Emilia Pardo Bazán

XXV
Si unas elecciones durasen mucho, acabarían con quien las maneja, a puro cansancio, molimiento y tensión del cuerpo y del espíritu, pues los odios enconados, la perpetua sospecha de traición, las ardientes promesas, las amenazas, las murmuraciones, las correrías y cartas incesantes, los mensajes, las intrigas, la falta de sueño, las comidas sin orden, componen una existencia vertiginosa e inaguantable. Acerca de los inconvenientes prácticos del sistema parlamentario estaban muy de acuerdo la yegua y la borrica que, con un caballo recio y joven nuevamente adquirido por el mayordomo para su uso privado, completaban las caballerizas de los Pazos de Ulloa. ¡Buenas cosas pensaban ellos de las elecciones allá en su mente asnal y rocinesca, mientras jadeaban exánimes de tanto trotar, y humeaba todo su pobre cuerpo bañado en sudor!
¡Pues qué diré de la mula en que Trampeta solía hacer sus excursiones a la capital! Ya las costillas le agujereaban la piel, de tan flaca como se había puesto. Día y noche estaba el insigne cacique atravesado en la carretera, y a cada viaje la elección de Cebre se presentaba más dudosa, más peliaguda, y Trampeta, desesperado, vociferaba en el despacho del gobernador que importaba desplegar fuerza, destituir, colocar, asustar, prometer y, sobre todo, que el candidato cunero del gobierno aflojase la bolsa, pues de otro modo el distrito se largaba, se largaba, se largaba de entre las manos.
—¿Pues no decía usted —gritó un día el gobernador con vehementes impulsos de mandar al infierno al gran secretario— que la elección no sería muy costosa; que los adversarios no podían gastar nada; que la Junta carlista de Orense no soltaba un céntimo, que la casa de los Pazos no soltaba un céntimo tampoco, porque a pesar de sus buenas rentas está siempre a la quinta pregunta?
—Ahí verá usted, señor —contestó Trampeta—. Todo eso es mucha verdad; pero hay momentos en que el hombre…, pues… cambia sus auciones, como usted me enseña (Trampeta tenía esta muletilla). El marqués de Ulloa…
—¡Qué marqués ni qué calabazas! —interrumpió con impaciencia el gobernador.
—Bueno, es una costumbre que hay de llamarle así… Y mire usted que llevo un mes de porclamar en todos lados que no hay semejante marqués, que el gobierno le ha sacado el título para dárselo a otro más liberal, y que ese título de marqués quien se lo ha ofrecido es Carlos siete, para cuando venga la Inquisición y el diezmo, como usted me enseña…
—Adelante, adelante —exclamó el gobernador, que aquel día debía de estar nervioso—. Decía usted que el marqués o lo que sea… en vista de las circunstancias…
—No reparará en un par de miles de duros más o menos, no señor.
—¿Si no los tenía, los habrá pedido?
—¡Catá! Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro de Santiago no tiene tampoco una peseta disponible, como usted me enseña… héteme aquí que se los ha dado el suegro de los Pazos.
—¿Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista? —preguntó el gobernador, que a su pesar se divertía con los chismes del secretario.
—No será el primero, como usted me enseña —dijo Trampeta riéndose de la chuscada—. Ya entiende por quién hablo… ¿eh?
—¡Ah!, sí, la muchacha esa que vivía en la casa antes de que Moscoso se casase, y de la cual tiene un hijo… Ya ve usted cómo me acuerdo.
—El hijo… el hijo será de quien Dios disponga, señor gobernador… Su madre lo sabrá… si es que lo sabe.
—Bien, eso para la elección importa un rábano… Al grano: los recursos de que Moscoso dispone…
—Pues se los ha facilitado el mayordomo, el Primitivo, el suegro de cultis… Y usted me preguntará: ¿cómo un infeliz mayordomo tiene miles de duros? Y yo respondo: prestando a réditos del ocho por ciento al mes, y más los años de hambre, y metiendo miedo a todo el mundo para que le paguen bien y no le nieguen una miserable deuda de un duro… Y usted dirá: ¿de dónde saca ese Primitivo o ese ladrón el dinero para prestar? Y yo replico: del bolsillo de su mismo amo, robándole en la venta del fruto, dándolo a un precio y abonándoselo a otro, engañándole en la administración y en los arriendos, pegándosela, como usted me enseña, por activa y por pasiva… Y usted dirá…
Este modo dialogado era un recurso de la oratoria trampetil, del cual echaba mano cuando quería persuadir al auditorio. El gobernador le interrumpió:
—Con permiso de usted lo diré yo mismo. ¿Qué cuenta le tiene a ese galopín prestarle a su amo los miles de duros que tan trabajosamente le ha cogido?
—¡Me caso!… —votó el secretario—. Los miles de duros, como usted me enseña, no se prestan sin hipoteca, sin garantías de una clas o de otra, y el Primitivo no ha nacido en el año de los tontos. Así queda seguro el capital y el amo sujeto.
—Comprendo, comprendo —articuló con viveza el gobernador. Queriendo dar una muestra de su penetración, añadió—: Y le conviene sacar diputado al señorito, para disponer de más influencia en el país y poder hacer todo cuanto le acomode…
Trampeta miró al funcionario con la mezcla de asombro y de gozosa ironía que las personas de educación inferior muestran cuando oyen a las más elevadas decir una simpleza gorda.
—Como usted me enseña, señor gobernador —pronunció—, no hay nada de eso… Don Pedro, diputado de oposición o independiente o conforme les dé la gana de llamarle, servirá de tanto a los suyos como la carabina de Ambrosio… Primitivo, arrimándose a un servidor de usted o al judío, con perdón, de Barbacana, conseguiría lo que quisiese, ¿eh?, sin necesidad de sacar diputado al amo… Y Primitivo, hasta que le dio la ventolera, siempre fue de los míos… Zorro como él, no lo hay en toda la provincia… Ése ha de acabar por envolvernos a Barbacana y a mí.
