Carlos E. Luján Andrade

33. Collage sobre cartón-Carlos E. Luján Andrade
Una avenida húmeda los recibió al salir del viejo restaurante que cerraba las puertas detrás de ellos. Un hombre maduro y dos veinteañeros quedaban fuera, parados y sin rumbo viendo de un lado para el otro como buscando hacia dónde ir a terminar la jornada etílica. A los segundos, el hombre se alejó cabizbajo sin despedirse. Los dos muchachos conversaban entre ellos: — Vamos, creo que podemos ir por unas chelas al grifo, dijo uno. — No, ya estoy con sueño. Aparte que el tío ya se fue. Abelardo, era un poeta de casi sesenta años. Pocas veces iba a reuniones. Esta vez, un amigo le invitó a un recital después de varios meses y se animó a ir. Leyó unos cuantos poemas, pero cuando se dispuso a retirarse, un grupo de jóvenes escritores lo abordaron. Lo reconocieron: — Disculpe, usted es Abelardo Wudrow, mucho gusto. ¿Nos podría acompañar a tomar unos tragos a la vuelta?, le preguntó Mariano, uno de los dos chicos que al final terminaron la noche con él. Lo cierto es que eran como diez jóvenes y que entusiasmados por tener cerca al vate esquivo, lo rodearon haciéndole preguntas diversas. Abelardo, abrumado por la vitalidad veinteañera, apenas les pudo responder y solo asintió.
Luego de varias copas y horas, el poeta fatigado deseaba regresar a su casa. Después de tiempo, había podido expresar ante esos ojos curiosos, las ideas que en estos meses se le había ocurrido con respecto a la vida y la literatura. La reunión resultó catártica, aunque agotadora. En su interior, pensó que al menos había podido comunicar pensamientos, así no sean brillantes para él y eso era suficiente consuelo. Sin embargo, no quiso ser descortés. Por eso decidió no irse hasta que el último de ellos decidiera dar por terminada la reunión. Desde joven, Wudrow tuvo esa condescendencia con sus pares. La cortesía forzada dominaba su carácter.
Mariano y su compañero fueron los últimos. El segundo no veía con confianza a Wudrow. Era un chico temeroso, le asustaba la madrugada y los personajes que en esta pululaban. Por la experiencia de vida, el poeta Abelardo era un representante afamado de esas jornada literarias y etílicas en su juventud. No pudo ser convencido por Mariano, se retiró disculpándose subiendo al primer taxi que se detuvo ante él. Luego de despedirlo, volteó y vio al poeta alejado ya media cuadra. Caminó detrás de él y lo llamó con firmeza: — Don Abelardo, ¿no desea una cerveza más? Yo invito. Puedo conseguir un six-pack en el grifo de la esquina. Wudrow volteó sorprendido. Al parecer, había olvidado que uno de los chicos aún seguía ahí. Aceptó con desgano y Mariano cruzó la calle con avidez. A los minutos, volvió con las latas y le alcanzó una. Caminaron varias cuadras sin pronunciar palabras. Solo avanzaron con paso lento hacia un destino desconocido. En un instante, el poeta alzó la cabeza, vio alrededor como si intentara reconocer un lugar. Veía de un lado para el otro levantando el dedo señalando casas con el ceño fruncido. — Es por allá, dijo. — Vente, lo llamó a Mariano. — Tenemos que entrar por esta calle y bajar por aquí. Después de varias cuadras apurando el paso, llegaron a un portón metálico, viejo y semiabierto. Forzaron la entrada y pasaron a un hall que olía a moho. Era el vestíbulo de un viejo bar. Aún se observaba un despostillado mostrador, letreros de neón rotos y cubiertos de polvo descansando sobre el suelo. Al final de la habitación, una escalera estrecha daba a una habitación que reflejaba una luz amarilla proveniente de la calle. Mariano seguía al poeta que como poseído, era llevado al lugar como si de un llamado sobrenatural se tratara.
