Emilia Pardo Bazán

XXI
Notose días después alguna mejoría en el estado general de la señora de Ulloa, con lo cual el capellán revivió, y se le animó también el marchito semblante. El marqués andaba en extremo distraído organizando una cazata a los lejanos montes de Castrodorna, más allá del río: el tiempo se aseguraba, las noches eran de helada, claras y glaciales, acercábase el plenilunio y todo prometía feliz éxito. La víspera de la salida al cazadero vinieron a dormir a los Pazos el notario de Cebre, el señorito de Limioso, el cura de Boán, el de Naya y un cazador furtivo, escopeta negra infalible, conocida en el país por el alias de Bico de rato (hocico de ratón), mote apropiadísimo a la color tiznada de su cara, donde giraban dos ojuelos vivarachos. Llenose la casa de ruido, de tilinteo de cascabeles, de cadencia de uñas de perros sobre los pisos de madera, de voces sonoras y de órdenes para tener en punto al amanecer todos los arreos de caza. La cena fue regocijada y ruidosa: se bromeó, se contaron de antemano las perdices que habían de sucumbir, se saborearon por adelantado las provisiones que se llevaban al monte, y se remojó previamente el gaznate con jarros de un tinto añejo que daba gloria. A la hora de los postres y del café, habiéndose retirado Nucha, que por el ansia de su niña se recogía temprano, subieron de la cocina Primitivo y el ratón, y los futuros compañeros de glorias y fatigas comenzaron a fraternizar fumando y trincando a competencia. Era el momento más sabroso, el verdadero instante de felicidad espiritual para un cazador de raza: era el minuto de las anécdotas cinegéticas y, sobre todo, de los embustes.
Para éstos se establecía turno pacífico, pues nadie renunciaba a soltar su correspondiente bola, y crecían en magnitud conforme se enredaba la plática. Formaban círculo los cazadores, y a sus pies dormían enroscados los perros, con un ojo cerrado y otro entreabierto y de párpado convulso: a veces, cuando se aplacaban las risotadas y las frases chistosas, se oía a los canes tocar la guitarra, espulgarse a toda orquesta, ladrar por sueños, sacudir las orejas y suspirar con resignación. Nadie les hacía caso.
El hocico de ratón tiene la palabra:
—¡Pueda que no me lo crean y es tan cierto como que habemos de morir y la tierra nos ha de comer! Para más verdá fue un día de San Silvestre…
—Andarían las brujas sueltas —interrumpió el cura de Boán.
—Si eran meigas o era el trasno, yo no lo sé: pero lo mismo que habemos de dar cuenta a Dios nuestro señor de nuestras auciones, me pasó lo que les voy a contar. Andaba yo tras de una perdiz agachadito, agachadito (y el ratón se agachaba en efecto, siguiendo su inveterada costumbre de representar cuanto hablaba) porque no llevaba perro ni diaño que lo valiese, y estaba, con perdón de las barbas honradas que me escuchan, para montar a caballo de un vallado, cuando oigo ¡tras tris, tras tras!, ¡tipirí, tipirá!, el andar de una liebre; ¡más lista venía… que las zantellas! Pues señor… viro la 73cabeza mismo así… ¡con perdón de las barbas!, con mi escopeta más agarrada que la Bula… y de repente, ¡pan!, me pasa una cosa del otro mundo por encima de la cabeza, y me caigo del vallado abajo…
Explosión de preguntas, de risas, de protestas.
—¿Una cosa del otro mundo?
—¿Un ánima del Purgatorio?
—¿Pero él era persona o animal o qué mil rayos era?
—Abrir la puerta, que esta mentira no cabe en la habitación.
—¡Así Dios me salve y me dé la gloria como es verdad! —clamó el hocico de ratón, poniendo el semblante más compungido del mundo—. ¡Era, con perdón, la descarada de la liebre, que brincó por riba de mí y me tiró patas arriba!
La aclaración produjo verdadero delirio. Don Eugenio, el abad de Naya, se abría literalmente de risa, apretándose las caderas con ambas manos, quejándose y derramando lágrimas; el marqués de Ulloa lanzaba carcajadas poderosas; hasta Primitivo modulaba una risa opaca y turbia. El bueno del ratón no podía ya entreabrir los labios para hablar sin que la hilaridad se desatase. En toda reunión de cazadores (gente amiga de bromas pesadas) hay un bufón, un juglar, un gracioso obligado, y este papel correspondía de derecho a la escopeta negra, que se prestaba a desempeñarlo de bonísima gana. Acostumbrado a pasarse los días y las noches al sereno, en espera de la liebre, del conejo o de la perdiz; hecho a apretarse la cintura con una cuerda, a la manera de los salvajes, en las muchas ocasiones en que le faltaba un mendrugo de pan que roer, el mísero ratoncillo era dichoso cuando le tocaba cazar con gente de pro, de la que se lleva al cazadero botas henchidas de lo añejo, lacones cocidos y cigarros: ufanábase cuando le celebraban sus patrañas: las narraba cada día con mayor seriedad, convicción y tono ingenuo, y a todas las chanzas respondía invocando a Dios y a los santos de la corte celestial en apoyo de sus aseveraciones estrambóticas.
De pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, mapamundi de remiendos, y moviendo con risible rapidez nariz y boca, que tenía de color de unto rancio, aguardaba a que le pidiesen algún nuevo episodio tan verosímil como el de la liebre; pero ahora el turno le correspondía a don Eugenio.
—¿Saben —decía medio llorando y salivando aún de risa— un caso que pasó entre el canónigo Castrelo y un señor muy chistoso, Ramírez de Orense?
—¡El canónigo Castrelo! —exclamaron el cura de Boán y el marqués—. ¡Qué apunte! ¡De órdago! Ése las suelta… como la torre de la Catedral.
—Pues verán, verán cómo encontró con la horma de su zapato donde menos se lo pensaba. Era una noche en el Casino, y estaban jugando al tresillo. Castrelo se puso, como de costumbre, a espetar cuentos de caza… ¡mentira todos! Después de que se hartó, quiso encajar uno descomunal y dijo así muy serio: «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y entre unas matas oí así… un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito… el ruido seguía, dale que tienes. Me acerco más… y ya no me cabe duda de que hay allí escondida una pieza. Armo, apunto, disparo… ¡pum, pum! ¿Y qué creerán ustedes que maté, señores?» Todo el mundo a nombrar animales diferentes: que lobo, que zorro, que jabalí, y hasta hubo quien nombró a un oso… Castrelo a decir que no con la cabeza… hasta que por último saltó: «Pues ni zorro, ni lobo, ni jabalí… Lo que maté era… ¡un tigre de Bengala!».
—Hombre, don Eugenio… ¡No fastidiar! —gritaron unánimemente los cazadores. ¿Había de atreverse Castrelo?… ¿Cómo no le deshicieron el morro de una bofetada allí mismo?
Don Eugenio, no consiguiendo que le oyesen, hacía con la mano señas de que faltaba lo mejor del cuento.
—¡Paciencia! —exclamó por fin—. Tengan paciencia, que no se acabó. Pues señor, ya ustedes comprenderán que en el Casino se armó una gresca. Empezaron a insultar a Castrelo y a tratarlo de mentiroso en su cara. Sólo el señor de Ramírez estaba muy formal, y apaciguaba a los alborotadores: «No hay que asombrarse, no hay que asombrarse: yo les contaré a ustedes una cosa que me pasó a mí cazando, que es más rara todavía que la del señor de Castrelo». El canónigo empieza a escamarse y la gente a atender. «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y entre unas matas oí así… un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito… el ruido seguía, dale que tienes. Me acerco más… ya no me cabe duda de que hay allí escondida una pieza. Armo… apunto… disparo… ¡pum, pum!… ¿Y qué creerán ustedes que maté, señor canónigo?» «¿Cómo demonios lo he de saber? Sería… un león.» «¡Ca!» «¡Pues sería… un elefante!» «¡Caaa!» «Sería… ¡lo que usted guste, caramba!» «¡Una sota de bastos, señor de Castrelo! ¡Era una sota de bastos!»
Minutos de no entenderse. El ratón reía con una especie de hipo agudo; el señorito de Limioso ronca y gravemente; el cura de Boán, no sabiendo cómo desahogar el regocijo, pateaba en el suelo y abofeteaba a la mesa.
—¡Ey! —gritó don Eugenio—. Bico-de-rato, ¿no te has tropezado tú nunca con ningún tigre? Echa un vasito y cuéntanos si te encontraste alguno por ahí, hom.
Atizose el ratón su medio cuartillo; brilláronle los ojuelos, limpió el labio con la bocamanga de la mugrienta chaqueta, y declaró con acento sincero y candoroso:
—Lo que es trigues… por estos montes no debe de los haber, que si no ya los tendría matados; pero les diré lo que me pasó un día de la Virgen de Agosto…
—¿A las tres y diez minutos de la tarde? —preguntó don Eugenio.