—Y entonces Barbacana ¿por qué se ha declarado a favor del señorito?
—Porque Barbacana va con los curas a donde lo lleven. Ya sabe lo que hace… usted, un suponer, está ahí hoy y se larga mañana; pero los curas están siempre, y lo mismo el señorío… los Limiosos, los Méndez…
Y dando suelta al torrente de su rencor, el cacique añadió apretando los puños:
—¡Me caso con Dios! Mientras no hundamos a Barbacana, no se hará nada en Cebre.
—¡Corriente! Pues facilítenos usted la manera de hundirlo. Ganas no faltan.
Trampeta se quedó un rato pensativo, y con la cuadrada uña del pulgar, quemada del cigarro, se rascó la perilla.
—Lo que yo cavilo, es ¿qué cuenta le tendrá al raposo de Primitivo esta diputación del amo?… Ahora se aprovecha de dos cosas: lo que le pilla como hipoteca y lo que le mama corriendo con los gastos electorales y presentándole luego, como usted me enseña, las cuentas del Gran Capitán… Pero si vencen y me hacen diputado a mi señor don Pedro, y éste vuela para Madrí, y allí pide cuartos por otro lado, que sí pedirá, y abre el ojo para ver las picardías de su mayordomo, y no se vuelve a acordar de la moza ni del chiquillo… entonces…
Tornó a rascarse la perilla, suspenso y meditabundo, como el que persigue la solución de un problema muy intrincado. Sus agudísimas facultades intelectuales estaban todas en ejercicio. Pero no daba con el cabo de la madeja.
—Al caso —insistió el gobernador—. De lo que se trata es de que no nos derroten vergonzosamente. El candidato es primo del ministro; hemos respondido de la elección.
—Contra el candidato de la Junta de Orense.
—¿Piensa usted que allá admiten esas distinciones? Estamos a triunfar contra cualquiera. No andemos con circunloquios; ¿cree usted que vamos a salir rabo entre piernas? ¿Sí o no?
Trampeta permanecía indeciso. Al cabo levantó la faz, con el orgullo de un gran estratégico, seguro siempre de inventar algún ardid para burlar al enemigo.
—Mire usted —dijo— hasta la fecha Barbacana no ha podido acabar con este cura, aunque me ha jugado dos o tres buenas… Pero a jugarlas no me gana él ni Dios… Sólo que a mí no se me ocurren las mejores tretas hasta que tocan a romper el fuego… Entonces ni el diablo discurre lo que yo discurro. Tengo aquí —y se dio una puñada en la negruzca frente— una cosa que rebulle, pero que aún no sale por más que hago… Saldrá, como usted me enseña, cuando llegue el mismísimo punto resfinado de la ocasión…
Y blandiendo el brazo derecho repetidas veces de arriba abajo, como un sable, añadió en voz hueca:
—Fuera miedo. ¡Se gana!
Mientras el secretario cabildeaba con la primera autoridad civil de la provincia, Barbacana daba audiencia al Arcipreste de Loiro, que había querido ir en persona a tomar noticias de cómo andaban los negocios por Cebre, y se arrellanaba en el despacho del abogado, sorbiendo, por fusique de plata, polvos de un rapé Macuba, que acaso nadie gastaba ya sino él en toda Galicia, y que le traían de contrabando, con gran misterio y cobrándole un dineral.
El Arcipreste, a quien en Santiago conocían por el apodo de Sobres de Envelopes, a causa de una candorosa pregunta en mal hora formulada en una tienda, había sido en otro tiempo, cuando simple abad de Anles, el mejor instrumento electoral conocido. Dijéronle una vez que iba perdida la elección que él manejaba; gritó él furioso: «¿Perder el cura de Anles una elección?», y al gritar, dio el más soberano puntapié a la urna, que era un puchero, haciéndola volar en miles de pedazos, desparramando las cédulas y logrando, con tan sencillo expediente, que su candidato triunfase. La hazaña le valió la gran cruz de Isabel la Católica. En el día, obesidad, años y sordera le impedían tomar parte activa, pero quedábale la afición y el compás, no habiendo para él cosa tan gustosa como un electoral cotarro.
Siempre que el Arcipreste venía a Cebre, pasaba un ratito en el estanco y cartería, donde se charlaba de política por los codos, se leían papeles de Madrid, y se enmendaba la plana a todos los gobernantes y estadistas habidos y por haber, oyéndose a menudo frases del corte siguiente: «Yo, presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada.» «Yo que Prim, no me arredro por tan poco». Y aún solía levantarse la voz de algún tonsurado exclamando: «Pónganme a mí donde está el papa, y verán cómo lo resuelvo mucho mejor en un periquete».
Al salir de casa de Barbacana, encontró el Arcipreste en la cartería al juez y al escribano, y a la puerta a don Eugenio, desatando su yegua de una argolla y dispuesto a montar.
—Aguárdate un poco, Naya —le dijo familiarmente, dándole, según costumbre entre curas, el nombre de su parroquia—. Voy a ver los partes de los periódicos, y después nos largamos juntos.
—Yo tomo hacia los Pazos.
—Yo también. Di allá en la posada que me traigan aquí la mula.