Lo alcanzó y observó que este veía a través de una ventana opaca de gruesos vidrios. Arrimó con dificultad un ladrillo ancho de color blanco y se sentó en él sin dejar de ver las luces de la calle. Sorbía su lata de vez en cuando en silencio. Mariano no quería importunarlo. Solo estaba a su lado intentado descifrar aquello que lo hacía abstraerse en sus pensamientos.
Wudrow había cambiado de carácter. Al salir de aquel bar rodeado de jóvenes, su temperamento se apagó. Mientras que en aquella mesa era conversador, bromeaba con las chiquillas y retaba a los varones, aquí lo percibía parco y meditabundo. Y al igual que hace unos momentos, su vista volvió a mirar alrededor y se sorprendió al verse acompañado por Mariano.
— Disculpa, le susurró Wudrow. — Sabes, yo conocía este lugar desde hace mucho. Es increíble que diez años después aún esté aquí. La ciudad ha cambiado. Pensé que todo esto ya había desaparecido. Te confieso que no tenía idea de que estábamos tan cerca. Mariano buscaba la forma de interrogarlo, de interesarse en su recuerdo, pero antes de decir palabra alguna, el poeta continuó con su relato. — La primera vez que vine tenía veintitantos años, ella estaba sentada exactamente aquí. Era una mesa pequeña y redonda. Yo la esperé una tarde. La vi subir por esas escaleras con su vestido blanco con líneas negras. Espigada, de cuello largo y cabellos negros finos que ondeaban al caminar. Fue una visión maravillosa. Por ese entonces, yo creía que mujeres así solo pasaban a mi lado para encontrarse con otros sujetos. Pero no, esa tarde de invierno, una de ellas se dirigió directamente hacia mí, me hizo contacto visual y me saludó dando la certeza de mi existencia. Fue una cita inolvidable. Ella era enfermera, la conocí el día que caí de unas escaleras y fui a parar a una posta médica. Estuve toda la tarde en la camilla, mientras que ella me observaba cubierta con su tapabocas dejando a relucir sus hermosos ojos negros. Su mirada me auscultaba sin emoción. Me sentí como un niño siendo revisado por su madre, preocupada que todo esté en su lugar. Quién sabe si aquella fijación fue la que me hizo animarme a invitarle un café. Wudrow se acabó la lata de cerveza, sacó la lengua con desagrado y le pidió a Mariano otra más. — Yo tenía un pequeño libro de poesía en mi regazo. Eran unos versos de Edith Södergran. Ella lo sujetó, revisó la portada con desdén e hizo que lo sostuviera mientras acomodaba mi sábana. Pensé en recitarle el poema que acababa de leer. Ese de: — Mis flores artificiales / enviaré a tu casa. / Mis pequeños leones de bronce / colocaré a tu puerta. / Yo me sentaré abajo en la escalera / una perla oriental extraviada / en el rugiente mar de la gran ciudad. Aunque desistí por sentirme demasiado cursi, patético y desesperado. Se llamaba Silvia y solo supe su nombre por el gafete que portaba en el uniforme. Ese mismo día no le dije nada. Me fui sin pena ni gloria de aquella posta. Tal vez avergonzado por sentirme tan torpe al doblarme un tobillo por no saber bajar unos escalones. En ese estado cómo podía llenarme de valor para invitar a esa mujer que la consideraba casi de aparición angelical. Volví una semana después y la abordé cuando entraba al centro médico portando un maletín médico y una bolsa de jeringas. Ya sin su tapabocas, aún la veía más bella que antes. Parecía apurada, pero por alguna razón me escuchó con atención y aceptó que le ofreciera un café a pesar de presentarme con altanería. Le pedí su teléfono para coordinar y así fue que quedamos aquí. Wudrow se perdía en sus palabras. Hablaba sin observar a Mariano. Miraba alrededor imaginando que aquel lugar recuperaba la vitalidad de cuando contaba su experiencia. Mientras el joven escritor escuchaba, el poeta soñaba despierto. — No sabía qué decirle. Estaba casi mudo al verla