LOS PAZOS DE ULLOA (IV)

Emilia Pardo Bazán





VII

Volvía Julián preocupado a la casa solariega, acusándose de excesiva simplicidad por no haber reparado cosas de tanto bulto. Él era sencillo como la paloma; sólo que en este pícaro mundo también se necesita ser cauto como la serpiente… Ya no podía continuar en los Pazos… ¿Cómo volvía a vivir a cuestas de su madre, sin más emolumentos que la misa? ¿Y cómo dejaba así de golpe al señorito don Pedro, que le trataba tan llanamente? ¿Y la casa de Ulloa, que necesitaba un restaurador celoso y adicto? Todo era verdad: pero, ¿y su deber de sacerdote católico?

Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanillas y cabrifollos despedían grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Julián apreciaba por primera vez la dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido espíritu la madre naturaleza. Miró al cielo, oscuro y alto.

—¡Dios sobre todo! —murmuró, suspirando al pensar que tendría que habitar un pueblo de calles angostas y encontrarse con gente a cada paso.

Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de los Pazos. El postigo debía estar abierto. Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño.

Engolfose el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin reparar lo que hacía, arrojose Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces:

—¡Señor don Pedro… señor don Pedro!

Volviose el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón, jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente:

—¡Perra… perra… condenada… a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse… o te levanto con la escopeta!

Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el atrio; pero el mantelo de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo, se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la intrépida bailadora.

—¡La cena he dicho! —repitió brutalmente don Pedro.

Sin contestar, pero no sin gemir, dirigiose la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño y le tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba. Don Pedro se acercó entonces y, mudando de tono, preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho?

Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante sí a un padre que acababa de herir a su hijo. Y el padre resurgía, maldiciéndose a sí propio, apartando los rizos del chiquillo, mojando un pañuelo en agua y atándolo con cuidado indecible sobre la descalabradura.

—A ver cómo lo cuidas… —gritó dirigiéndose a Sabel—. Y cómo haces la cena en un vuelo… ¡Yo te enseñaré, yo te enseñaré a pasarte las horas en las romerías sacudiéndote, perra!

Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanecía parada, y su mano derecha tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual debía de tener alguna dolorosa contusión. En voz baja y lastimera, pero con suma energía, pronunció sin mirar al señorito:

—Busque quien le haga la cena… y quien esté aquí… Yo me voy, me voy, me voy, me voy…

Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable.

—¿Qué dices, bribona?
—Que me voy, que me voy… A mi casita pobre… ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay mi madre de mi alma!

Rompió la moza a llorar amarguísimamente, y el marqués, requiriendo su escopeta, rechinaba los dientes de cólera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje entró en escena. Era Primitivo, salido de un rincón oscuro; diríase que estaba allí oculto hacía rato. Su aparición modificó instantáneamente la actitud de Sabel, que tembló, calló y contuvo sus lágrimas.

—¿No oyes lo que te dice el señorito? —preguntó sosegadamente el padre a la hija.
—Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go —tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos.
—Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre.

Sabel no replicó más. Remangose la camisa y bajó de la espetera una sartén. Como evocada por alguna de sus compañeras en hechicerías, entró en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja de las greñas blancas, la Sabia, que traía el enorme mandil atestado de leña. El marqués tenía aún la escopeta en la mano: cogiosela respetuosamente Primitivo y la llevó al sitio de costumbre. Julián, renunciando a consolar al niño, creyó llegada la ocasión de dar un golpe diplomático.

—Señor marqués…, ¿quiere que tomemos un poco el aire? Está la noche muy buena… Nos pasearemos por el huerto…

Y para sus adentros pensaba:

—En el huerto le digo que me voy también… No se ha hecho para mí esta vida, ni esta casa.

Salieron al huerto. Oíase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los árboles se movía, tal estaba la noche de serena. El capellán cobró ánimos, pues la oscuridad alienta mucho a decir cosas difíciles.

—Señor marqués, yo siento tener que advertirle…

Volviose el marqués bruscamente.