Cumplió don Eugenio el encargo diligentemente, y a poco ambos eclesiásticos, envueltos en cumplidos montecristos, atados los sombreros por debajo de la barba con un pañuelo para que no se los llevase el viento fuerte que corría, bajaban el repecho de la carretera al sosegado paso de sus monturas. Naturalmente hablaban de la batalla próxima, del candidato y de otras particularidades referentes a la elección. El Arcipreste lo veía todo muy de color de rosa, y estaba tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la música de Cebre a los Pazos para dar serenata al diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las prometía tan felices. El gobierno dispone de mucha fuerza, ¡qué diantre!, y cuando ve la cosa mal parada, recurre a la coacción, haciendo las elecciones por medio de la Guardia Civil. Todo eso de Cortes era, según dicho del abad de Boán, una solemnísima farsa.
—Pues por esta vez —contestaba el Arcipreste, manoteando y bufando para desenredarse de la esclavina del montecristo, que el viento le envolvía alrededor de la cara— por esta vez, les hemos de hacer tragar saliva. Al menos el distrito de Cebre enviará al congreso una persona decente, hijo del país, jefe de una casa respetable y antigua, que nos conoce mejor que esos pillastres venidos de fuera.
—Eso es muy cierto —respondió don Eugenio, que rara vez contradecía de frente a sus interlocutores—; a mí me gusta, como al que más, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos…
El Arcipreste, muy grave, sorbió el fusique o cañuto. Amaba entrañablemente a don Pedro, a quien, como suele decirse, había visto nacer, y además profesaba el principio de respetar la alcurnia.
—Bien, hombre, bien —gruñó—: dejémonos de murmuraciones… Cada uno tiene sus defectos y sus pecados, y a Dios dará cuenta de ellos. No hay que meterse en vidas ajenas.
Don Eugenio, como si no entendiese, insistió, repitiendo cuanto acababa de oír en la cartería de Cebre, donde se bordaban con escandalosos comentarios las noticias dadas por Trampeta al gobernador de la provincia. Todo lo refería gritando bastante, a fin de que el punto de sordera del Arcipreste, agravado por el viento, no le impidiese percibir lo más sustancial del discurso. El travieso y maleante clérigo gozaba lo indecible viendo al Arcipreste sofocado, abotargado, con la mano en la oreja a guisa de embudo, o introduciendo rabiosamente el fusique en las narices. Cebre, según don Eugenio, hervía en indignación contra don Pedro Moscoso; los aldeanos lo querían bien; pero en la villa, dominada por gentes que protegía Trampeta, se contaban horrores de los Pazos. De algunos días acá, justamente desde la candidatura del marqués, se había despertado en la población de Cebre un santo odio al pecado, una reprobación del concubinato y la bastardía, un sentimiento tan exquisito de rectitud y moralidad, que asombraba; siendo de advertir que este acceso de virtud se notaba únicamente en los satélites del secretario, gente en su mayoría de la cáscara amarga y nada edificante en su conducta. Al enterarse de tales cosas, el Arcipreste se amorataba de furor.
—¡Fariseos, escribas! —rebufaba—. ¡Y luego nos llamarán a nosotros hipócritas! ¡Miren ustedes qué recato, qué decoro y qué vergüenza les ha entrado a los incircuncisos de Cebre! (En boca del Arcipreste, incircunciso era tremenda injuria.) Como si el que más y el que menos de ese atajo de tunantes no tuviese hechos méritos para ir a presidio… ¡y al palo, sí señor, al palo!
Don Eugenio no podía contener la risa.
—Hace siete años, la friolera de siete años —tartamudeó el Arcipreste calmándose un poco, pero respirando trabajosamente a causa del mucho viento—, siete añitos que en los Pazos sucede… eso que tanto les asusta ahora… y maldito si se han acordado de decir esta boca es mía. Pero con las elecciones… ¡Qué condenado de aire! Vamos a volar, muchacho.
—Pues aún murmuran cosas peores —gritó el de Naya.
—¿Eh? Si no se oye nada con este vendaval.
—Que aún dicen cosas más serias —voceó don Eugenio, pegando su inquieta yegüecilla a la reverenda mula del Arcipreste.
—Dirán que nos van a fusilar a todos… Lo que es a mí, ya me amenazó el secretario con formarme siete causas y meterme en chirona.
—Qué causas ni qué… Baje usted la cabeza… Así… Aunque estamos solos no quiero gritar mucho…
Agarrado don Eugenio al montecristo de su compañero, le explicó desde cerca algo que las alas del nordeste se llevaron aprisa, con estridente y burlón silbido.
—¡Caramelos! —rugió el Arcipreste, sin que se le ocurriese una sola palabra más. Tardó aún cosa de dos minutos en recobrar la expedición de la lengua y en poder escupir al ventarrón, cada vez más desencadenado y furioso, una retahíla de injurias contra los infames calumniadores del partido de Trampeta. El granuja de don Eugenio le dejó desahogar, y luego añadió:
—Aún hay más, más.
—¿Y qué más puede haber? ¿Dicen también que el señorito don Pedro sale a robar a los caminos? ¡Canalla de incircuncisos ésos, sin más Dios ni más ley que su panza!
—Aseguran que la noticia viene por persona de la misma casa.
—¿Eeeeh? Cargue el diablo con el viento.
—Que la noticia viene por persona de la misma casa de los Pazos… ¿Ya me entiende usted? —Y don Eugenio guiñó el ojo.
—Ya entiendo, ya… ¡Corazones de perro, lenguas de escorpión! Una señorita que es la honradez en persona, de una familia tan buena no despreciando a nadie… ¡y calumniarla, y para más con un ordenado de misa! ¡Liberaluchos indecentes, de éstos de por aquí, que se venden tres al cuarto! ¡Pero cómo está el mundo, Naya, cómo está el mundo!
—Pues también añaden…
—¡Caramelos! ¿Acabarás hoy? ¡Qué tormenta se prepara, María Santísima! ¡Qué viento… qué viento!
—Atiéndame, que esto no lo dicen ellos, sino Barbacana. Que esa persona de la casa —Primitivo, vamos— nos va a hacer una perrería gorda en la elección.
