaba con sosiego melancólico.
—Cuando mi hermano se fue al colegio de artillería, yo no pensé más que en dar gusto a papá, y en que se notase poco la falta de la pobre mamá… Mis hermanas preferían ir a paseo, porque, como son bonitas, les gustaban las diversiones. A mí me llamaban feúcha y bizca, y me aseguraban que no encontraría marido.
—¡Ojalá! —exclamó Julián sin poder reprimirse.
—Yo me reía. ¿Para qué necesitaba casarme? Tenía a papá y a Gabriel con quien vivir siempre. Si ellos se me morían, podía entrar en un convento: el de las Carmelitas, en que está la tía Dolores, me gustaba mucho. En fin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando papá me enteró de las intenciones del primo, le dije que no quería sacarle el novio a mi hermana, y entonces papá… me besuqueó mucho en los carrillos como cuando era pequeña, y… me parece que le estoy oyendo… me respondió así: «Rita es una tonta…, cállate». Pero, por mucho que diga papá… ¡al primo le seguía gustando más Rita!…
Continuó después de algunos segundos de silencio:
—Ya ve usted que no tenía mucho por qué envidiarme mi hermana… ¡Cuánta hiel he tragado, Julián! Cuando lo pienso se me pone un nudo aquí…
El capellán pudo al fin expresar parte de sus sentimientos.
—No me extraña que se le ponga ese nudo… Soy yo y lo tengo también… Día y noche estoy cavilando en sus males, señorita… Cuando vi aquella señal… La lastimadura en la muñeca…
Por primera vez durante la conversación se encendió el descolorido rostro de Nucha, y sus ojos se velaron, cubriéndolos la caída de las pestañas. No respondió directamente.
—Mire usted —murmuró con asomos de amarga sonrisa— que siempre me suceden a mí desgracias por cosas de que no tengo la culpa… Pedro se empeñaba en que yo le reclamase a papá la legítima de mamá, porque papá le negó un dinero que le hacía falta para las elecciones. También se disgustó mucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a dejarle a Rita los bienes… Yo no tengo que ver con nada de eso… ¿Por qué me matan? Ya sé que soy pobre: no hay necesidad de repetírmelo… En fin, esto es lo de menos… Me dolió bastante más el que mi marido me dijese que por mí se ve sin sucesión la casa de Moscoso… ¡Sin sucesión! ¿Y mi niña? ¡Angelito de mis entrañas!
Lloraba la infeliz señora, lentamente, sin sollozar. Sus párpados tenían ya el matiz rojizo que dan los pintores a los de las Dolorosas.
—Lo mío —añadió— no me importa. Lo mío lo aguantaría hasta el último instante. Que me… traten de un modo… o de otro, que… que la criada… sea… ocupe mi sitio… bien… bien, paciencia, sería cuestión de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir… Pero está de por medio la niña… hay otro niño, otro hijo, un bastardo… La niña estorba… ¡La matarán!…
Repitió solemnemente y muy despacio:
—La matarán. No me mire usted así. No estoy loca, sólo estoy excitada. He determinado marcharme e irme a vivir con mi padre. Me parece que esto no es ningún pecado, ni tampoco el llevarme a la pequeña. ¡Y si peco, ni me lo diga, Julianciño!… Es resolución irrevocable. Usted vendrá conmigo, porque sola no conseguiría realizar mi plan. ¿Me acompañará?
Julián quiso objetar algo; ¿qué? No lo sabía él mismo. El diminutivo cariñoso usado por la señorita, la febril resolución con que hablaba, le vencieron. ¿Negarse a ayudar a la desdichada? Imposible. ¿Pensar en lo que el proyecto tenía de extraño, de inconveniente? Ni se le ocurrió un minuto. A fuer de criatura candorosa, una fuga tan absurda le pareció hasta fácil. ¿Oponerse a la marcha? También él había tenido y tenía a cada instante miedo, miedo cerval, no sólo por la niña, sino por la madre: ¿acaso no se le había ocurrido mil veces que la existencia de las dos corría inminente peligro? Además, ¿qué cosa en el mundo dejaría él de intentar por secar aquellos ojos puros, por sosegar aquel anheloso pecho, por ver de nuevo a la señorita segura, honrada, respetada, cercada de miramientos en la casa paterna?
Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer. Nucha iría envuelta en muchos abrigos. Él cargaría con la niña, dormidita y arropadísima también. Por si acaso llevaría en el bolsillo un tarro con leche caliente. Andando bien llegarían a Cebre en tres horas escasas. Allí se podían hacer sopas. La nena no pasaría hambre. Tomarían en el coche la berlina, el sitio más cómodo. Cada vuelta de la rueda les alejaría de los tétricos Pazos…
Muy quedito, como quien se confiesa, empezaron a debatir y resolver estos pormenores. Otro rayo de sol entreabría las nubes, y los santos, en sus hornacinas, parecían sonreír benévolamente al grupo del banquillo. Ni la Purísima de sueltos tirabuzones y traje blanco y azul, ni el San Antonio que hacía fiestas a un niño Jesús regordete, ni el San Pedro con la tiara y las llaves, ni siquiera el arcángel San Miguel, el caballero de la ardiente espada, siempre dispuesto a rajar y hendir a Satanás, revelaban en sus rostros pintados de fresco el más leve enojo contra el capellán ocupado en combinar los preliminares de un rapto en toda regla, arrebatando una hija a su padre y una mujer a su legítimo dueño.
XXVIII
Al llegar aquí de la narración, es preciso acudir, para completarla, a las reminiscencias que grabaron para siempre en la imaginación del lindo rapazuelo, hijo de Sabel, los sucesos de la memorable mañana en que por última vez ayudó a misa al bonachón de don Julián (el cual, por más señas, solía darle dos cuartos una vez terminado el oficio divino).
El primer recuerdo que Perucho conserva es que, al salir de la capilla, quedose muy triste arrimado a la puerta, porque aquel día el capellán no le había dado cosa alguna. Chupándose el dedo y en actitud meditabunda permaneció allí unos instantes, hasta que la misma falta de los dos cuartos acostumbrados le descubrió un rayo de luz: ¡su abuelo le había prometido otros dos si le avisaba cuando la señora se quedase en la capilla después de oída la misa! Raciocinando con sorprendente rigor matemático, calculó que, pues perdía dos cuartos por un lado, era urgente ganarlos por otro; apenas concibió tan luminosa idea, sintió que las piernas le bailaban, y echó a correr con toda la velocidad posible en busca de su abuelo.
Atravesando la cocina, colose en la habitación baja donde despachaba Primitivo, y empujando la puerta, le vio sentado ante una gran mesa antigua, sobre la cual se encrespaba un maremágnum de papelotes cubiertos de cifras engarrapatadas, de apuntes escritos con letra jorobada y escabrosa, por mano que no debía ser diestra ni aun en palotes. La mesa y el cuarto en general atraían a Perucho con el encanto que posee para la niñez lo desordenado y revuelto, los sitios en que se acumulan muchas cosas variadas, pues imaginan ellos que cada montón de objetos es un mundo desconocido, un depósito de tesoros inestimables. Rara vez entraba allí Perucho; su abuelo acostumbraba echarle para que no sorprendiese ciertas operaciones financieras que el mayordomo gustaba de realizar sin testigos. Cuando el nieto entró, la cara pulimentada y oscura de Primitivo podía confundirse con el tono bronceado de un acervo de calderilla o montaña de cobre, de la cual iban saliendo columnitas, columnitas que el mayordomo alineaba en correcta formación… Perucho se quedó deslumbrado ante tan fabulosa riqueza. ¡Allí estaban sus dos cuartos! ¡Menuda pepita de aquel gran criadero de metal! Lleno de esperanza, alzó la voz cuanto pudo, y dio su recado. Que la señora estaba en la capilla, con el señor capellán… Que le habían despedido de allí.
