DIARIO DE UN BOOMER: Posmoderno el que lo lea

Juan Alberto Campoy






No puedo saber cuál fue el día preciso, pero recuerdo perfectamente que ocurrió poco después de que el libro fuera publicado por la editorial Alfaguara el 5 de marzo de 2014. Estaba yo curioseando entre los anaqueles de la librería Antonio Machado, cuando, de repente, me di de bruces con “Memorial del Engaño”, novela que trata de la crisis económica de 2008. No sólo el tema de la novela me interesaba mucho, sino que, además, su autor, el escritor mexicano Jorge Volpi, me ofrecía la mayor de las garantías (su novela “En busca de Klingsor” me había encantado). Así que no había nada más qué hablar (conmigo mismo), ni nada más que ojear (ni que hojear): el libro sería mío. Mientras guardaba cola para comprarlo, me dispuse, de forma casi rutinaria, a leer la contraportada. Entonces caí en la cuenta de que aquel artefacto literario que tenía entre las manos no era ninguna novela, como yo creía, sino un libro de memorias (o más bien de confesiones), y de que no estaba escrito por Jorge Volpi, como yo creía, sino por J. Volpi (con ese nombre, creo que el lector disculpará mi confusión). Este tal J. Volpi no había nacido en México, sino al otro lado de Rio Grande, y no era novelista, sino algo mucho peor: delincuente financiero. Las estafas de J. Volpi, unidas a las de otros muchos desalmados –decía la contraportada- habían desembocado en la crisis económica conocida como “de las hipotecas basura”.

A pesar de la nueva información obtenida, el libro de marras seguía interesándome, pero bastante menos que antes. Ya no me fascinaba. Así que lo coloqué en el mismo sitio de donde lo había extraído y salí de la librería por la misma puerta por donde había entrado.

Pasó el tiempo (el tiempo siempre pasa, el cabrón, no para quieto) y un buen día (no recuerdo ahora cómo, pero eso es lo de menos) me enteré de que todo aquello que, en un primer momento, yo había creído cierto (esto es que “Memorial del engaño” era una novela y que su autor era Jorge Volpi) era, efectivamente, cierto, y que todo aquello que había leído en la contraportada (¡y también en las solapas, ojo!) era completamente falso. En resumidas cuentas, el tal J. Volpi no existía, era un ser imaginario, producto de la mente enferma (de literatura) y juguetona (en exceso) de Jorge Volpi. El asunto no me hizo ninguna gracia. Estos jueguecitos metaliterarios posmodernos (o modernos sin más, que el lector los califique cómo quiera) me parecen una estupidez del tamaño de las Torres Petronas. Mi reacción no se hizo esperar. En ese mismo instante tomé la firme decisión de no comprar el libro jamás. Mi represalia, en cualquier caso, no puede considerarse sino como contenida: no abarcó a la totalidad de la obra de Jorge Volpi.

Uno de los personajes de “El rey Pálido”, el último libro de David Foster Wallace (libro inacabado, debido al suicidio del escritor, eso sí que es una causa de fuerza mayor), lleva el nombre de David F. Wallace. (Entiendo que Jorge Volpi se inspiró en este juego de nombres cuando escribió su novela). ¿Quien será David F. Wallace? ¿Quien será este hombre misterioso? ¿Será el autor? ¿Y, si lo fuera, eso implicaría la veracidad de todo lo que se diga en el libro? Tal vez sí, tal vez no. Porque, claro, si nos halláramos ante unas memorias, entonces lo que se cuenta sería verdadero, pero, si, por el contrario, nos encontráramos ante una autoficción, el autor estaría legitimado para contar alguna mentirijilla que otra. No me digan que no resultan desesperantes todas estas elucubraciones. Menos mal que no he leído el libro. Si lo hubiera hecho (o mejor dicho, si lo hubiera intentado) estaría que me subiría por las paredes. Estas patochadas posmodernas me sacan de quicio. Pero no he terminado. La historia sigue. A David Foster Wallace no se le ocurrió otra cosa que colocar el prefacio del libro cuando éste anda ya bastante avanzado: en el capítulo 9. Así empieza el atípico prefacio: “Aquí el autor. Quiero decir el verdadero autor, el ser humano que sostiene el lápiz, no una de esas personas abstractas y narrativas”. Y, a continuación, el “verdadero autor” se toma la molestia de informarnos de que todo lo que se nos ha contado y se nos va a contar es también verdadero. Existe, sin embargo, un detalle inquietante y que, hasta donde yo sé, no ha sido advertido por los críticos: el presunto autor no se identifica a sí mismo ni como David Foster Wallace ni como David F. Wallace, sino como David Wallace. ¡Un tercer nombre! ¡La bromita se las trae! Tiene usted suerte, señor Wallace, de que no me gusta ensañarme con la gente que ya no puede defenderse, pero, la verdad, ¡dice usted cada majadería! ¿Qué crédito puede tener todo lo que se diga en un prefacio situado en el capítulo 9? ¿No sabe usted que, por su propia etimología, la palabra “prefacio”, tanto en español como en inglés (“foreword”), significa aquello que va en primer lugar, aquello que precede al resto de la narración?

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.