—¿Eeeh? ¿Tú seque chocheas? Para, mula, a ver si oigo mejor. ¿Que Primitivo…?
—No es seguro, no es seguro, no es seguro —vociferó el abad de Naya que se divertía más que en un sainete.
—¡Por vida de lo que malgasto, que esto ya pasa de raya! Hazme el favor de no volverme loco, ¿eh?, que para eso bastante tengo con el viento maldito. ¡No quiero oír más! —declaró esto en ocasión que su montecristo se alzaba rápidamente a impulsos de una ráfaga mayor, y se volvía todo hacia arriba, dejando al Arcipreste como suelen pintar a Venus en la concha. Así que logró remediar el percance, hizo trotar a su mula, y no se oyó en el camino más voz que la del nordeste, que allá a lo lejos, sacudiendo castañares y robledales, remedaba majestuosa sinfonía.
XXVI
Amortiguada la primera impresión, no se atrevía Julián a interrogar a Nucha sobre lo que había visto. Hasta recelaba ir al cuarto de la señorita. Algún fundamento tenía este recelo. Aunque de suyo confiado, creía notar el capellán que le espiaban. ¿Quién? Todo el mundo: Primitivo, Sabel, la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla húmeda que nos penetra y envuelve, así sentía Julián la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba espesándose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente. En dos o tres funciones a que asistió, figurosele que los curas le hablaban con acento hostil, que el Arcipreste le examinaba frunciendo el entrecejo, y que únicamente don Eugenio le manifestaba la acostumbrada cordialidad. Pero acaso fuesen éstas vanas cavilaciones, y quizá soñaba también al imaginarse que, a la mesa, don Pedro seguía continuamente la dirección de sus ojos y acechaba sus movimientos. Esto le fatigaba tanto más cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba más delgada, si comía con buen apetito, si se notaba algo nuevo en sus muñecas. La señal, oscura el primer día, fue verdeando y desapareciendo.
La necesidad de ver a la niña acabó por poder más que las vacilaciones de Julián. Arreglada ya la capilla, sólo en la habitación de su madre podía verla, y allí fue, no bastándole el beso robado en el corredor, cuando el ama lo cruzaba con la nena en brazos. Iba la criatura saliendo de esa edad en que los niños parecen un lío de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y débil, tenía el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de ángel de Murillo; ya cogía un objeto y acertaba a llevarlo a la cálida boca, en la impaciencia de la dentición retrasada; ya ejecutaba con indecible monería ese movimiento cautivador entre todos los de los niños pequeños, de tender no sólo los brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simpática; actitud que las nodrizas llaman irse con la gente. Hacía tiempo que la pequeña redoblaba la risa, y su carcajada melodiosa, repentina y breve, era sólo comparable a gorjeo de pájaro. Ningún sonido articulado salía aún de su boca, pero sabía expresar divinamente, con las onomatopeyas que según ciertos filólogos fueron base del lenguaje primitivo, todos sus afectos y antojos; en su cráneo, que empezaba a solidificarse, por más que en el centro latiese aún la abierta mollera, se espesaba el pelo, de día en día más oscuro, suave aún como piel de topo; sus piececitos se desencorvaban, y los dedos, antes retorcidos, el pulgar vuelto hacia arriba, los otros botoncillos de rosa hacia abajo, se habituaban a la estación horizontal que exige el andar humano. Cada uno de estos grandes progresos en el camino de la vida era sorpresa y placer inefable para Julián, confirmando su dedicación paternal al ser que le dispensaba el favor insigne de tirarle de la cadena del reloj, manosearle los botones del chaleco, ponerle como nuevo de baba y leche. ¡Qué no haría él por servir de algo a la nenita idolatrada! A veces el cariño le inspiraba ideas feroces, como agarrar un palo y moler las costillas a Primitivo; coger un látigo y dar el mismo trato a Sabel. Pero ¡ay! Nadie puede usurpar el puesto del amo de casa, del jefe de la familia; y el jefe… Al capellán le pesaba en el alma la fundación de aquel hogar cristiano. Recta había sido la intención, y amargo el fruto. ¡Sangre del corazón daría él por ver a Nucha en un convento!
¿Qué arbitrio adoptar ya? Julián presentía los inmensos inconvenientes de su intervención directa. Seguro de la teoría, firme en el terreno del derecho, capaz de resistir pasivamente hasta morir, faltábale la vigorosa palanca de los actos humanos, la iniciativa. En aquella casa es indudable que andaban muchas cosas desquiciadas, otras torcidas y fuera de camino, el capellán asistía al drama, temía un desenlace trágico, sobre todo desde la famosa señal en las muñecas, que no le salía de la acalorada imaginación; mostrábase taciturno; su color sonrosado se trocaba en amarillez de cera; rezaba más aún que de costumbre; ayunaba; decía la misa con el alma elevada, como la diría en tiempos de martirio; deseaba ofrecer la existencia por el bienestar de la señorita; pero, a no ser en uno de sus momentos de arrechucho puramente nervioso, no podía, no sabía, no acertaba a dar un paso, a adoptar una medida —aunque ésta fuese tan fácil y hacedera como escribir cuatro renglones a don Manuel Pardo de la Lage, informándole de lo que ocurría a su hija—. Siempre encontraba pretextos para aplazar toda acción, tan socorridos como éste, verbigracia:
—Dejemos que pasen las elecciones.
Las elecciones le infundían esperanzas de que, si el señorito, elegido diputado, salía de la huronera, de entre la gente inicua que lo prendía en sus redes, era posible que Dios le tocase en el corazón y mudase de conducta.