Iba a añadir —Y que se me deben dos cuartos por la noticia o cosa análoga—pero no le dio lugar a ello su abuelo, alzándose del sillón con la agilidad de bicho montés que caracterizaba sus movimientos todos, no sin que al hacerlo produjese un tempestuoso remolino en el mar de calderilla, y la caída de algunas torres que, con sonoro estrépito, se rindieron a la gran pesadumbre. Primitivo salió corriendo hacia el interior de la casa. El chiquillo se quedó allí, solicitado por las dos tentaciones más fuertes que en su vida había sufrido. Era una la de comerse las obleas, que con su provocativa blancura y encendido rojo le estaban convidando desde un bote de hojalata, y aun cuando sería más glorioso para nuestro héroe vencer el goloso capricho, la sinceridad obliga a declarar que alargó el dedo humedecido en saliva, y fue pescando una, dos, tres, hasta zamparse cuantas encerraba el bote. Satisfecha esta concupiscencia, le apremió la otra, incitándole nada menos que a cobrarse por su mano de los dos cuartos prometidos, tomándolos del montón que tenía allí delante, a su disposición y albedrío. No sólo apetecía cobrarse del debido salario, sino que le seducían principalmente unos ochavos roñosos llamados de la fortuna en el país, y que merced a consideraciones muy lógicas en su mente infantil, le parecían preferibles a las piezas gordas. Las adquisiciones y placeres de Perucho los representaba generalmente un ochavo. Por un ochavo le daba la rosquillera en ferias y romerías, caramelos de alfeñique o rosquillas bastantes; por un ochavo le vendían bramante suficiente para el trompo, y le surtía el cohetero de pólvora en cantidad con que hacer regueritos; por un ochavo se procuraba tiras de mixtos de cartón, groseras aleluyas impresas en papel amarillo, gallos de barro con un pito en parte no muy decorosa. Y todo esto lo tenía al alcance de su mano, como las obleas; ¡y nadie le veía ni podía delatarle! El angelote se empinó en la punta de los pies para alcanzar mejor el dinero, alargó a la vez ambas palmas, y las sumergió en el mar de cobre… Las paseó mucho rato por la superficie sin osar cerrarlas… Por fin hizo presa en un puñado de ochavos, y entonces apretó el puño fortísimamente, con la intensidad propia de los niños, que temen siempre se les escape la dicha por la mano abierta. Y así se mantuvo inmóvil, sin atreverse a retraer aquella diestra pecadora y cargada de botín al seguro rincón del seno, donde almacenaba siempre sus latrocinios. Porque es de advertir que Perucho tenía bastante de caco, y con la mayor frescura se apropiaba huevos, fruta, y en general cuantos objetos codiciaba; pero, con respeto supersticioso de aldeano, que sólo juzga propiedad ajena el dinero, jamás había tocado a una moneda. En el alma de Perucho se verificaba una de esas encarnizadas luchas entre el deber y la pasión, cantadas por la musa dramática: el ángel malo y el bueno le tiraban cada uno de una oreja, y no sabía a cuál atender. ¡Tremendo conflicto! Pero regocíjense el cielo y los hombres, pues venció el espíritu de luz. ¿Fue el primer despertar de ese sentimiento de honor que dicta al hombre heroicos sacrificios? ¿Fue una gota de la sangre de Moscoso, que realmente corría por sus venas y que, con la misteriosa energía de la transmisión hereditaria, le siguió la voluntad como por medio de una rienda? ¿Fue temprano fruto de las lecciones de Julián y Nucha? Lo cierto es que el rapaz abrió la mano, separando mucho los dedos, y los ochavos apresados cayeron entre los restantes, con metálico retintín.
No por eso hay que figurarse que Perucho renunciaba a sus dos cuartos, los ganados honradamente con la agilidad de sus piernas. ¡Renunciar! ¡A buena parte! Aquel mismo embrión de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde ab initio gran parte del Decálogo, le gritaba «no hurtarás», le dijo con no menor energía: «tienes derecho a reclamar lo que te ofrecieron». Y obedeciendo a la impulsión, la criatura echó a correr en la misma dirección que su abuelo.
Casualmente tropezó con él en la cocina, donde preguntaba algo a Sabel en queda voz. Acercosele Perucho, y asiéndole de la chaqueta, exclamó:
—¿Mis dos cuartos?
No hizo caso Primitivo. Dialogaba con su hija, y a lo que Perucho pudo comprender, ésta explicaba que el señorito había salido de madrugada a tirar a los pollos de perdiz, y suponía que anduviese hacia la parte del camino de Cebre. El abuelo soltó un juramento que usaba a menudo y que Perucho solía repetir por fanfarronada; y sin más conversación, se alejó.
Aseguró Perucho después que le había llamado la atención ver al abuelo salir sin tomar la escopeta y el sombrerón de alas anchas, prendas que no soltaba nunca. Semejante idea debió ocurrírsele al chiquillo más tarde, en vista de los sucesos. Al pronto sólo pensó en alcanzar a Primitivo, y lo logró en lo alto del camino que baja a los Pazos. Aunque el cazador iba como el pensamiento, el rapaz corría en regla también.
