OTOÑO ALEMÁN (I)

Stig Dagerman






En el otoño de 1946, las hojas otoñales cayeron por tercera vez después del famoso discurso de Churchill sobre la inminente caída de las hojas. Era un otoño triste, con lluvia y frío, con crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron trenes a las zonas occidentales con refugiados del Este. Gente haraposa, hambrienta e indeseada se apretujaba en la fétida oscuridad de las barracas ferroviarias de mercancías, o en los altos y enormes blinkers sin ventanas, semejantes a esos depósitos de gas rectangulares, y que emergen como colosales monumentos erigidos en honor de la derrota en las arrasadas ciudades alemanas. Esa gente, aparentemente insignificante, marcó de amargura y rencor ese otoño alemán, a pesar de su silencio y de su pasiva claudicación. Adquirieron importancia por el simple hecho de llegar incesantemente y por ser numerosos. Quizás adquirieron importancia no a pesar de su silencio sino gracias a él, ya que nada expresado puede estar tan cargado de amenazas como lo no expresado. Su presencia fue al mismo tiempo odiosa y bienvenida; odiosa porque los que llegaban no traían consigo más que hambre y sed; bienvenida porque alimentaban sospechas que sólo esperaban ser nutridas, una desconfianza que sólo esperaban que fuese confirmada y un desconsuelo que se hubiera querido ver bajo control.

¿Quién que haya vivido en carne propia ese otoño alemán puede decir que tal desconfianza no tenía razón de ser o que era infundado tal desconsuelo? Se puede afirmar que esas corrientes interminables de refugiados que anegaban la planicie alemana desde el curso inferior del bajo Rin y del Elba, hasta las altas mesetas que rodean Munich, constituyeron uno de los hechos mis importantes de la política interior de este país sin política interior. Otro hecho de la misma magnitud que el de la política interior fue, entre otros, la lluvia, que llegó a llenar con dos pies de agua los sótanos habitados de la región del Ruhr.

(Uno se despierta, suponiendo que haya dormido, tiritando de frío en un lecho sin mantas, y se va hasta la estufa, con el agua fría por encima de los tobillos, y uno intenta prender fuego con las ramas verdes de un árbol abatido por los bombardeos. Detrás, en algún lugar sobre el agua, tose un niño con una tos de adulto tuberculoso. Si se consigue al fin encender esa estufa que ha sido sacada de alguna ruina arriesgando la vida, y cuyo dueño llevaba un par de años enterrado algunos morros bajo ella, el humo invade el sótano y los que tosían, tosen aún más. Sobre la estufa hay una olla llena de agua —el agua abunda— y agachándose se recogen algunas patatas del suelo invisible del sótano. El que está de pie con el agua fría hasta los tobillos, pone esas patatas en la olla y espera que con el tiempo sean comestibles, pese a que ya estaban congeladas cuando dio con ellas.

Los médicos que cuentan a los periodistas extranjeros las costumbres culinarias de esas familias, explican que lo que se cuece en esas ollas es indescriptible, tan indescriptible como su modo de vida en general. La carne sin nombre que de alguna forma consiguen adquirir o las verduras sucias que encuentran. Dios sabe dónde, no son indescriptibles; son absolutamente repugnantes. Pero lo que es repugnante no es indescriptible, es simplemente repugnante. Del mismo modo se puede refutar a aquellos que dicen que la miseria que sufren los niños en esos sótanos es indescriptible. Si se quiere se puede describir perfectamente, se puede decir que el hombre que está en el agua al lado de la estufa, la abandona a su suerte, y se acerca a la cama donde los tres niños tosen y les ordena que se vayan a la escuela inmediatamente. Ese sótano esta lleno de humo, hambre y frío, y los niños, que han dormido vestidos, pisan el agua que casi les llega al limite de sus bolas raídas y atraviesan el pasillo oscuro donde duerme gente, suben por la escalera oscura donde también duerme gente y salen fuera donde reina el frío y húmedo otoño alemán. Faltan dos horas para que la escuela comience y los maestros cuentan a los visitantes extranjeros la falta de compasión de los padres que echan a sus hijos a la calle. Pero se puede discutir con esos maestros el significado de la compasión en este caso. El aforista nazi explicaba que la compasión del verdugo consiste en la rapidez o certeza de su golpe. La compasión de esos padres consiste en echar a sus hijos del agua que reina en el interior a la lluvia que cae en el exterior, de la humedad del sótano al tiempo gris de la calle.