—No… habían de ser las once de la mañana, y puede que aún no las fuesen. ¡Pero créanme, como que esa luz nos está alumbrando! Venía yo de tirar a las tórtolas en un sembrado, y me encontré a la chiquilla del tío Pepe de Naya, que traía la vaca mismo cogida así (y hacía ademán de arrollarse una cuerda a la muñeca). «Buenos días.» «Santos y buenos.» «¿Me da las rulas?» «¿Y qué me das por ellas, rapaza?» «No tengo un ichavo triste.» «Pues déjame mamar de la vaquiña, que rabio de sed.» «Mame luego, pero no lo chupe todo.» Me arrodillo así (el ratón medio se hincó de hinojos ante el abad de Naya), y ordeñando en la palma de la mano, con perdón, zampo la leche. ¡Qué fresca! «Vaya, rapaza… ¡San Antón te guarde la vaca!» Ando, ando, ando, ando, y al cuarto de legua de allí me entra un sueño por todo el cuerpo…, como que me voy quedando tonto. «¡A escotar!» Me meto por el monte arriba, y llegando a donde hay unos tojos más altos que un cristiano, me tumbo así (con perdón) y saco el sombrero, y lo dejo de esta manera (reparen bien) sobre la yerba. Sueño fue, que hasta de allí a la hora y media no volví en mi acuerdo. Voy a apañar mi sombrero para largar… Lo mismo que todos nos habemos de morir y resucitar en la gloria del día del Juicio, me veo debajo una culebra más gorda que mi brazo drecho… ¡con perdón!
—¿Pero no que el izquierdo? —interrumpió don Eugenio picarescamente.
—¡Muchísimo más gorda! —continuó el ratón imperturbable—, y toda rollada, rollada, rollada, que cabía allí debajo… ¡y durmiendo como una santa de Dios!
—¿Pero roncar, no roncaba?
—La condenada acudía al olor de la leche… y valió que le dio idea de esconderse en el chapeo… que las intenciones bien se las conocí… ¡eran de metérseme por la boca, con perdón de las barbas honradas!
Aunque se armó gran algazara, la moderó algún tanto el cura de Boán recordando las diversas ocasiones en que se oían contar casos análogos: culebras que se encontraban en los establos mamando del pezón de las vacas, otras que se deslizaban en la cuna de los niños para beberles la leche en el estómago…
Asistía Julián a la velada, entretenido y contento, porque la alegría y el humor de los cazadores le disipaba las ideas congojosas de algunos días atrás, el miedo a la Sabia, a Primitivo, a los Pazos, los lúgubres presentimientos acrecentados por la comunicación de los terrores nerviosos de Nucha. Don Eugenio, viéndole animado, le porfiaba para que fuese a hacerles una visita al cazadero: negábase Julián, pretextando la necesidad de decir misa, de rezar las horas canónicas: en realidad, era que no quería dejar enteramente sola a la señorita. Al cabo, tanto insistió don Eugenio, que hubo de prometer, aplazando para el último día.
—No ha de haber nada de eso —exclamó el bullicioso párroco—. Mañana por la mañanita nos lo llevamos con nosotros… Se vuelve de allá pasado mañana temprano.
Toda resistencia hubiera sido inútil, y más en tal momento, cuando la jarana crecía y el vino menguaba en los jarros. Julián sabía que aquella gente maleante y retozona era capaz de llevarlo por fuerza si se negaba a ir de grado.
XXII
Tuvo, pues, que salir al romper el alba, dando diente con diente, caballero en la mansa pollinita, y siendo blanco de las bromas de los cazadores porque iba vestido de modo asaz impropio para la ocasión, sin zamarra, ni polainas de cuero, ni sombrerazo, ni armas ofensivas o defensivas de ninguna especie. El día asomaba despejado y magnífico: en las hierbas resplandecían las cristalizaciones de la escarcha: la tierra se estremecía de frío y humeaba levemente a la primera caricia del sol: el paso animado y gimnástico de los cazadores resonaba militarmente sobre el terreno endurecido por la helada.
Desde el cazadero, adonde llegaron a cosa de las nueve, desparramáronse por el monte. Julián, no sabiendo qué hacer de su persona, quedose pegado a don Eugenio, y le vio realizar dos proezas cinegéticas y meter en el morral dos pollitos de perdiz tibios aún de la recién arrancada vida. Es de advertir que don Eugenio no gozaba fama de diestro tirador, por lo cual, al reunirse los cazadores a mediodía para comer en un repuesto encinar, el párroco de Naya invocó el testimonio de Julián para que asegurase que se las había visto tirar al vuelo.
—¿Y qué es tirar al vuelo, don Julián? —le preguntaron todos.
Como el capellán se quedó parado al hacerle tan insidiosa pregunta, ocurrioseles a los cazadores que sería cosa muy divertida darle a Julián una escopeta y un perro y que intentase cazar algo. Quieras que no quieras, fue preciso conformarse. Se le destinó el Chonito, perdiguero infalible, recastado, de hocico partido, el más ardiente y seguro de cuantos canes iban allí.