llegar. ¿Qué haces en circunstancias como esas? No podía banalizar ese encuentro con preguntas mundanas sobre su vida y lo que hace. Debía ser profundo. Imaginar una reflexión que le haga sentir a ella que yo también era un individuo tocado por una deidad como yo lo sentía por Silvia. Que también estaba lejos de la normalidad que sienten los seres mundanos y carentes de belleza. No obstante, no tuve que decir nada. Silvia comenzó con el interrogatorio. De buenas a primeras me preguntó sobre Edith Södergran. Le expliqué algunos detalles, a lo que ella me interrogó sobre qué temas escribía la poeta. Mencioné su naturalismo, sus poemas amorosos o los casi lastimeros. Al contarle su vida y desenlace por la muerte por tuberculosis, ella se mostró más afectada. Me explicó que, como enfermera, las tristezas del corazón y del cuerpo no le eran ajenas. Que podía conectar con los pesares humanos aún sin conocer mucho de poesía. Y era cierto. Algunas experiencias que me contó aquel día, casi desdibujaron la imagen celestial que ella poseía. El oficio de enfermera le hizo conocer al ser humano en diversas facetas. Silvia me llevaba dos años, para ese entonces, yo tenía veintitres, aunque por su forma de abordar ciertos temas, parecían más. Me contó que solo un par de años antes, mientras estuvo en el asilo público de ancianos, los enfermeros llevaban a los viejos a la calle para que pudieran pedir limosna y así cubrir sus gastos en el nosocomio, pues nadie se hacía cargo de ellos. Los recogían por la tarde y ya tenían para darles algo de comer. A pesar de la crudeza de sus vivencias, del dolor que transformaba en bromas y sarcasmo, no perdía el candor. Silvia sonreía y aquello horroroso apenas narrado, se convertía en una lección de vida de la que uno no podía estar en desacuerdo. Había más poesía en sus palabras que en un libro leído de una poeta reconocida. Toda aquella tarde, me sentí un absoluto ignorante de la realidad. Deseaba impresionarla con algún verso memorizado que acompañe aquellas descarnadas reflexiones sobre su labor médica, pero era inútil. Nada se comparaba con una historia de una anciana demente que se escapaba del asilo para luego encontrarla llena de heces y orines, solo para evitar que unos drogadictos la violaran en la madrugada. O cuando vio el cuerpo destrozado de una adolescente atropellada y solo pudo ver entre tanta sangre sus pequeños correctores dentales. Imaginándose el cariño de sus padres para pagarle una dentadura sana y darle una vida feliz a una hija ahora muerta. Sin embargo, más allá de aquellas visiones, de ser testigo de esos escenarios terribles, no perdía la misericordia ni las ganas de ser optimista con la vida. Me interrogaba sobre la literatura y el arte. Me pedía mi opinión sobre la belleza y yo solamente quería mencionar que lo único bello en lo que podía pensar era en ella. A pesar de eso, intentaba ser intelectual y estar a la altura de las circunstancias. En esos momentos, no podía escapar de la sorpresa de estar ante una persona hermosa, pero a la vez tan real e impactante. Le invité dos cafés más, pasteles, y luego un par de copas de vino. No deseaba que se acabe nunca esa cita. Quería que me siguiera preguntando, solo para saber qué me comentaría luego de mis respuestas. Una frase mía era una vivencia que ella superaba con sus ojos de sorpresa. En su existencia estaba casi la continuación de mis pequeños cuestionamientos. Ese día, casi entendí lo que era estar presente ante una musa que te interroga y cuestiona la razón por la que la conviertes en un ser poético. Me sentí tan grande y a la vez tan pequeño. Lamentablemente, la noche llegaba y Silvia comenzó a cambiar su pasiva mirada por una más ansiosa. Al parecer, ya se le hacía tarde. Quería salir de ese lugar porque debía trabajar al día siguiente.