—Ya sé… ¡chist! No necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos en que el hombre no es dueño de sí… Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres… Francamente, don Julián, según ellas sean… ¡Hay mujeres de mujeres, caramba…! ¡Y ciertas cosas acabarían con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le tocó al chiquillo.
—Yo no me refería a eso… —murmuró Julián—. Pero si quiere que le hable con el corazón en la mano, como es mi deber, creo no está bien maltratar así a nadie… Y por la tardanza de la cena, no merece…
—¡La tardanza de la cena! —prorrumpió el señorito—. ¡La tardanza! A ningún cristiano le gusta pasarse el día en el monte comiendo frío y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; ¡pero si esa mala hembra no tuviese otras mañas…! ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!… ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña? ¡Ja, ja! ¡Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, es el de no haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses!

Guardó silencio el capellán, sin saber qué responder a la inesperada revelación de celos feroces. Al fin calculó que se le abría camino para soltar lo que tenía atravesado en la garganta.

—Señor marqués —murmuró—, dispénseme la libertad que me tomo… Una persona de su clase no se debe rebajar a importársele por lo que haga o no haga la criada… La gente es maliciosa, y pensará que usted trata con esa chica… ¡Digo pensará! Ya lo piensa todo el mundo… Y el caso es que yo… vamos… no puedo permanecer en una casa donde, según la voz pública, vive un cristiano en concubinato… Nos está prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el escándalo y hacernos cómplices de él. Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme que hace tiempo no tuve un disgusto igual.

El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos.

Leria, leria… —murmuró—. Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez… No me predique un sermón, no me pida imposibles. ¡Qué demonio! El que más y el que menos es hombre como todos.
—Yo soy un pecador —replicó Julián—, solamente que veo claro en este asunto y, por los favores que debo a usted, y el pan que le he comido, estoy obligado a decirle la verdad. Señor marqués, con franqueza, ¿no le pesa de vivir así encenagado? ¡Una cosa tan inferior a su categoría y a su nacimiento! ¡Una triste criada de cocina!

Siguieron andando, acercándose a la linde del bosque, donde concluía el huerto.

—¡Una bribona desorejada, que es lo peor! —exclamó el marqués después de un rato de silencio—. Oiga usted… —añadió arrimándose a un castaño—. A esa mujer, a Primitivo, a la condenada bruja de la Sabia con sus hijas y nietas, a toda esa gavilla que hace de mi casa merienda de negros, a la aldea entera que los encubre, era preciso cogerlos así (y agarraba una rama del castaño triturándola en menudos fragmentos) y deshacerlos. Me están saqueando, me comen vivo… y cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier gañán de los que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, ¡tengo mientes de aplastarle los sesos como a una culebra!

Julián oía estupefacto aquellas miserias de la vida pecadora, y se admiraba de lo bien que teje el diablo sus redes.

—Pero, señor… —balbució—. Si usted mismo lo conoce y lo comprende…
—¿Pues no lo he de comprender? ¿Soy estúpido acaso, para no ver que esa desvergonzada huye de mí, y cada día tengo que cazarla como a una liebre? ¡Sólo está contenta entre los demás labriegos, con la hechicera que le trae y lleva chismes y recados a los mozos! A mí me detesta. A la hora menos pensada me envenenará.
—Señor marqués, ¡yo me pasmo! —arguyó el capellán eficazmente—. ¡Que usted se apure por una cosa tan fácil de arreglar! ¿Tiene más que poner a semejante mujer en la calle?

Como ambos interlocutores se habían acostumbrado a la oscuridad, no sólo vio Julián que el marqués meneaba la cabeza, sino que torcía el gesto.