Una cosa preocupaba mucho al buen capellán: ¿el señorito se iría solo a Madrid, o llevaría a su mujer y a la pequeña? Julián ponía a Dios por testigo de que deseaba esto último, si bien al pensar que podía suceder le entraba una hipocondría mortal. La idea de no ver más a nené durante meses o años, de no tenerla en las rodillas montada a caballito, de quedarse allí, frente a frente con Sabel, como en oscuro pozo habitado por una sabandija, le era intolerable. Duro le parecía que se marchase la señorita, pero lo de la niña… lo de la niña…
—Si me la dejasen —pensaba— la cuidaría yo perfectamente.
Acercábase la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles, un entrar y salir de mensajes, de órdenes y contraórdenes, que le daban semejanza con un cuartel general. Siempre había en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso, y en los anchos salones se oía crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando no pateo de zuecos. Julián se tropezaba con curas sofocados, respirando bélico ardor, que le hablaban de los trabajos, pasmándose de ver que no tomaba parte en nada… ¡En tan solemne y crítica ocasión, el capellán de los Pazos no tenía derecho a dormir ni a comer!
Seguía reparando que algunos abades se mostraban con él así como airados o resentidos, en especial el Arcipreste, el más encariñado con la casa de Ulloa; pues mientras el cura de Boán y aun el de Naya atendían sobre todo al triunfo político, el Arcipreste miraba principalmente al esplendor del hidalgo solar, al buen nombre de los Moscosos.
Todo anunciaba que el señor de los Pazos se llevaría el gato al agua, a pesar del enorme aparato de fuerza desplegado por el gobierno. Se contaban los votos, se hacía un censo, se sabía que la superioridad numérica era tal, que las mayores diabluras de Trampeta no la echarían abajo. No disponía el gobierno en el distrito sino de lo que, pomposamente hablando, puede llamarse el elemento oficial. Si es verdad que éste influye mucho en Galicia, merced al carácter sumiso de los labriegos, allí en Cebre no podía contrapesar la acción de curas y señoritos reunidos en torno del formidable cacique Barbacana. El Arcipreste resoplaba de gozo. ¡Cosa rara! Barbacana mismo era el único que no se las contaba felices. Preocupado y de peor humor a cada instante, torcía el gesto cuando algún cura entraba en su despacho frotándose las manos de gusto, a noticiarle adhesiones, caza de votos.
¡Qué elecciones aquéllas, Dios eterno! ¡Qué lid reñidísima, qué disputar el terreno pulgada a pulgada, empleando todo género de zancadillas y ardides! Trampeta parecía haberse convertido en media docena de hombres para trampetear a la vez en media docena de sitios. Trueques de papeletas, retrasos y adelantos de hora, falsificaciones, amenazas, palos, no fueron arbitrios peculiares de esta elección, por haberse ensayado en otras muchas; pero uniéronse a las estratagemas usuales algunos rasgos de ingenio sutil, enteramente inéditos. En un colegio, las capas de los electores del marqués se rociaron de aguarrás y se les prendió fuego disimuladamente por medio de un fósforo, con que los infelices salieron dando alaridos, y no aparecieron más. En otro se colocó la mesa electoral en un descanso de escalera; los votantes no podían subir sino de uno en uno, y doce paniaguados de Trampeta, haciendo fila, tuvieron interceptado el sitio durante toda la mañana, moliendo muy a su sabor a puñadas y coces a quien intentaba el asalto. Picardía discreta y mañosa fue la practicada en Cebre mismo.
Acudían allí los curas acompañando y animando al rebaño de electores, a fin de que no se dejasen dominar por el pánico en el momento de depositar el voto. Para evitar que «se la jugasen», don Eugenio, valiéndose del derecho de intervención, sentó en la mesa a un labriego de los más adictos suyos, con orden terminante de no separar la vista un minuto de la urna. «¿Tú entendiste, Roque? No me apartas los ojos de ella, así se hunda el mundo.» Instalose el payo, apoyando los codos en la mesa y las manos en los carrillos, contemplando de hito en hito la misteriosa olla, tan fijamente como si intentase alguna experiencia de hipnotismo. Apenas alentaba, ni se movía más que si fuese hecho de piedra. Trampeta en persona, que daba sus vueltas por allí, llegó a impacientarse viendo al inmóvil testigo, pues ya otra olla rellena de papeletas, cubiertas a gusto del alcalde y del secretario de la mesa, se escondía debajo de ésta, aguardando ocasión propicia de sustituir a la verdadera urna. Destacó, pues, un seide encargado de seducir al vigilante, convidándole a comer, a echar un trago, recurriendo a todo género de insinuaciones halagüeñas. Tiempo perdido: el centinela ni siquiera miraba de reojo para ver a su interlocutor: su cabeza redonda, peluda, sus salientes mandíbulas, sus ojos que no pestañeaban, parecían imagen de la misma obstinación. Y era preciso sacarle de allí, porque se acercaba la hora sacramental, las cuatro, y había que ejecutar el escamoteo de la olla. Trampeta se agitó, hizo a sus adláteres preguntas referentes a la biografía del vigilante, y averiguó que tenía un pleito de tercería en la Audiencia, por el cual le habían embargado los bueyes y los frutos. Acercose a la mesa disimuladamente, púsole una mano en el hombro, y gritó: «¡Fulano… ganaste el pleito!». Saltó el labriego, electrizado: «¡Qué me dices, hombre!». «Se falló en la Audiencia ayer.» «Tú loqueas.» «Lo que oyes.» En este intervalo el secretario de la mesa verificaba el trueque de pucheros: ni visto ni oído. El alcalde se levantó con solemnidad: «¡Señores… se va a proceder al discutinio!». Entra la gente en tropel: comienza la lectura de papeletas: míranse los curas atónitos, al ver que el nombre de su candidato no aparece: «¿Tú te moviste de ahí?», pregunta el abad de Naya al centinela. «No señor», responde éste con tal acento de sinceridad, que no consentía sospecha. «Aquí alguien nos vende», articula el abad de Ulloa en voz bronca, mirando desconfiadamente a don Eugenio. Trampeta, con las manos en los bolsillos, ríe a socapa.
