Carlos E. Luján Andrade

Desde que nacemos, viajamos. Al principio es una partida biológica: las células se transforman en formas más complejas, y poco a poco nos vamos convirtiendo en un organismo que adquiere conciencia.
Es entonces cuando el viaje se parte en dos (aunque algunos no estén muy de acuerdo): el que realiza el cuerpo, hacia su madurez y su destrucción, y el de la conciencia y el espíritu, que nos empuja a alejarnos de las orillas para emprender travesías que nos enseñen el mundo al que hemos sido arrojados. Este segundo viaje nos muestra nuestro reflejo con una potencia que ni el espejo más perfecto podría ofrecer, porque, como diría Fernando Pessoa:
“El viaje es el viajero. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.”
Más aún, el devenir de la humanidad ya nos hace experimentar la realidad de formas extraordinarias cuando nos encontramos sometidos a desastres naturales, conflictos bélicos, crisis financieras, revoluciones, pandemias u otros acontecimientos que remecen los paradigmas. Cambiamos de súbito la percepción que tenemos del entorno y, en cierta forma, nos paralizamos hasta comprender cabalmente la magnitud del cambio. No obstante, aunque el mundo esté siendo remecido, hay quienes desean ser testigos de ese temblor.
Por eso, presentar este libro es, en cierta forma, hablar del impulso que nos lleva a movernos cuando todo parece detenerse.
Es contar la historia de un hombre que decidió emprender un viaje por Europa en pleno 2020, en ese momento insólito cuando el mundo entero se vio reducido al miedo, a la distancia y al encierro.
En Solo quería ver, Wari Gálvez Rivas no escribe solo un diario de trayectos y museos. Lo que encontramos aquí es algo más íntimo y más difícil: el relato de alguien que quiso mirar de verdad.
Porque viajar no es, como bien dice el propio autor, solo abordar un tren o tomar un avión; el verdadero viaje comienza mucho antes, en la memoria, en la imaginación, en esa chispa de curiosidad que encienden las palabras de un libro, la imagen de una fotografía, la anécdota de un amigo.
Lo primero que sorprende de este viaje es que no nació de la temeridad, sino de la conciencia de la fragilidad.
El autor no es un turista que colecciona ciudades por vanidad; es un observador atento que domina varios idiomas, que investiga antes de cada paso, que quiere entender el pulso secreto de cada lugar. Pero al mismo tiempo, algo de juventud interior lo empuja a seguir, incluso cuando todo parece invitar a quedarse quieto.
Ese gesto —salir cuando todos retroceden, mirar cuando todos cierran los ojos— es, tal vez, el núcleo más valioso del libro.
Wari recorre Bruselas, Brujas, Ámsterdam, París, Bucarest, Budapest, Estambul, Cracovia, Lisboa…
Pero lo hace con una mirada que no se conforma con la superficie.
En Bruselas, observa planicies y cielos que le recuerdan los lienzos de Millet; en Brujas, descubre un rostro cansado que evoca El hombre del turbante de Jan van Eyck.
En La Haya, tres personas —Wulf, Danna y Julianna— le traen a la memoria las figuras anónimas de Brueghel el Viejo. Es un viajero que ve cuadros donde otros ven calles; que encuentra historia en un gesto, en un silencio, en un mercado casi vacío.
Al llegar a Ámsterdam, visita la casa de Rembrandt, detenida en el tiempo, y se detiene ante retratos de personas negras pintados por el maestro y sus discípulos.
Allí reflexiona sobre la fuerza de la mirada: qué vemos realmente cuando observamos a otro, qué nos revela y qué nos oculta cada rostro.
En París encuentra el contraste más duro: plazas vacías, gente que parece caminar sin rumbo, negacionistas del virus y resignados por igual.
Pero también descubre la Torre Eiffel, descrita como un Benjamin Button que rejuvenece en la mirada de cada generación.
Un símbolo que sobrevive a modas, a guerras, a pandemias, y que sigue siendo testigo —impasible y brillante— de la ciudad.
Visita la casa de Van Gogh y escribe algo que me parece esencial: que una pintura no termina cuando el pintor deja el pincel; se completa cuando alguien, años después, la contempla y la llena de sentido propio.
En la casa de Ana Frank reflexiona sobre la inocencia interrumpida, el odio y la fragilidad de la vida, recordando que todos, alguna vez, fuimos ese niño que escribe para no desaparecer.
Frente a la casa descuidada de Flaubert, siente la paradoja de que quizás los escritores solo viven de verdad en sus páginas.
Y en la casa de Beethoven, ante sus objetos para combatir la sordera, comprende el anhelo de no perder el sonido del mundo.
Pero el viaje tiene también su quiebre: en Estambul, el autor enferma de COVID.
Solo, en una ciudad extraña, siente el miedo verdadero de no volver.
Escribe instrucciones por si no sobrevive; continúa, pese a todo, su libro de cuentos.
Ese momento cambia la voz del relato: deja de ser el de un viajero curioso y se vuelve el de un hombre que mide la cercanía de la muerte, que descubre la fragilidad no como idea, sino como experiencia viva.
Tras recuperarse, sigue viajando: Bucarest, con sus historias de gitanos; Budapest, con su melancolía; Cracovia y el silencio terrible de Auschwitz, donde reflexiona sobre la tolerancia y el valor infinito de cada segundo de vida.
En Róterdam, un mercado casi callado le recuerda, por contraste, el bullicio caótico de La Parada de Lima.
En Lisboa, siente el peso dulce de la saudade.
No es solo un inventario de ciudades; es un recorrido interior, donde cada paisaje provoca una pregunta, cada rostro una reflexión.
El propio autor nos advierte:
“Desconfío de la literatura de viajes. Hay más imaginación de lo que suponemos. Un viaje, en realidad, nos sirve más para conocer al autor que a los lugares que recorre.”
Y nos recuerda algo aún más hondo: que quien viaja de verdad no lo hace solo para conocer el mundo, sino para conocer(se).
Viajar es también preguntarse quiénes somos, por qué miramos lo que miramos, qué esperamos encontrar al otro lado del miedo.
Al final del libro, de regreso a Alemania, Gálvez reflexiona sobre la pandemia: cómo nos cambió costumbres, rutinas, certezas; cómo amplificó las desigualdades y la soledad.
Confiesa que no sentía alegría por volver a Lima; temía no reconocerla.
Pero dice también:
“Si hubiera cedido al temor de morir, habría pasado esos meses inmóvil, sumergido en malas noticias. Eso sí hubiera sido una forma lenta y tortuosa de morir. Pero no lo hice. Escribí, caminé, observé, lloré, y volví entero, aunque con cicatrices invisibles.”
Tal vez esa sea la enseñanza más valiosa de Solo quería ver: No se trata de los kilómetros recorridos, ni de las fotos tomadas, ni siquiera de la historia que cuenta cada ciudad. Lo esencial está en la mirada: en atreverse a ver, incluso lo incómodo, incluso lo que asusta.
Este libro no busca dejar una huella en el mundo, sino dejar que el mundo deje una huella en quien lo escribe. No es un viaje para mostrarse, sino para transformarse.
Y ese gesto —más que valiente, profundamente humano— nos invita a repensar nuestros propios viajes, nuestras zonas de confort, nuestras preguntas más hondas, porque, como escribe el autor, cada viajero tiene sus propias razones.
Y al final, el viaje más largo, el más difícil y el más importante, es siempre hacia el interior de uno mismo.