Naturalmente no van a la escuela; primero, porque la escuela no ha abierto todavía; después, porque la expresión «ir a la escuela» es un eufemismo de esos que la miseria impone masivamente a aquellos que deben hablar el lenguaje de la miseria. Salen a robar o a conseguir algo comestible empleando la técnica del robo, o alguna otra menos punible si es posible. Se podría describir el matutino paseo «indescriptible» de esos tres niños hasta la hora en que la escuela empieza, verdaderamente, y después dar una serie de imágenes «indescriptibles» del paisaje que pueden ver desde sus bancos: de las tablas clavadas en la ventana para que no entre el frío y que al mismo tiempo impiden que entre la luz exterior, de modo que debe haber una lámpara encendida todo el día, una lámpara con una luz tan tenue que casi es imposible leer el texto que hay que copiar; de la vista del patio que por tres lados está rodeado por unas ruinas de tipo internacional de unos tres metros de altura y que al mismo tiempo hacen las veces de retretes escolares.

Al mismo tiempo convendría describir las ocupaciones «indescriptibles» de aquellos que se han quedado en casa, en medio del agua, o los «indescriptibles» sentimientos que invaden a la madre de tres hijos hambrientos, cuando éstos le preguntan por qué no se pinta como la señora Schulze y después recibe chocolate, conservas y cigarrillos de un soldado aliado. Tanto la honestidad como la decadencia moral en ese sótano lleno de agua son tan «indescriptibles» que esta madre responde que ni siquiera los soldados de un ejército liberador tienen tanta compasión que se conformen con un cuerpo sucio, lacio y que envejece por momentos cuando la ciudad está llena de cuerpos más jóvenes, más fuertes y más limpios).

Ese sótano fue sin duda uno de los acontecimientos de máxima importancia en la política interior de ese otoño. Otro acontecimiento análogo fue el de la hierba, los arbustos y el musgo que crecían en los montones de ruinas en Dusseldorf y Hamburgo, por ejemplo (ya van tres años que el señor Schumann, de camino al trabajo en el banco, pasa al lado de las ruinas del barrio vecino y discute cada día con su esposa y con sus compañeros de trabajo sobre si esta vegetación debe considerarse un progreso o una regresión). Las caras pálidas de la gente que vive en las barracas y los búnkers por cuarto año consecutivo, y que hacen pensar en los peces que se asoman a la superficie del agua para respirar, y el llamativo rubor de las chicas que algunas veces al mes reciben chocolates, una cajetilla de Chesterfield, estilográficas o jabones, fueron otros hechos fáciles de constatar y que marcaron ese otoño alemán, al igual que habían marcado antes el invierno, la primavera y el verano alemán que lo precedieron. Aunque la marca fue mucho más importante en el otoño ya que la incesante llegada de refugiados del Este empeoró siempre más la situación.

Naturalmente siempre es doloroso hacer la enumeración de cosas tristes y penosas, pero a veces es necesario hacerlo. Si uno quisiera atreverse a hacer un comentario sobre el ambiente de rencor hacia los aliados, mezclado de autodesprecio, de apatía, y de la tendencia general a hacer comparaciones donde el presente siempre sale mal parado, lo cual sin duda es la impresión dominante de los visitantes de ese triste otoño, tendría que tener en cuenta una serie de acontecimientos y de situaciones físicas. Es importante recordar que estas declaraciones que expresaban descontento y hasta desconfianza hacia la buena voluntad de las democracias victoriosas, no fueron proferidas en el vacío, ni desde la escena de un teatro con un repertorio ideológico, sino en los sótanos concretos de Essen, de Hamburgo o de Frankfurt sobre el Main. En la imagen otoñal de esta familia en el sótano inundado, también hay un periodista que, equilibrándose sobre unas tablas de madera, entrevista a sus miembros acerca de la recién estrenada democracia alemana; les pregunta cuáles son sus esperanzas e ilusiones y sobre todo les pregunta si vivían mejor durante la época de Hitler. La respuesta a esa pregunta hace que el visitante, con un movimiento de rabia, asco y desprecio, salga rápidamente a reculones de la habitación pestilente, se siente en su automóvil ingles o en su jeep norteamericano de alquiler para, media hora más tarde, tomando una bebida o una buena cerveza alemana en el bar del hotel reservado a la prensa, escribir un artículo sobre el tema «El nazismo sobrevive en Alemania».