Tales amaños mermaron de un modo notable la votación del marqués de Ulloa, dejando circunscrita la lucha, en el último momento, a disputarse un corto número de votos, del cual dependía la victoria. Y llegado el instante crítico, cuando los ulloístas se juzgaban ya dueños del campo, inclinaron la balanza del lado del gobierno defecciones completamente impensadas, por no decir abominables traiciones, de personas con quienes se contaba en absoluto, habiendo respondido de ellas la misma casa de los Pazos, por boca de su mayordomo. Golpe tan repentino y alevoso no pudo prevenirse ni evitarse. Primitivo, desmintiendo su acostumbrada impasibilidad, dio rienda a una cólera furiosa, desatándose en amenazas absurdas contra los tránsfugas.
Quien se mostró estoico fue Barbacana. La tarde que se supo la pérdida definitiva de la elección, el abogado estaba en su despacho, rodeado de tres o cuatro personas. Ahogándose como ballena encallada en una playa y a quien el mar deja en seco, entró el Arcipreste, morado de despecho y furor. Desplomose en un sillón de cuero; echó ambas manos a la garganta, arrancó el alzacuello, los botones de camisa y almilla; y trémulo, con los espejuelos torcidos y el fusique oprimido en el crispado puño izquierdo, se enjugó el sudor con un pañuelo de hierbas. La serenidad del cacique le sacó de tino.
—¡Me pasmo, caramelos! ¡Me pasmo de verle con esa flema! ¿O no sabe lo que pasa?
—Yo no me apuro por cosas que están previstas. En materia de elecciones no se me coge a mí de susto.
—¿Usted se esperaba lo que ocurre?
—Como si lo viera. Aquí está el abad de Naya, que puede responder de que se lo profeticé. No atestiguo con muertos.
—Verdad es —corroboró don Eugenio, harto compungido.
—¿Y entonces, santo de Dios, a qué tenernos embromados?
—No les íbamos a dejar el distrito por suyo sin disputárselo siquiera. ¿Les gustaría a ustedes? Legalmente, el triunfo es nuestro.
—Legalmente… ¡Toma, caramelos! ¡Legalmente sí, pero vénganos con legalidades! ¡Y esos Judas condenados que nos faltaron cuando precisamente pendía de ellos la cosa! ¡El herrero de Gondás; los dos Ponlles; el albéitar…!
—Ésos no son Judas, no sea inocente, señor Arcipreste: ésa es gente mandada, que acata una consigna. El Judas es otro.
—¿Eeeeh? Ya entiendo, ya… ¡Hombre, si es cierta esa maldad —que no puedo convencerme, que se me atraganta—, aún sería poco para el traidor el castigo de Judas! Pero usted, santo, ¿por qué no le atajó? ¿Por qué no avisó? ¿Por qué no le arrancó la careta a ese pillo? Si el señor marqués de Ulloa supiese que tenía en casa al traidor, con atarlo al pie de la cama y cruzarlo a latigazos… ¡Su propio mayordomo! No sé cómo pudo usted estarse así con esa flema.
—Se dice luego; pero mire usted, cuando la elección estriba en una persona, y no cabe cerciorarse de si está de buena o mala fe, de poco sirve revelar sospechas… Hay que aguardar el golpe atado de pies y manos… son cosas que se ven a la prueba, y si salen mal, se debe callar y guardarlas…
Al pronunciar la palabra guardarlas, el cacique se daba una puñada en el pecho, cuya concavidad retumbó sordamente, lo mismo que debía retumbar la de san Jerónimo cuando el Santo la hería con el famoso pedrusco.
Y algo se asemejaba Barbacana al tipo de los san Jerónimos de escuela española, amojamados y huesudos, caracterizados por la luenga y enmarañada barba y el sombrío fuego de las pupilas negras.
—De aquí no salen —añadió con torvo acento— y aquí no pierden el tiempo, que todavía nadie se la hizo a Barbacana sin que algún día se la pagase. Y respecto del Judas, ¿cómo quería usted que lo pudiésemos desenmascarar, si ahora, lo mismo que en tiempo de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, tenía la bolsa en la mano? A ver, señor Arcipreste; ¿quién nos ha facilitado las municiones para esta batalla?
—¿Que quién las ha facilitado? En realidad, de verdad, la casa de Ulloa.
—¿Las tenía disponibles? ¿Sí o no? Ahí está el toque. Como esas casas no son más que vanidad y vanidad, por no confesar que le faltaban los cuartos y no pedirlos a una persona de conocida honradez, pongo, por ejemplo, un servidor, va y los recibe de un pillastre; de una sanguijuela que le está chupando cuanto posee.
—Buenas cosas van a decir de nosotros los badulaques de la Junta de Orense. Que somos unos estafermos y que no servimos para nada. ¡Perder una elección! Es la primera vez de mi vida.
—No. Que escogimos un candidato muy simple. Hablando en plata, eso es lo que dirá la Junta de Orense.