—Bien se habla… —pronunció sordamente—. Decir es una cosa y hacer es otra… Las dificultades se tocan en la práctica. Si echo a ese enemigo, no encuentro quien me guise ni quien venga a servirme. Su padre… ¿Usted no lo creerá? Su padre tiene amenazadas a todas las mozas, de que a la que entre aquí en marchándose su hija, le mete él una perdigonada en los lomos… Y saben que es hombre para hacerlo como lo dice. Un día cogí yo a Sabel por un brazo y la puse en la puerta de la casa: la misma noche se me despidieron las otras criadas, Primitivo se fingió enfermo, y estuve una semana comiendo en la rectoral y haciéndome la cama yo mismo… Y tuve que pedirle a Sabel, de favor, que volviese… Desengáñese usted, pueden más que nosotros. Esa comparsa que traen alrededor, son paniaguados suyos, que les obedecen ciegamente. ¿Piensa usted que yo ahorro un ochavo aquí en este desierto? ¡Quiá! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos, mis montes y sotos les suministran leña, mis hórreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos hay un rebaño de bueyes y terneros que jamás se uncen para labrar mis tierras; se compran con mi dinero, eso sí, pero luego se dan a parcería y no se me rinden cuentas jamás…
—¿Por qué no pone otro mayordomo?
—¡Ay, ay, ay! ¡Como quien no dice nada! Una de dos: o sería hechura de Primitivo y entonces estábamos en lo mismo, o Primitivo le largaría un tiro en la barriga… Y si hemos de decir verdad, Primitivo no es mayordomo… Es peor que si lo fuese, porque manda en todos, incluso en mí; pero yo no le he dado jamás semejante mayordomía… Aquí el mayordomo fue siempre el capellán… Ese Primitivo no sabrá casi leer ni escribir; pero es más listo que una centella, y ya en vida del tío Gabriel se echaba mano de él para todo… Mire usted, lo cierto es que el día que él se cruza de brazos, se encuentra uno colgadito… No hablemos ya de la caza, que para eso no tiene igual; a mí me faltarían los pies y las manos si me faltase Primitivo… Pero en los demás asuntos es igual… Su antecesor de usted, el abad de Ulloa, no se valía sin él; y usted, que también ha venido en concepto de administrador, séame franco: ¿ha podido usted amañarse solo?
—La verdad es que no —declaró Julián humildemente—. Pero con el tiempo… la práctica…
—¡Bah, bah! A usted no le obedecerá ni le hará caso jamás ningún paisano, porque es usted un infeliz; es usted demasiado bonachón. Ellos necesitan gente que conozca sus máculas y les dé ciento de ventaja en picardía.

Por depresiva que fuese para el amor propio del capellán la observación, hubo de reconocer su exactitud. No obstante, picado ya, se propuso agotar los recursos del ingenio para conseguir la victoria en lucha tan desigual. Y su caletre le sugirió la siguiente perogrullada:

—Pero, señor marqués…, ¿por qué no sale un poco al pueblo? ¿No sería ése el mejor modo de desenredarse? Me admiro de que un señorito como usted pueda aguantar todo el año aquí, sin moverse de estas montañas fieras… ¿No se aburre?

El marqués miraba al suelo, aun cuando en él no había cosa digna de verse. La idea del capellán no le cogía de sorpresa.

—¡Salir de aquí! —exclamó—. ¿Y adónde demontre se va uno? Siquiera aquí, mal o bien, es uno el rey de la comarca… El tío Gabriel me lo decía mil veces: las personas decentes, en las poblaciones, no se distinguen de los zapateros… Un zapatero que se hace millonario metiendo y sacando la lesna, se sube encima de cualquier señor, de los que lo somos de padres a hijos… Yo estoy muy acostumbrado a pisar tierra mía y a andar entre árboles que corto si se me antoja.
—¡Pero al fin, señorito, aquí le manda Primitivo!
—¡Bah!… A Primitivo le puedo yo dar tres docenas de puntapiés, si se me hinchan las narices, sin que el juez me venga a empapelar… No lo hago; pero duermo tranquilo con la seguridad de que lo haría si quisiese. ¿Cree usted que Sabel irá a quejarse a la justicia de los culatazos de hoy?

Esta lógica de la barbarie confundía a Julián.

—Señor, yo no le digo que deje esto… Únicamente, que salga una temporadita, a ver cómo le prueba… Apartándose usted de aquí algún tiempo, no sería difícil que Sabel se casase con persona de su esfera, y que usted también encontrase una conveniencia arreglada a su calidad, una esposa legítima. Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entendía, es mejor casarse que abrasarse en concupiscencia, señor don Pedro. ¿Por qué no se casa, señorito? —exclamó, juntando las manos—. ¡Hay tantas señoritas buenas y honradas!

A no ser por la oscuridad, vería Julián chispear los ojos del marqués de Ulloa.

—¿Y cree usted, santo de Dios, que no se me había ocurrido a mí? ¿Piensa usted que no sueño todas las noches con un chiquillo que se me parezca, que no sea hijo de una bribona, que continúe el nombre de la casa… que herede esto cuando yo me muera… y que se llame Pedro Moscoso, como yo?