La apreciación que este periodista y otros periodistas o visitantes extranjeros en general mandaban al mundo sobre el estado espiritual de esta Alemania del tercer otoño, y que contribuyó a que esa imagen fuese generalmente aceptada, era en parte cierta. Les preguntaban a los alemanes de aquellos sótanos si vivían mejor durante la época de Hitler y estos alemanes respondían que sí. Si se le pregunta a alguien que se está ahogando si estaba mejor cuando estaba en el muelle, la respuesta será que sí. Si se le pregunta al que pasa hambre y sólo tiene dos rebanadas de pan que comer al día si estaba mejor cuando pasaba hambre comiendo cinco rebanadas, sin duda responderá lo mismo. Cualquier análisis de la posición ideológica del pueblo alemán durante ese difícil y duro otoño, cuyos límites deben retrotraerse hasta el presente, ya que la aguda necesidad y miseria que lo caracterizó todavía existen, será profundamente erróneo si no se sabe al mismo tiempo dar una imagen fiel del ambiente y de la forma de vivir a la que está obligada la gente que se analiza. Un reconocido periodista francés me pidió, con buena intención y en interés de la objetividad, que leyese los periódicos alemanes en vez de ir a ver las viviendas alemanas y a oler sus ollas. ¿No es acaso ésa la actitud que caracteriza a una gran parte de la opinión mundial y que ha hecho que el señor Gollanz, el editor judío de Londres, después de un viaje por Alemania en el otoño de 1946 vea «los valores del mundo occidental en peligro», valores que consisten en el respeto de la personalidad aun cuando esa personalidad ya ha perdido nuestra simpatía y nuestra compasión, es decir nuestra capacidad de reacción ante el sufrimiento, sea éste merecido o inmerecido?

Se oyen voces decir que antes se vivía mejor, pero se las aísla de la situación en que se encuentran los que las proclaman y se escuchan como se escucha una voz en el desierto. A eso se le llama objetividad porque se carece de imaginación para representarse tal situación, incluso podría tal imaginación set rechazada por razones de decencia morid bajo el pretexto de que llame a una simpatía excesiva. Se analiza; pero en realidad es un chantaje analizar la posición política del hambriento sin analizar al mismo tiempo su hambre.

Sobre las crueldades del pasado llevadas a cabo por alemanes dentro y fuera de Alemania, sólo puede prevalecer una opinión, ya que sobre la crueldad en general, sea cual sea su forma y sus autores, sólo puede prevalecer una opinión. Si no es cruel a su vez considerar el sufrimiento alemán que se relata en este libro como justificado, dado que, sin duda, es la consecuencia de una fallida guerra de conquista alemana, es otra cosa. Ya desde una perspectiva jurídica esta forma de ver es totalmente errónea puesto que la miseria alemana es colectiva, mientras que las crueldades alemanas, a pesar de todo, no lo fueron. Además, el hambre y el frío no forman parte de las formas de castigo previstas por la justicia legal, por la misma razón que tampoco forman parte de ella la tortura y los malos tratos: y un castigo moral que condena a los acusados a una existencia inhumana, es decir a una existencia que rebaja el valor humano de los condenados en vez de elevarlo, lo cual debiera ser la intención tácita de la justicia terrenal, ha perdido la razón de ser.