—¡Anda al demonio! ¿Qué se te ofrece? —gruñó Primitivo al conocer a su nieto.
—¡Mis dos cuartos!
—Te doy cuatro en casa si me ayudas a buscar por el monte al señorito y le dices, en cuanto lo veas, lo que me dijiste a mí, ¿entiendes? Que el capellán está con la señora encerrado en la capilla y que te echaron de allí para quedar solos.
El angelón fijó sus pupilas límpidas en los fascinadores ojuelos de víbora de su abuelo; y sin esperar más instrucciones, abriendo mucho la boca, salió a galope hacia donde por instinto juzgaba él que el señorito debía encontrarse. Volaba, con los puños apretados, haciendo saltar guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan altos como su persona, espantando la liebre oculta detrás de un madroñero o la pega posada en las ramas bajas del pino. De repente oyó el andar de una persona y vio al señorito salir de entre el robledal… Loco de júbilo se acercó a darle su recado, del cual esperaba albricias. Éstas fueron la misma palabrota inmunda y atroz que había expectorado su abuelo en la cocina; y el señorito salió disparado en dirección de los Pazos, como si un torbellino lo arrebatase.
Perucho se quedó algunos instantes suspenso y confuso: él afirma que al poco rato volvió a embargar su ánimo el deseo de los cuartos ofrecidos, que ya ascendían a la respetable suma de cuatro. Para obtenerlos era menester buscar a su abuelo, y avisarle del encuentro con el señorito: no lo tuvo por difícil, pues recordaba aproximadamente el punto del bosque donde Primitivo quedaba; y por atajos y vericuetos sólo practicables para los conejos y para él, Perucho se lanzó tras la pista de su abuelo. Trepaba por un murallón medio deshecho ya, amparo de un viñedo colgado, por decirlo así, en la falda abrupta del monte, cuando del otro lado del baluarte que escalaba creyó sentir rumor de pisadas, que la finura de su oído no confundió con las del cazador; y con el instinto cauteloso de los niños hijos de la naturaleza y entregados a sí mismos, se agachó, quedando encubierto por el murallón de modo que sólo rebasase la frente. No podía dudarlo; eran pisadas humanas, bien distintas de la corrida de la liebre por entre las hojas, o de los golpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorro o del perro. Pisadas humanas eran, aunque sí muy recelosas, apagadas y lentísimas. Parecían de alguien que procuraba emboscarse. Y en efecto, poco tardó el niño en ver asomar, gateando entre los matorrales, a un hombre cuya descripción acaso había oído mil veces en las veladas, en las deshojas, acompañada de exclamaciones de terror. El hongo gris, la faja roja, las recortadas patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de Castrodorna dejaron absorto al chiquillo. Apretaba el Tuerto contra su pecho corto y ancho trabuco, y, después de girar hacia todas partes el único lucero de su fea cara, de aguzar el oído, de olfatear por decirlo así el aire, arrimose al murallón, medio arrodillándose tras de un seto de zarzas y brezo que lo guarnecía. Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel hombre desconocido, mal encarado y en acecho le infundía el pavor irracional de los niños, que adivinan peligros cuya extensión ignoran. Por mucho que le aguijonease el deseo de sus cuatro cuartos, ni se atrevía a descolgarse del murallón, temiendo hacer ruido y que le apuntasen con el cañón de aquel arma, cuya ancha boca debía, de seguro, vomitar fuego y muerte… Así transcurrieron diez segundos de angustia para el angelote. Antes que pudiera entrar a cuentas con el miedo, ocurrió un nuevo incidente. Sintió otra vez pasos, no recelosos, como de quien se oculta, sino precipitados como de quien va a donde le importa llegar presto; y por el camino hondo que limitaba el murallón divisó a su abuelo que avanzaba en dirección de los Pazos; sin duda con su vista de águila había distinguido al señorito, y le seguía intentando darle alcance. Iba Primitivo distraído, con el propósito de reunirse a don Pedro, y no miraba a parte alguna. Llegó a atravesar por delante del muro. El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de sus últimos tules grises, el abuelo giraba sobre sí mismo como una peonza, y caía boca abajo, mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.