—Poco a poco —exclamó el Arcipreste dispuesto a romper lanzas por su caro señorito—. No estamos conformes…
Aquí llegaban de su plática, y el auditorio, que se componía, además del abad de Naya, del de Boán y del señorito de Limioso, guardaba el silencio de la humillación y la derrota. De repente un espantoso estruendo, formado por los más discordantes y fieros ruidos que pueden desgarrar el tímpano humano, asordó la estancia. Sartenes rascadas con tenedores y cucharas de hierro; tiestos de cocina tocados como címbalos; cacerolas dentro de las cuales se agitaba en vertiginoso remolino un molinillo de batir chocolate; peroles de cobre en que tañían broncas campanadas fuertes manos de almirez; latas atadas a un cordel y arrastradas por el suelo; trébedes repicados con varillas de hierro; y por cima de todo, la lúgubre y ronca voz del cuerno, y la horrenda vociferación de muchas gargantas humanas, con esa cavernosidad que comunica a la laringe el exceso de vino en el estómago. Realmente acababan los bienaventurados músicos de agotar una redonda corambre, que en la Casa Consistorial les había brindado la munificencia del secretario. Por entonces aún ignoraban los electores campesinos ciertos refinamientos, y no sabían pedir del vino que hierve y hace espuma, como algunos años después, contentándose con buen tinto empecinado del Borde. Al través de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el sonido de los hórridos instrumentos y descompasada gritería, vaho vinoso, el olor tabernario de aquella patulea, ebria de algo más que del triunfo. El Arcipreste se enderezaba los espejuelos; su rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Boán fruncía el cano entrecejo. Don Eugenio se inclinaba a echarlo todo a broma. El señorito de Limioso, resuelto y tranquilo, se aproximó a la ventana, alzó un visillo y miró.
La cencerrada proseguía, implacable, frenética, azotando y arañando el aire como una multitud de gatos en celo el tejado donde pelean; súbitamente, de entre el alboroto grotesco se destacó un clamor que en España siempre tiene mucho de trágico: un muera.
—¡Muera el Terso!
Un enjambre de mueras y vivas salió tras el primero.
—¡Mueran los curas!
—¡Muera la tiranía!
—¡Viva Cebre y nuestro diputado!
—¡Viva la Soberanía Nacional!
—¡Muera el marqués de Ulloa!
Más enérgico, más intencionado, más claro que los restantes, brotó este grito:
—¡Muera el ladrón faucioso Barbacana!
Y el vocerío, unánime, repitió:
—¡Mueraaaa!
Instantáneamente apareció junto a la mesa del abogado un hombre de siniestra catadura, hasta entonces oculto en un rincón. No vestía como los labriegos, sino como persona de baja condición en la ciudad: chaqueta de paño negro, faja roja y hongo gris: patillas cortas, de boca de hacha, redoblaban la dureza de su fisonomía, abultada de pómulos y ancha de sienes. Uno de sus hundidos ojuelos verdes relucía felinamente; el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca, semejaba hecho de cristal cuajado.
Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormes pistolas de arzón, prehistóricas sin duda, y las reconocía para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al aparecido fijamente, pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas. Por toda respuesta, el Tuerto de Castrodorna hizo asomar al borde de su faja el extremo de una navaja de cachas amarillas, que volvió a ocultar al punto. El Arcipreste, que había perdido los bríos con la obesidad y los años, sobresaltose mucho.
—Déjese de calaveradas, mi amigo. Por si acaso, me parece oportuno salir por la puerta de atrás. ¿Eh? No es cosa de aguardar a que esos incircuncisos vengan aquí a darle a uno tósigo.
Mas ya el cura de Boán y el señorito de Limioso, unidos al Tuerto, formaban un grupo lleno de decisión. El señorito de Limioso, no desmintiendo su vieja sangre hidalga, aguardaba sosegadamente, sin fanfarronería alguna, pero con impávido corazón; el abad de Boán, nacido con más vocación de guerrillero que de misacantano, apretaba con júbilo la pistola, olfateaba el peligro, y a ser caballo, hubiera relinchado de gozo; el Tuerto, encogido y crispado como un tigre, se situaba detrás de la puerta a fin de destripar a mansalva al primero que entrase.
—No tenga miedo, señor Arcipreste… —murmuró gravemente Barbacana—. Perro que ladra no muerde. Ni a romperme un vidrio se atreverán esos bocalanes. Pero conviene estar dispuesto, por si acaso, a enseñarles los dientes.
Resonaban nutridos y feroces los mueras; mas, en efecto, ni una piedra sola venía a herir los cristales. El señorito de Limioso se acercó otra vez, levantó el visillo, y llamó a don Eugenio.
—Mire, Naya, mire para aquí… Buena gana tienen de subir ni de tirar piedras…Están bailando.
Don Eugenio se llegó a la vidriera y soltó la carcajada. Entre la patulea de beodos, dos seides de Trampeta, carcelero el uno, el otro alguacil, trataban de calentar a algunos de los que chillaban más fuerte, para que atacasen la morada del abogado; señalaban a la puerta, indicaban con ademanes elocuentes lo fácil que sería echarla abajo y entrar. Pero los borrachos, que no por estarlo perdían la cautelosa prudencia, el saludable temor que inspira el cacique al labriego, se hacían los desentendidos, limitándose a berrear, a herir cazos y sartenes con más furia. Y en el centro del corro, al compás de los almireces y cacerolas, brincaban como locos los más tomados de la bebida, los verdaderos pellejos.
—Señores —dijo en grave y enronquecida voz Ramón Limioso—. Es siquiera una mala vergüenza que esos pillos nos tengan aquí sitiados… Me dan ganas de salir y pegarles una corrida, que no paren hasta el Ayuntamiento.
—Hombre —gruñó el abad de Boán—, usted poco habla, pero bueno. Vamos a meterles miedo, ¡quoniam! Estornudando solamente espanto yo media docena de esos pellejones.
No pronunció el Tuerto palabra; únicamente su ojo verdoso se encendió con fosfórica luz, y miró a Barbacana como pidiéndole permiso de tomar parte en la empresa. Barbacana hizo con la cabeza señal afirmativa, pero le indicó al mismo tiempo que guardase la navaja.