El propio principio de culpa y retribución podría concebirse como razonable si los «jueces» abogasen por un principio diametralmente opuesto al que ha llevado a que la gran mayoría de los alemanes vivieran ese otoño como un frío y lluvioso infierno de ruinas. Pero no es así: la acusación colectiva contra el pueblo alemán es en realidad por obediencia ad absurdum, obediencia incluso en los casos en que la desobediencia hubiese sido lo único humanamente razonable. Pero, si lo pensamos bien, ¿no es acaso esta obediencia lo que caracteriza la relación de los individuos con las clases dirigentes en todos los Estados del mundo? Ni siquiera en Estados con un bajo índice de coerción se puede evitar que el deber de obediencia del ciudadano al Estado choque con su deber de amor y de respeto al prójimo (es el caso del alguacil que echa los muebles de una familia a la calle, o del oficial que permite que un subordinado muera en una batalla que no le atañe). Lo importante en el momento de la verdad es el reconocimiento del principio del deber de obediencia. Cuando este principio ha sido reconocido, se ve pronto que el Estado que exige obediencia dispone de medios para obligar a la obediencia incluso en lo más repulsivo. La obediencia al Estado es indivisible.

El periodista que salió a reculones del sótano inundado del Ruhr es por lo tanto, en la medida en que su reacción fue debida a principios morales conscientes, una persona inmoral, un hipócrita. Él cree ser realista, pero nadie es menos realista que él. Con sus propios oídos oyó a la familia hambrienta reconocer que vivía mejor con Hitler. Cuando ha oído a muchas otras familias en otros sótanos, quizás algo mejores, reconocer lo mismo, llega a la conclusión de que el pueblo alemán sigue infectado por el nazismo. Su carencia de realismo consiste en considerar a los alemanes como un bloque soldado que irradia heladas emanaciones de nazismo, y no como una multitud variopinta de individuos hambrientos y temblorosos de frío. La razón por la cual se siente particularmente irritado por la respuesta a su compleja pregunta se debe a su convicción de que el deber de los alemanes de los sótanos consiste en sacar lecciones políticas de la humedad de los sótanos, de la tuberculosis y de la escasez de comida, de ropa y de calor. La sustancia de esas lecciones debiera ser que la política de Hitler y su propia participación en la aplicación de ésta, la que los ha llevado a la miseria, es decir, a ese sótano inundado. Cualquiera que sea la verdad, esta forma de ver el problema revela una carencia de realismo y de conocimiento psicológico.

Se les exigía a los que acababan de sufrir ese otoño alemán que aprendieran de su desgracia, sin pensar que el hambre es un mal pedagogo. El que tiene hambre de verdad, viéndose sin recursos, no se culpa a sí mismo por su hambre sino a aquellos de quienes puede esperar ayuda. El hambre tampoco conduce a la comprensión de la relación causa-efecto; el que está permanentemente hambriento no tiene fuerzas para encontrar otras causas que las más cercanas, lo que en este caso significa que culpa a aquellos que, tras derribar al régimen que antes cuidaba de su manutención, se ocupan bastante peor del cumplimiento de esos deberes.

Este razonamiento no es particularmente moral, pero el hambre poco tiene que ver con la moral. «Erst kommt das Fressen, dann die Moral…»[1] La Ópera de los tres centavos fue representada en muchos lugares de Alemania durante ese otoño y fue recibida con entusiasmo, pero se trataba ya de otro entusiasmo: lo que antes había sido una crítica social corrosiva, una carta abierta a la responsabilidad social escrita con agudeza diabólica, se había convertido en el gran himno a la irresponsabilidad social.

La guerra es otro flaco pedagogo. Si se le sonsacaba al alemán del sótano las lecciones que había extraído de la guerra, se podía saber que no era precisamente al régimen que la inició al que odiaba y despreciaba, por la simple razón de que el peligro constante de muerte no enseña más que dos cosas: a tener miedo y a morir.

En resumen, la situación en la que el visitante encontró al pueblo alemán en ese otoño de 1946 era sencillamente tal, que era moralmente imposible sacar conclusión alguna de sus opiniones ideológicas. El hambre es una forma de imprevisión, no sólo un estado físico sino psíquico, que no deja lugar para los pensamientos coherentes. Eso hizo que uno oyera cosas que le desagradaron profundamente pero que, dada la situación, no permitían hacer pronósticos muy seguros. Yo mismo no oí nada que fuese más repulsivo que la declaración de un director de banco de Hamburgo que opinaba que los noruegos debían agradecer la ocupación alemana, puesto que gracias a ello habían conseguido un número nada desdeñable de carreteras de montaña.