Asegura Perucho que no ha sabido jamás si fue el miedo o su propia voluntad, lo que le obligó a descolgarse del murallón, y descender, más bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos, magullándose el cuerpo, poniéndose en trizas la ropa, sin hacer caso de lo uno ni de lo otro. Rebotó como un pelota por entre las nudosas cepas; brincó por cima de los muros de piedra que las sostenían; salvó como una flecha sembrados de maíz, metiose de patas en los regatos, mojándose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salvó vallados tres veces más altos que su cuerpo; cruzó setos, saltó hondonadas y zanjas; no comprendió por dónde ni cómo, pero el caso es que, arañado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontró en los Pazos, y maquinalmente volvió al punto de partida, la capilla, donde entró, enteramente olvidado de los cuatro cuartos, primer móvil de sus aventuras todas.
Estaba escrito que aquella mañana había de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de modo que, sobreponiéndose el instinto y el hábito al azoramiento y trastorno, penetró en el sagrado lugar con actitud respetuosa. En él sucedía algo que le causó un asombro casi mayor que el de la catástrofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo: frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos… y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole… Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla quizás; a deshacer a don Julián; a echar abajo los altares; a quemar tal vez la capilla…
El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las víctimas su madre y él: el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en medio de la confusión de su tierno cerebro; de los terrores que se reunían para apocarlo, una idea, superior a todas, se levantó triunfante. No cabía duda que el señorito se disponía a acogotar a su esposa y al capellán; también acababan de matar a su abuelo en el monte; aquel día, según indicios, debía ser el de la general matanza. ¿Quién sabe si luego que acabase con su mujer y con don Julián, se le ocurriría al señorito quitar la vida a la nené? Semejante pensamiento devolvió a Perucho toda la actividad y energía que acostumbraba desplegar para el logro de sus azarosas empresas en corrales, gallineros y establos.
Escurriose bonitamente de la capilla, resuelto a salvar a toda costa la vida de la heredera de Moscoso. ¿Cómo haría? Faltábale tiempo de madurar el plan: lo que importaba era obrar con celeridad y no arredrarse ante obstáculo alguno. Se deslizó sin ser visto por la cocina, y subió la escalera a escape. Llegado que hubo a las habitaciones altas, residencia de los señores, de tal manera supo amortiguar el ruido de sus pisadas, que el oído más fino lo confundiría con el susurro del aire al agitar una cortina. Lo que él temía era encontrar cerrada la puerta del dormitorio de Nucha. El corazón le dio un brinco de alegría al verla entornada.
La empujó con suavidad de gato que esconde las uñas…
Tenía la maldita puerta el vicio de rechinar; pero tan sutil fue el empuje, que apenas gimió sordamente: Perucho se coló en la habitación, ocultándose tras del biombo. Por uno de los muchos agujeros que éste lucía, miró al otro lado, hacia donde estaba la cuna. Vio a la niña dormida, y al ama, de bruces sobre el lecho de Nucha, roncando sordamente. No era de temer que se despabilase la marmota: el rapaz podía a mansalva realizar sus propósitos.
Sin embargo, convenía que no despertase la chiquilla, no fuese a alborotar la casa lloriqueando. Perucho la tomó como quien toma un muñeco de cristal, muy rompedizo y precioso: sus palmas llenas de callos y sus brazos hechos a disparar certeras pedradas y a descargar puñetazos en el testuz de los bueyes adquirieron de golpe delicadeza exquisita, y la nené envuelta en el pañolón de calceta, no gruñó siquiera al trocar la cama por los brazos de su precoz raptor. Éste, conteniendo hasta el respirar, andando con paso furtivo, rápido y cauteloso —el andar de la gata que lleva a sus cachorros entre los dientes, colgados de la piel del pescuezo— se dirigió a buscar la salida por el claustro, pues de cruzar la cocina era probable una sorpresa.
En el claustro se paró obra de diez segundos, para meditar. ¿Dónde escondería su tesoro? ¿En el pajar, en el herbeiro, en el hórreo, en el establo? Optó por el hórreo —el lugar menos frecuentado y más oscuro—. Bajaría la escalera se enhebraría por el claustro: se colaría por las cuadras: salvaría la era, y después nada más sencillo que ocultarse en el escondrijo. Dicho y hecho.
Arrimada al hórreo estaba la escala. Perucho comenzó a subir, operación bastante difícil atendido el estorbo que le hacía la chiquilla. Lo estrecho y vertical de los travesaños imponía la necesidad de agarrarse con manos y pies al ir ascendiendo: Perucho no disponía de las manos: la energía de la voluntad se le comunicó al dedo gordo del pie, que semejaba casi prensil a fuerza de adaptarse y adherirse a las barras de palo, bruñidas ya con el uso. En mitad de la ascensión pensó que rodaba al pie del hórreo, y apretó contra el pecho a la niña, que, despertándose, rompió en llanto… ¡Que llorase! Allí no la oía alma viviente; por la era sólo vagaba media docena de gallinas, disputando a dos gorrinos las hojas de una col. Perucho entró triunfante por la puerta del hórreo.