—Tiene razón —exclamó el hidalgo de Limioso enderezando la cabeza y dilatando las ventanillas de la nariz con altanera expresión muy desusada en su lánguida y triste faz—. A esa gente, a palos y latigazos se les sacude el polvo. No ensuciar un arma que uno usa para el monte, para las perdices y las liebres que valen más que ellos (fuera el alma).
Y al decir fuera el alma, persignose el señorito.
—Tengan miramiento, hombre, tengan miramiento… —murmuraba el Arcipreste difícilmente, extendiendo las manos como para calmar los ánimos irritados. (¡Cuán lejos estaban los tiempos belicosos en que aseguraba una elección a puntapiés!)
Barbacana no se opuso a la hazaña, al contrario, pasó a otra estancia y volvió con un haz de junquillos, palos y bastones. El cura de Boán no quiso más garrote que el suyo, que era formidable: Ramón Limioso, fiel a su desdén de la grey villana, asió el látigo más delgado, un latiguillo de montar. El Tuerto empuñó una especie de tralla, que manejada por diestra vigorosa, debía de ser de terrible efecto.
Bajaron cautelosamente la escalera, cuidando de no zapatear, previsión que el endiablado estrépito de la cencerrada hacía de todo punto ociosa. Tenía la puerta su tranca y los cerrojos corridos, medida de precaución adoptada por la cocinera del abogado así que oyó estruendo de motín. El abad de Boán los descorrió impetuosamente, el Tuerto sacó la tranca, giró la llave en la cerradura, y clérigos y seglares se lanzaron contra la canalla sin avisar ni dar voces, con los dientes apretados, chispeantes los ojos, blandiendo látigos y esgrimiendo garrotes.
No habrían transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detrás de los visillos registraba el teatro del combate, sonrió silenciosamente, o más bien regañó los labios, descubriendo la amarilla dentadura, y apretó con nerviosa violencia la barandilla de la ventana. En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban y caían de bruces, y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor de los lomos arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustiga a una piara de marranos. El cura de Boán sacudía estacazo limpio, con regularidad y energía infatigables. El de Naya, incapaz de mantenerse dentro de los límites de su papel justiciero, insultaba, reía y vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos.
—¡Anda, tinaja, cuba, mosquito! ¡Toma, toma, para que vuelvas otra vez, pellejo, odre! ¡Ve a dormir la mona, cuero! ¡A la taberna con tus huesos, larpán, tonel de mosto! ¡A la cárcel, borrachos, a vomitar lo que tenéis en esas tripas!
Limpia estaba la calle; más limpia ya que una patena: silencio profundo había sustituido al vocerío, a los mueras y a la cencerrada feroz. Por el suelo quedaban esparcidos despojos de la batalla: cazos, almireces, cuernos de buey. En la escalera se oía el ruido de los vencedores que subían celebrando el fácil triunfo. Delante de todos entró don Eugenio, que se echó en una butaca partiéndose a carcajadas y palmoteando. El cura de Boán le seguía limpiándose el sudor. Ramón Limioso, serio y aún melancólico, se limitó a entregar a Barbacana el latiguillo, sin despegar los labios.
—¡Van… buenos! —tartamudeó el abad de Naya reventando de risa.
—¡Yo mallé en ellos… como quien malla en centeno! —exclamó respirando con placer el de Boán.
—Pues yo —explicó el hidalgo— si supiese que habían de ser tan cobardes y echar a correr sin volvérsenos siquiera, a fe que no me tomo el trabajo de salir.
—No se fíen —observó el Arcipreste—. Ahora en el Ayuntamiento los avergüenza Trampeta, y capaz es de venir acá en persona con los incircuncisos a darle un susto al señor Licenciado. (Así llamaban a Barbacana familiarmente sus amigos.) Por si acaso es prudente que estos señores pasen aquí la noche. Yo tengo que misar mañana en Loiro, y mi hermana estará muerta de miedo… que si no…
—Nada de eso —replicó perentoriamente Barbacana—. Estos señores se vuelven cada uno a su casa. No hay cuidado ninguno. A mí… me basta con este mozo —añadió señalando al Tuerto, agazapado otra vez en su rincón.
No fue posible reducir al cacique a que aceptase la guardia de honor que le ofrecían. Por otra parte, no se notaba síntoma alguno de que hubiese de alterarse el orden nuevamente. Ni se oían a lo lejos vociferaciones de electores victoriosos. El soñoliento silencio de los pueblecillos pequeños y sin vida pesaba sobre la villa de Cebre. Tres héroes de la gran batida y el Arcipreste con ellos salieron a caballo hacia la montaña. No iban cabizbajos, a fuer de muñidores electorales derrotados, sino llenos de regocijo, con gran cháchara y broma, celebrando a más y mejor la somanta administrada a los borrachines cencerreadores. Don Eugenio estaba inspirado, oportuno, bullanguero, ocurrentísimo en una palabra; había que oírle remedar los aullidos y la caída de los ebrios en el lodo de la calle, y el gesto que ponía el cura de Boán al majar en ellos.
Barbacana se quedó solo con el Tuerto. Si alguno de los molidos músicos de la cencerrada se atreviese a asomar la cabeza y mirar hacia las ventanas del cacique, vería que, por fanfarronada o por descuido, no estaban cerradas las maderas, y podría distinguir al través de los visillos y destacándose sobre el fondo de la habitación alumbrada por el quinqué, las cabezas del abogado y de su feroz defensor y seide. Sin duda hablaban de algo importante, porque la plática fue larga. Una hora o algo más corrió desde que encendieron la luz hasta que las maderas se cerraron, quedando la casa silenciosa, torva y sombría como quien oculta algún negro secreto.
(Continuará…)