La apatía y el cinismo («… dann kommt die Moral») caracterizaron también la reacción ante los dos sucesos políticos más importantes: las ejecuciones de Nuremberg y las primeras elecciones libres. En Hamburgo la gente se apretujaba en grupos grises frente a los paneles informativos en los que se anunciaba que las penas de muerte habían sido ejecutadas. Nadie dijo una palabra. Cada uno lo leía y seguía su camino. No se mostró siquiera un rostro grave, sólo indiferencia. Es cierto que en Wuppertal, en una escuela superior para niñas, el 15 de octubre aparecieron las alumnas vestidas de luto; que en un puente de Hannover se pintó durante la noche con grandes letras blancas imborrables «Pfui Nürnberg» («Nuremberg ¡fuera!»); que en una estación del metro, ante un afiche de un bombardeo aéreo, un hombre me agarró del brazo y me dijo con rabia: «A los que hicieron eso, a ésos no los condenarán». Pero esto sólo fueron excepciones que confirmaron la indiferencia alemana. Y en un Berlín silencioso como un cementerio, el domingo 20 de octubre, primer día de las elecciones libres, fue un domingo muerto como cualquier otro domingo. No hubo ni un asomo de entusiasmo o de alegría entre los votantes alemanes, mortalmente silenciosos.

Hubo elecciones en diferentes lugares de Alemania durante todo el otoño. La participación fue quizá sorprendentemente vivida, pero la actividad política se limitó al procedimiento de la votación. La situación era tal que los pronósticos sobre los resultados finales debieron ser muy cautelosos. Victoria socialdemócrata y derrota comunista; dos hechos claros pero lejos de ser tan daros como lo serían en una sociedad que funcionase normalmente. La propaganda electoral socialdemócrata se centró mayormente en problemas de política exterior, es decir en Rusia; la comunista, en problemas de política interior, es decir en el pan. Puesto que las condiciones en los sótanos eran tales, no se puede decir que los resultados electorales demostraron un instinto democrático en el pueblo alemán; es más exacto decir que el miedo pudo más que el hambre.

Igual que no puede sacarse ninguna conclusión general sobre la implantación del nazismo entre los alemanes a partir de unas palabras amargas pronunciadas en los sótanos alemanes, también es un error de igual magnitud usar la palabra democracia en relación con los resultados de los votos de ese otoño. Cuando se vive al borde de la muerte por inanición no se lucha en primer lugar por la democracia, sino para alejarse lo máximo posible de ese borde. La cuestión es si las elecciones libres no llegaron demasiado temprano. Como iniciación a la democracia no tuvieron sentido, ya que fueron negativamente afectadas por muchos factores importantes en el plano de la política exterior; la limitación de la libertad de movimiento de los políticos alemanes hizo que los escépticos viesen las elecciones con desconfianza, como una maniobra táctica por parte de los aliados para canalizar el descontento por la política aliada de abastecimiento del gobierno alemán. Un pararrayos y nada más. Las precondiciones para la democracia no debieron ser unas elecciones libres sino un mejor abastecimiento y una existencia con esperanza. Todo disminuía la esperanza: raciones ínfimas y como contraste el buen suministro de los soldados aliados; el mal organizado desmontaje de las instalaciones militares, por el que el material incautado se entregaba a merced del óxido bajo la lluvia otoñal; la forma de desalojar a cinco familias alemanas para hospedar a una familia aliada y, sobre todo, el método de acabar con un régimen militarista a través de un régimen militar e intentar imbuir desprecio hacia los uniformes alemanes en un país inundado por aliados. Nada de esto contribuyó a preparar la tierra en que debe crecer la voluntad democrática, contrariando el claro propósito de los mismos aliados.

En una palabra, el periodista que salió a reculones del sótano otoñal tenía que haber sido más humilde; humilde ante el sufrimiento, aunque éste fuese merecido, porque el sufrimiento merecido es igual de duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los pies, y esos tres dolores extremadamente concretos no deben olvidarse al pensar en la corriente cruda de amargura y rencor que emanaba de este lluvioso otoño alemán de la posguerra.

(Continuará...)

  1. Primero la comida, después la moral. (N del T)

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