Las espigas de maíz no lo llenaban hasta el techo, dejando algún espacio suficiente para que dos personas minúsculas, como Perucho y su protegida, pudiesen acomodarse y revolverse. El rapaz se sentó sin soltar a la nena, diciéndole mil chuscadas y zalamerías a fin de acallarla, abusando del diminutivo que tan cariñosa gracia adquiere en labios del aldeano.
—Reiniña, mona, ruliña, calla, calla, que te he de dar cosas bunitas, bunitas, bunitas… ¡Si no callas, viene un cocón y te come! ¡Velo ahí viene! ¡Calla, soliño, paloma blanca, rosita!
No por virtud de las exhortaciones, pero sí por haber conocido a su amigo predilecto, la niña callaba ya. Mirábale, y, sonriendo regocijadamente, le pasaba las manos por la cara, gorjeaba, se bababa, y miraba con curiosidad alrededor. Extrañaba el sitio. Enfrente, alrededor, debajo, por todos lados, la rodeaba un mar de espigas de oro, que al menor movimiento de Perucho se derrumbaban en suaves cascadas, y donde el sol, penetrando por los intersticios del enrejado del hórreo, tendía galones más claros, movibles listas de luz. Perucho comprendió que poseía en las espigas un recurso inestimable para divertir a la pequeña. Tan pronto le daba una en la mano, como alzaba con muchas una especie de pirámide; la nené se entretenía en derribarla o forjarse la ilusión de que la derribaba, pues realmente una patada de Perucho hacía el milagro. Reía ella lo mismo que una loca, y pedía impaciente, por señas, que le renovasen el juego.
Pronto se cansó de él. Con todo, estaba de buen humor, gracias a la compañía de Perucho. Su mirada risueña y dulce, fija en la de su compañero, parecía decirle: «¿Qué mejor juego que estar juntos? Disfrutemos de este bien que siempre nos han dado con tasa». En vista de tan cariñosas disposiciones, Perucho se entregó al placer de halagarla a su sabor. Ya le apoyaba un dedo en el carrillo, para provocarla a risa; ya remedaba a un lagarto arrastrando la mano por el cuerpo de la nené arriba, e imitando los culebreos del rabo; ya se fingía encolerizado, espantaba los ojos, hinchaba los carrillos, cerraba los puños y resoplaba fieramente; ya, tomando a la nena en peso, la subía en alto y figuraba dejarla caer de golpe sobre las espigas. Por último, recelando cansarla, la cogió en brazos, se sentó a la turca, y comenzó a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta suavidad, precaución y ternura como pudiera su propia madre.
¡Qué ganas, qué violentos antojos se le pasaban!… ¿De qué? En las veces que fue admitido a la intimidad de la habitación de Nucha y se le consintió aproximarse a la nené y vivir su vida, jamás osara hacerlo… Miedo de que le riñesen o echasen; vago respeto religioso que se imponía a su alma de pilluelo diabólico; vergüenza; falta de costumbre de sus labios, que a nadie besaban; todo se unía para impedirle satisfacer una aspiración que él juzgaba ambiciosa y punto menos que sacrílega… Pero ahora era dueño del tesoro; ahora la nené le pertenecía; la había ganado en buena lid, la poseía por derecho de conquista, ¡ese derecho que comprenden los mismos salvajes! Adelantó mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y tocó la frente y los ojos de la pequeña… Después desenvolvió lentamente los pliegues del mantón, y descubrió las piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de júbilo. Perucho alzó hasta la boca un pie, luego otro, y así alternando se pasó un rato regular; sus besos hacían cosquillas a la niña, que soltaba repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empezó a sentir el frío, y con la rapidez que revisten en los niños muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos se le quedaron casi helados. Al punto lo advirtió Perucho, y echándoles repetidas veces el aliento, como había visto hacer a la vaca con sus recentales, los envolvió en mantillas y pañolón, y nuevamente llegó a sí a la criatura, meciéndola.
