Lugares abandonados (VIII): “El sueño como desvío”

Carlos E. Luján Andrade

Visión invertebrada. Collage sobre cartulina-Carlos E. Luján Andrade



Los sueños representan una alternativa, una pausa en el hilo conductor que es la vida real. Ni siquiera una pesadilla puede ser despreciada; es un camino temporal abominable, paralelo e imposible respecto de lo ya predicho por lo vivido de antemano. Como decía André Gide en Los alimentos terrestres: “El presente estaría lleno con todos los porvenires si el pasado no proyectase ya en él una historia. Pero ¡ay!, un pasado único propone un único porvenir –lo proyecta ante nosotros como un puente infinito en el espacio.” Y, sin embargo, bajo el sueño, podemos burlar ese único porvenir, alterar nuestro orden cronológico para indagar en aquello irreal e imposible.

Hace unas noches tuve un sueño de esos que no tienen explicación —o quizás sí—, y fue una reunión, insólita y actual, con el filósofo Arthur Schopenhauer. Me encontraba sentado leyendo dentro de un amplio salón, con techos altos y luces colgantes sobre mesas largas y continuas, rodeado de ventanales que daban a un lugar apacible, típico de un campus universitario. En un momento vi aproximarse, desde el fondo del salón, a tres hombres vestidos con trajes algo pasados de moda. Al parecer, uno era un profesor peruano y los otros dos parecían extranjeros. Uno era larguirucho, con el cabello corto, peinado con raya al costado y pequeños anteojos —parecido a Thomas Mann—; el otro, sin duda, era Arthur Schopenhauer: melena cana, grandes patillas blancas y surcos de arrugas en su rostro pálido.

Se sentaron a unas mesas frente a mí y comenzaron una entrevista que parecía haberse vuelto aburrida. El profesor les hacía preguntas mientras anotaba en una hoja tras cada respuesta. Entre los alemanes se decían cosas al oído, y yo los observaba con atención. De pronto ya estaba junto a ellos, observando cómo había aparecido un cuarto hombre: un traductor, cuya presencia parecía innecesaria, pues el profesor también hablaba alemán.

Pasados unos minutos, no pude contenerme y le pedí al profesor hacerle una pregunta al filósofo alemán. Él dejó de marcar su hoja y me dijo: “Al final, deja que termine con mi cuestionario.” Así que regresé a mi asiento inicial, no sin antes pedirles una fotografía a ambos, que tomé con mi teléfono celular. Al momento de hacerlo, vi a Schopenhauer sonreír efusivamente mientras abrazaba al que parecía ser Thomas Mann.

Luego de un rato, todos se levantaron de sus asientos y caminaron lentamente hacia la gran puerta de vidrio de la entrada. Ya en el patio exterior, me acerqué a Schopenhauer y le pedí que respondiera una pregunta. Sin mirarme, me contestó en español que sí, que la hiciera. Entonces le dije: “Usted tiene varias sentencias filosóficas en su Parerga y Paralipómena. Quería saber cómo un filósofo puede concluir una reflexión con una idea cerrada. ¿No se supone que siempre está abierto a otras posibles interpretaciones?”

El filósofo me miró con ojos paternales y me dio una respuesta que apenas logro recordar. Era algo así como: “Existen muchas interpretaciones, pero a veces debemos detenernos en una y continuar con otra cosa.” Después simplemente caminé a su lado, acompañándolo hacia una salida que se transformó en unas escaleras que conducían a una autopista: escalones de madera sostenidos por una estructura de metal. Detrás venían el clon de Thomas Mann y el profesor peruano.

De repente, algo se le cayó a Schopenhauer —un libro, una cartera, no lo sé—. Lo último que recuerdo es que bajé apresuradamente a recogerlo. Ahí termina el sueño, no sin antes reflexionar, quizás ya saliendo de la fase REM, que tanto Mann como Schopenhauer están muertos, y que es imposible tener una fotografía de ellos. Justo cuando empiezo a sacar mi teléfono para volver a ver las imágenes tomadas, me despierto.

He aquí mi mundo paralelo. Al regresar a la realidad, me sentí despistado, quizás como un astronauta fallido que nunca llega a la Luna, o como alguien que muere de sed en medio del mar.

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