Después de mencionar esas palabras, recién volvió a ver a su interlocutor, pues para Wudrow, Mariano volvió a existir. Enfocó sus ojos enrojecidos y húmedos en él, y continuó con su relato: — Esa incomodidad rompió mi corazón. Me devolvió a la soledad absoluta. Regresé con mi mundo interior a la oscuridad en la que estaba antes de verla llegar con su vestido blanco de rayas negras. Pedí la cuenta, pagué y salimos a caminar. Las calles no eran tan oscuras como ahora. Había algo que ver: escaparates, tiendas de electrodomésticos y una que otra boutique donde los ojos de Silvia se perdían con acuciosidad. Caminamos un par de cuadras más dando comentarios irrelevantes y le ayudé a tomar un taxi. Antes que se subiera, nos dimos un beso en la mejilla prometiendo que le llamaría en los días siguientes. — ¿Y eso pasó?, por fin alcanzó a preguntar Mariano. Wudrow, extrañado por escucharlo decir algo, asintió. El joven escritor lo siguió con la mirada esperando una continuación, pero no decía nada más el poeta. Solo volvió al silencio y a observar a través de la ventana, como al principio.
Al rato, dio un sorbo a su bebida y continuó: — A Silvia la volví a ver unas veces más. Pasó tiempo para llamarla. Ese día que le invité, me gasté mi presupuesto para dos semanas. No fue sencillo volver a juntar dinero. Aunque esta vez solo le dije para que me acompañara a un recital. Dicho encuentro fue diferente. No pude estar a solas con ella. Estuvimos en un mesón grande hablando entre varios amigos. Yo solo la observaba mientras ella compartía ideas con mis otros colegas. Lo cierto es que no fue lo mismo. La vi más terrenal. Como si aquello vivido la vez primera, en esta ocasión se me hubiera negado. Lamentablemente, dejé pasar demasiado tiempo entre este encuentro y el siguiente. Cada vez fue más complicado para mí estar cerca de ella como yo deseaba, así que mi entusiasmo se disipó. Volvió a guardar silencio y Mariano, intrigado, le preguntó: — ¿Y ahí dejó todo? Don Abelardo, ¿no estaba enamorado de ella?, ¿por qué no insistió?. Wudrow abrió los ojos, arrugó los labios y le increpó: — ¿Quién habla de amor, muchacho? No estás entendiendo de lo que estoy hablando. Asumes que porque me refiero a la belleza de esa mujer, estoy hablando de amor. No, sino hablo de lo que significa una revelación. Volver a este lugar es rememorar al espacio donde cambió la forma de asumir ciertas emociones. Las verdades emanan de los lugares más insospechados. Es cierto que yo invité a Silvia porque me gustaba, porque era una mujer muy atractiva. Eso fue todo. No debía aspirar más de aquel encuentro. Aunque algo sucedió. Ya han pasado más de treinta años y no lo sé. Es como si la línea temporal de la razón y la sucesión de hechos normales se hubiera trastocado. Te puedo decir que ese día, Silvia no era un individuo normal. Hubo una emanación, un aura, un espectro que irradió esa tarde y noche. Cada palabra e idea mía, con una anécdota suya, una pequeña sonrisa o la caricia de sus dedos a su inquieto cabello fueron desbaratados. Sé que no tiene sentido lo que te cuento. Tendría que pasarte para creerme. Lo que sí estoy seguro es que dejé de tenerle fe a la poesía escrita ese día. Esa mujer brotaba metáforas, imágenes y mientras la observaba, me faltaba el aliento. Eso cómo va ser amor. Es absurdo. No había ninguna posibilidad de posesión. Lo único que podía hacer era aspirarla, como si fuera oxígeno. No amigo, aquello no pudo ser humano. Ella sí, aunque aquel momento no lo puedo siquiera recordar en toda su magnitud. Te dije que volví a este lugar hace diez años, pero los veinte anteriores, regresaba una