El más glorioso conquistador no aventajaba en orgullo y satisfacción a Perucho en tales momentos, cuando juzgaba evidente que había salvado a la nené de la degollación segura y puéstola a buen recaudo, donde nadie daría con ella. Ni un minuto recordó al duro y bronceado abuelo tendido allá junto al paredón… A menudo se ve al niño, deshecho en lágrimas al pie del cadáver de su madre, consolarse con un juguete o un cartucho de dulces: quizás vuelvan más adelante la tristeza y el recuerdo: pero la impresión capital del dolor ya se ha borrado para siempre. Así Perucho. La ventura de poseer a su nené adorada, la prez de defender su vida, le distraían de los trágicos acontecimientos recientes. No se acordaba del abuelo, ni del trabucazo que lo había tumbado como él tumbaba las perdices.
Con todo, algo medroso y tétrico debía pesar sobre su imaginación, según el cuento que empezó a referir en voz hueca a la nené, lo mismo que si ella pudiese comprender lo que le hablaban. ¿De dónde procedía este cuento, variante de la leyenda del ogro? ¿Lo oiría Perucho en alguna velada junto al lar, mientras hilaban las viejas y pelaban castañas las mozas? ¿Sería creación de su mente excitada por los terrores de un día tan excepcional? «Una ves —empezaba el cuento— era un rey muy malo, muy galopín, que se comía la gente y las presonas vivas… Este rey tenía una nené bunita bunita, como la frol de Mayo… y pequeñita pequeñita como un grano de millo (maíz quería decir Perucho). Y el malo bribón del rey quería comerla, porque era el coco, y tenía una cara más fea, más fea que la del diaño… (Perucho hacía horribles muecas a fin de expresar la fealdad extraordinaria del rey). Y una noche dijo él, dice: “Heme de comer mañana por la mañanita trempano a la nené… así, así”. (Abría y cerraba la boca haciendo chocar las mandíbulas, como los papamoscas de las catedrales.) Y había un pagarito sobre un árbole, y oyó al rey, y dijo, dice: “Comer no la has de comer, coco feo.” ¿Y va y qué hace el pagarito? Entra por la ventanita… y el rey estaba durmiendo. (Recostaba la cabeza en las espigas de maíz y roncaba estrepitosamente para representar el sueño del rey.) Y va el pagarito y con el bico le saca un ojo, y el rey queda chosco. (Guiñaba el ojo izquierdo, mostrando cómo el rey se halló tuerto.) Y el rey a despertar y a llorar, llorar, llorar (imitación de llanto) por su ojo, y el pagarito a se reír muy puesto en el árbole… Y va y salta y dijo, dice: “Si no comes a la nené y me la regalas, te doy el ojo…” Y va el rey y dice, dice: “Bueno…” Y va el pagarito, y se casó con la nené, y estaban siempre cantando unas cosas muy preciosas, y tocando la gaita… (solo de este instrumento) y entré por una porta y salí por otra, ¡y manda el rey que te lo cuente otra vez!»
La nené no oyó el final del cuento… La música de las palabras, que no le despertaban idea alguna, el haber vuelto a entrar en calor, la misma satisfacción de estar con su favorito, le trajeron insensiblemente el sueño anterior, y Perucho, al armar la algazara acostumbrada cuando terminan los cuentos de cocos, la vio con los ojos cerrados… Acomodó lo mejor que pudo el lecho de espigas; llegole el mantón al rostro, como hacía Nucha, para que no se le enfriase el hociquito, y muy denodado y resuelto a hacer centinela, se arrimó a la puerta del hórreo, en una esquina, reclinándose en un montón de maíz. Pero fuese la inmovilidad, o el cansancio, o la reacción de tantas emociones consecutivas, también a él la cabeza le pesaba y se le entornaban los párpados. Se los frotó con los dedos, bostezó, luchó algunos minutos con el sueño invasor… Éste venció al cabo. Los dos ángeles refugiados en el hórreo dormían en paz.
Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho, veía el muchacho un animalazo de desmesurado grandor, bestión fiero que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada… Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien… ¡Qué monstruo tan espantoso! Ya se acerca… ya cae sobre Perucho… sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que una roca inmensa… El chiquillo abre los ojos…
Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndolo a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza, se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo… Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y lo redujo a la inacción, comprimiéndolo y paralizándolo. Cuando el mísero chiquillo medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás… La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora revolcándose entre las espigas.
(Continuará...)