Al decir esto golpeábase el marqués su fornido tronco, su pecho varonil, cual si de él quisiese hacer brotar fuerte y adulto ya el codiciado heredero. Julián, lleno de esperanza, iba a animarle en tan buenos propósitos; pero se estremeció de repente, pues creyó sentir a sus espaldas un rumor, un roce, el paso de un animal por entre la maleza.

—¿Qué es eso? —exclamó volviéndose—. Parece que anda por aquí el zorro.
—El marqués le cogió del brazo.
—Primitivo… —articuló en voz baja y ahogada de ira—. Primitivo que nos atisbará hace un cuarto de hora, oyendo la conversación… Ya está usted fresco… Nos hemos lucido… ¡Me valga Dios y los santos de la corte celestial! También a mí se me acaba la cuerda. ¡Vale más ir a presidio que llevar esta vida!


VIII

Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo sería que en el interior o cupé no hubiese un asiento vacante. Tenía dispuesto su maletín: lo enviaría a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando así, miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser! Dios nos lleva y trae según sus fines… No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del paraíso… Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla… Estuvo próximo a inferirse el tercer rasguño, porque le dieron una palmada en el hombro.

Se volvió… ¿Quién había de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como venía? Afeitado también, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor, trascendiendo a jabón y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqué blanco, hongo azul, y al brazo un abrigo, parecía el señor de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con veinte grados más de educación y cultura que el anterior. De golpe lo comprendió todo Julián… y la sangre le dio gozoso vuelco.

—¡Señorito…!
—Ea, despachar, que corre prisa… Tiene usted que acompañarme a Santiago y necesitamos llegar a Cebre antes de mediodía.
—¿De veras viene usted? ¡Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta. ¡Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aquí entretanto…
—¡No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al tío Manolo, y a conocer a las primas, que sólo las he visto cuando eran unas mocosas… Si ahora me desanimo, no vuelvo a animarme en diez años. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y ponga el aparejo a la borrica.

En aquel punto asomó por la puerta un rostro que a Julián se le antojó siniestro, y acaso pensó otro tanto el marqués, pues preguntó impaciente:

—Vamos a ver, ¿qué ocurre?
—La yegua —respondió Primitivo sin alzar la voz— no sirve para el camino.
—¿Por qué razón? ¿Puede saberse?
—Está sin una ferradura siquiera —declaró serenamente el cazador.
—¡Mal rayo que te parta! —vociferó el marqués echando fuego por los ojos—. ¡Ahora me dices eso! ¿Pues no es cuenta tuya cuidar de que esté herrada? ¿O he de llevarla yo al herrador todos los días?
—Como no sabía que el señorito quisiese salir hoy…
—Señor —intervino Julián— yo iré a pie. Al fin tenía determinado dar ese paseo. Lleve usted la burra.
—Tampoco hay burra —objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solo músculo de su faz broncínea.
—¿Que… no… hay… bu… rraaaaa? —articuló, apretando los puños, don Pedro.
—¿Que no… la… hayyy? A ver, a ver… Repíteme eso, en mi cara.

El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente:

—No hay burra.
—¡Pues así Dios me salve la ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre!

Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.

—Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?
—Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas… Puede el señorito verla.

Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras. Primitivo y Julián le seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión del cazador. Allá en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se había coagulado desde el anca a los cascos. Julián experimentaba en el establo sombrío y lleno de telarañas, impresión análoga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace al marqués, quedose suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los mesó y refregó con furia, exclamando:

—Para que otra vez dejes acuchillar a los animales… toma… toma… toma…

Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo. Don Pedro se volvió hacia éste.

—Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián… Volando… Nos vamos a pie hasta Cebre… Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche.

Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y el saco; pero en vez de cargar ambos objetos a hombros, entregó cada bulto a un mozo de campo, diciendo lacónicamente:

—Vas con el señorito.

Sorprendiose el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamás perdonaba Primitivo la ocasión de acompañarle, y extrañaba su retraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro cruzaron rápidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó a disiparlo.

—Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están los castaños tan apretados, que no se ve… Ya andan allá los leñadores… Pero sin mí, no se desenvuelven…

Encogiose de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo se proponía ocultar en el soto la vergüenza de su derrota. No obstante, como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame.» Presintió resistencias, y pensó para su sayo:

—¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso… Y si cree que puede conmigo…

Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.

—¿Qué estará rumiando este zorro? —cavilaba el señorito—. Sin alguna no escapamos. ¡No, pues como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.

Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro. Julián le miraba sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capellán recordó algo también y se dirigió a la cocina.

—¡Sabel! —gritó—. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar un beso.

Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor. Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.

—Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera… Por las mañanas…
—Vámonos, vámonos… —apremió el marqués desde la puerta, como si recelase entrar junto a la mujer y el niño—. Hace falta el tiempo… Se nos va a marchar el coche.

Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la más leve señal, pues se volvió con gran sosiego a sus potes y trébedes. Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a Julián, aguardó dos minutos en la puerta, quizá con la ilusión recóndita de ser detenido por la muchacha: pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, y echó a andar por la senda abierta entre viñas que conducía al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno quebrado, y el señorito podía otear fácilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: ni una liebre brincaría por allí, sin que sus ojos linces de cazador la avizorasen. Aunque departiendo con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos, detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse. Vigiló más atento.

Acercábanse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde allí el arbolado se espesaba, y se dificultaba la precaución. Orillaron el soto, llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el camino más agrio y estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeron el golpe reiterado del hacha y el ¡ham! De los leñadores, que rareaban los castaños. Más adelante, silencio total. El cielo se cubría de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose velada y cárdena, presagiando tempestad. Julián recordó un detalle melancólico, la cruz a la cual iban a llegar en breve, que señalaba el teatro de un crimen, y preguntó:

—¿Señorito…?
—¿Eh? —murmuró el marqués, hablando con los dientes apretados.
—Aquí cerca mataron un hombre, ¿verdad? Donde está la cruz de madera. ¿Por qué fue, señorito? ¿Alguna venganza?
—Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria —respondió secamente don Pedro, que se hacía todo ojos para inspeccionar los matorrales.

La cruz negreaba ya sobre ellos, y Julián se puso a rezar el padrenuestro acostumbrado, muy bajito. Iba delante, y el señorito le pisaba casi los talones. Los mozos portadores del equipaje se habían adelantado mucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en la taberna. Para oír el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse y abrir paso a un cuerpo, necesitábanse realmente sentidos de cazador. El señorito lo percibió, aunque tenue, clarísimo, y vio el cañón de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no se perdería el disparo: el cañón no amagaba a su pecho, sino a las espaldas de Julián. La sorpresa estuvo a punto de paralizar a don Pedro: fue un segundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de tiempo inapreciable, lo que tardó en reponerse, y en echarse a la cara su arma, apuntando a su vez al enemigo emboscado. Si el tiro de éste salía, la bala se cruzaría casi con otra bala justiciera. La situación duró pocos instantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir sus fuerzas. El más inteligente cedió, encontrándose descubierto. Oyó el marqués el roce del follaje al bajarse el cañón que amenazaba a Julián, y Primitivo salió del soto, blandiendo su vieja escopeta certera, remendada con cordeles. Julián precipitó el Gloria Patri para decirle en tono cortés:

—¡Hola!… ¿Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre?
—Sí, señor —contestó Primitivo, cuyo semblante recordaba más que nunca el de una estatua de fundición—. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver si de aquí a Cebre sale algo que tumbar…
—Dame esa escopeta, Primitivo —ordenó don Pedro—. Estoy oyendo cantar la codorniz ahí, que no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidado cargar mi carabina.

Diciendo y haciendo, cogió la escopeta, apuntó a cualquier parte, y disparó. Volaron hojas y pedazos de rama de un roble próximo, aunque ninguna codorniz cayó herida.

—¡Marró! —exclamó el señorito fingiendo gran contrariedad, mientras para sí discurría: «No era bala, eran postas… Le quería meter grajea de plomo en el cuerpo… ¡Claro!, con bala era más escandaloso, más alarmante para la justicia. Es zorro fino».

Y en voz alta:

—No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encima y tenemos que apretar el paso… Marcha delante, enséñanos el atajo hasta Cebre.
—¿No lo sabe el señorito?
—Sí tal, pero a veces me distraigo.

(Continuará...)

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