vez al año. Cuando me faltaba inspiración, motivación o ganas de vivir, retornaba esperando que algún portal o dimensión se abriera y me permitiera volverla a ver llegar como aquel día. Buscar eso en Silvia, en su persona, fue infructuoso. Ese instante gatilló algo en mí que no he podido repetir. ¿Sabes lo que es una experiencia paranormal?, ¿has visto a un fantasma? Pues eso vi, amigo. La diferencia que ella no estaba muerta. Estaba más viva que yo. Wudrow rebuscó de su casaca un cigarrillo doblado. Lo estiró delicadamente con los dedos y acomodó el tabaco que sobresalía del cartucho de papel, sacó un cerillo de la caja de fósforos para prenderlo. Aspiró y siguió hablando: — Estar aquí dentro es una oportunidad más para volver a sentir aquello, aunque ya se está disipando. ¿Cuánto más podremos retener esa sensación tan profunda vivida en un momento de candidez veinteañera? Porque eso se vive una vez. Quién sabe si otras musas poéticas se sentaron en mi delante y las habré ignorado como varios acontecimientos en la vida. No basta que la ventana esté abierta, hay que ver a través de ella. O no insistir, amigo, y pensar que es momento de que se vaya. Mi querida Edith escribió: — La vida es despedirse con prisa e ir a casa a dormir… / La vida es ser un extraño ante uno mismo / y una nueva máscara ante cada otro que vendrá. Oh, qué hermosa estaba ella al lado de Silvia. Las dos poetas: una por voluntad y la otra como inspiración. Cuántas veces nos hemos quedado inmóviles en un instante eterno. Este lugar abandonado es la prueba de aquello estático y perenne. Cada vez que vuelvo, no hay momento en que anhele volver a reconstruirlo todo. La he imaginado tantas veces y en ella se ha formado toda una constelación de formas. Desde su punto de partida, esa puerta apolillada vuelve a tener el brillo de la laca estrenada. En este piso quebrado, aparecen las baldosas de las que me percaté al ver sus estilizados pies que las hollaban. Desde ahí aparecía el mozo que sostuvo la taza que se llevó finamente a sus labios. Un espacio como este solo recobra grandeza cuando aquellos que te lo recuerdan son evocados. Será imposible que este bar olvidado pueda ser reconstruido en la memoria de nadie excepto la mía. Abelardo Wudrow arrojó la colilla del cigarrillo a un lado. La observó apagarse, esbozó una sonrisa y murmuró. Mariano no entendió sus palabras hasta que notó que recitaba un poema: — Un momento imprevisto me robó mi futuro, / el ensamblado provisionalmente. / Lo volveré a construir mucho más hermoso / tal como lo había pensado desde el principio. / Lo volveré a construir en esa tierra firme / que es mi voluntad. / Lo volveré a levantar en los pilares altos / que son mis ideales. / Lo volveré a / construir con una puerta secreta / que es mi alma. / Lo volveré a construir con una torre alta / que es la soledad. Luego calló, levantó la vista para ver por última vez la luz amarilla del poste callejero que se asomaba por la sucia luna. Caminó hacia la escalera e hizo un ademán a Mariano para que salieran.
Fuera del bar abandonado, Wudrow dio un giro y extendió la mano para estrecharla hacia su joven acompañante. Le agradeció las cervezas y le dijo: — Yo abandoné este lugar, la abandoné a ella. Me abandoné y me fui a páramos demasiado reales donde hay que pagar cuentas y soñar con aquello que no tenemos. Ahí no hay espacio para musas, poesía o experiencias paranormales. El consuelo consiste en tener momentos como este. Regresar a cuando creíamos en lo imposible. Soltó la mano del joven escritor y se alejó por un pasaje que tímidamente se iluminaba con la fresca luz de la madrugada.