—En cuanto vea que el perro se para —explicábale don Eugenio al novel cazador, que apenas sabía por dónde coger el arma mortífera— se prepara usted y le anima para que entre… y al salir las perdices, les apunta y hace fuego cuando se tiendan… Si es la cosa más fácil del mundo…
Chonito caminaba con la nariz pegada al suelo: sus ijares se estremecían de impaciencia; de cuando en cuando se volvía para cerciorarse de que le acompañaba el cazador. De pronto tomó el trote hacia un matorral de uces, y repentinamente se quedó parado, en actitud escultural, tenso e inmóvil como si lo hubiesen fundido en bronce para colocar en un zócalo.
—¡Ahora! —exclamó el de Naya—. Eh, Julián, mándele que entre…
—Entra, Chonito, entra —murmuró lánguidamente el capellán. El perro, sorprendido por el tono suave de la orden, vaciló: por fin se lanzó entre las uces, y al punto mismo se oyó un revoloteo, y el bando salió en todas direcciones.
—¡Ahora, condenado, ahora! ¡Ese tiro! —gritó don Eugenio.
Julián apretó el gatillo… Las aves volaron raudamente y se perdieron de vista en un segundo. Chonito, confuso, miraba al que había disparado, a la escopeta y al suelo: el hidalgo animal parecía preguntar con los ojos dónde se encontraba la perdiz herida, para portarla.
Media hora después se repitió la escena, y el desengaño de Chonito. Ni fue el último, porque más adelante, en un sembrado, aún levantó el can un bando tan numeroso, tan próximo y que salía tan a tiro, que era casi imposible no tumbar dos o tres perdices disparando a bulto. Otra vez hizo fuego Julián. El perdiguero ladraba de entusiasmo y de gozo… Mas ninguna perdiz cayó. Entonces Chonito, clavando en el capellán una mirada casi humana, llena de desprecio, volvió grupas y se alejó corriendo a todo correr, sin dignarse oír las imperativas voces con que lo llamaban…
No hay cómo encarecer lo que se celebró este rasgo de inteligencia a la hora de la cena. Se hizo chacota de Julián, y en penitencia de su torpeza, se le condenó a asistir inmediatamente, cansado y todo, a la espera de las liebres.
La luna de aquella noche de diciembre semejaba disco de plata bruñida colgado de una cúpula de cristal azul oscuro; el cielo se ensanchaba y se elevaba por virtud de la serenidad y transparencia casi boreales de la atmósfera.
Caía helada, y en el aire parecía que se cruzaban millares de finísimas agujas, que apretaban las carnes y reconcentraban el calor vital en el corazón. Pero para la liebre, vestida con su abrigado manto de suave y tupido pelo, era noche de festín, noche de pacer los tiernos retoños de los pinos, la fresca hierba impregnada de rocío, las aromáticas plantas de la selva; y noche también de amor, noche de seguir a la tímida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla, conmoverla y arrastrarla a las sombrías profundidades del pinar…
Tras de los pinos y matorrales se emboscaban en noches así los cazadores. Tendidos boca abajo, cubierto con un papel el cañón de la carabina a fin de que el olor de la pólvora no llegue a los finos órganos olfativos de la liebre, aplican el oído al suelo y así se pasan a veces horas enteras. Sobre el piso endurecido por el hielo resuena claramente el trotecillo irregular de la caza: entonces el cazador se estremece, se endereza, afianza en tierra la rodilla, apoya la escopeta en el hombro derecho, inclina el rostro y palpa nerviosamente el gatillo antes de apretarlo. A la claridad lunar divisa por fin un monstruo de fantástico aspecto, pegando brincos prodigiosos, apareciendo y desapareciendo como una visión: la alternativa de la oscuridad de los árboles y de los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus rápidos movimientos una velocidad que deslumbra. Pero el cazador, con el dedo ya en el gatillo, se contiene y no dispara. Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea perseguida y recuestada por innumerables galanes en la época del celo, a quien el pudor obliga a ocultarse de día en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos de pino, y tras de la cual, desalados y hechos almíbar, corren por lo menos tres o cuatro machos, deseosos de románticas aventuras. Y si se deja pasar delante a la dama, ninguno de los nocturnos rondadores se detendrá en su carrera loca, aunque oiga el tiro que corta la vida de su rival, aunque tropiece en el camino su ensangrentado cadáver, aunque el tufo de la pólvora le diga: «¡Al final de tu idilio está la muerte!».
No, no se pararán. Acaso el instinto de cobardía propio de su raza les moverá a agazaparse breves minutos detrás de un arbusto o de una peña; pero al primer imperceptible efluvio amoroso que les traiga la cortante brisa; al primer hálito de la hembra que se destaque del olor de la resina exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzarán de nuevo y con más brío, ciegos de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los irá tendiendo uno por uno a sus pies, sobre la hierba en que soñaron tener lecho nupcial.
(Continuará…)
