Estefanía Farias Martínez

In a Village Near Paris (Street in Paris, Pink Sky) (1909)-Lyonel Feininger
I
Domingo, once menos diez de la mañana.
Un grupo de universitarias cruzan a paso rápido. Dos minutos más tarde se alinean en la acera, frente al parque de bomberos. La puerta de la cochera se abre a las once. Salen a escena siete maromos a pecho descubierto provistos de mangueras y productos de limpieza. El aseo del camión de bomberos apenas dura media hora. Ellas lo contemplan con respeto religioso. Cuando la puerta se vuelve a cerrar, las chicas se retiran en silencio hasta cruzar de nuevo el paso de cebra. Es entonces, lejos de oídos interesados, cuando las lenguas se agitan viciosas.
II
Lunes, una del mediodía.
Un hombre con cráneo arriñonado observa el muñeco del semáforo como si esperara que abandonara su puesto en cualquier momento.
Cómo le digo a mi mujer que tuve un ictus paseando por el parque. Fue un suave mareo, pero me asusté y fui a Urgencias. El médico no le dio importancia porque ya había pasado y a mi edad era normal, pero lo de saber que había sido un ictus a mí me dejó mal cuerpo. Podría callarme, pero ella se va a enterar; la enfermera que había hoy es la misma que viene a casa a controlarle la diabetes. Si mi mujer no fuera tan aprensiva. Va a matar del susto a los niños. Es capaz de llamar a toda la familia y hacer que se preparen para lo peor.
III
Martes, nueve de la noche.
Una pareja discutiendo acaloradamente. Ella grita, él escucha completamente mudo.
Me va a dejar por un pollo. Cómo iba a saber yo que era un olvido tan terrible. Me lo encargó ayer para la cena y cuando llegó de trabajar, no había pollo. Me dejó sin cenar aunque no sin bronca. Y hoy otra vez con lo mismo. Que como marido sería un asco y ella se quiere casar. Tres años a la mierda por un pollo.
IV
Miércoles, seis y media de la mañana.
Tres mujeres, emulando a un bodegón cubista, esperan a que cambie el semáforo.
No sé por qué no podemos cruzar si no hay un alma. Llevamos diez minutos aquí plantadas. Si tardamos más se acabarán los churros. Y el que nos invita al anís los miércoles se irá.
Está a punto de aparecer el municipal y el maldito semáforo sin cambiar. Con lo lentas que son éstas nos pondrá la multa otra vez. Yo si tengo que dejarlas tiradas, lo hago. Sólo en esta ciudad multan a los peatones por cruzar con el semáforo en rojo. Ese cabrón sabe que la calle es demasiado ancha y en este tramo hay mucho tráfico de peatones, por eso está ahí apostado de lunes a viernes. Hace el agosto.
Necesito que una de estas dos me cubra esta tarde, sólo es una hora, pero el supervisor de la segunda planta es un hijo de puta y si le pido permiso para salir antes se reirá en mi cara. Es que si no llevo yo al niño a la catequesis, no va y el padre como siempre tiene partidita de mus. Tengo que convencer al cura para cambiar al niño de grupo, no puedo hacer esto todas las semanas.
V
Jueves, dos y media de la tarde.
Una mujer en los treinta con gafas arcoiris y una camiseta de greenpeace comprueba el contenido de su maletín blanco.
O dejo de hacer visitas a domicilio o les cobro un extra. Me paso todo el día corriendo, si por lo menos fueran verdaderas urgencias. Pero a una iguana con piojos podía haberla llevado a la consulta. Supongo que el dueño está un poco nervioso desde que se le suicidó la tortuga. Nunca había visto algo así. Lanzarse desde un cuarto piso. Una tortuga.
VI
Viernes, siete y cuarto de la mañana.
Una mujer escuálida envuelta en un abrigo de paño.
Su turno en el ambulatorio era de ocho a dos, pero solía llegar a las siete y media porque ya conocía a los madrugadores. Las consultas no empezaban hasta las ocho y media. Cinco minutos antes llegaban los que tenían cita, pero los que intentaban hacerse un hueco entre citas hacían guardia en la sala de espera desde las siete y media. Sobre todo las de las recetas, que hasta la calceta llevaban porque a veces tenían que pasar allí toda la mañana para que el médico las atendiera, dependía de quién estuviera de turno. Algunos eran reacios, pero otros, nada más llegar, le daban a ella las recetas para los crónicos y ella las iba entregando. En más de una ocasión alguna de aquellas mujeres se llevaba prescripciones para familia y amigos, incluso vecinos.
VII
Sábado, tres y veinte de la mañana
Un grupo de hombres trajeados, todos con corbata negra, cruzan como bandada de estorninos.
—Las mujeres necesitan sexo durante el duelo. La muerte les provoca la ansiedad de concebir.
—Reproducirse es la función principal del ser humano. Si no te reproduces no eres un elemento válido para la sociedad.
—Me gustan las tías con cara de zorra.
—Las ayudas económicas a la familia incentivan la vagancia, es mejor evitarlo. A mi mujer se lo dejé claro desde el principio.
—Los extraterrestres no sólo existen, sino que nos observan y están esperando para acercarse a nosotros, pero son tan evolucionados mentalmente que no les vale cualquiera. Tienen que tratar con mentes privilegiadas y de ésas hay pocas en la tierra. Pero creedme algún día…
VIII
Domingo, dos y media de la tarde.
Un hombre con músculo de la flauta prominente y boina y una mujer bajita con zapatos de tacón rojos miran insistentemente hacia la puerta de la cafetería de enfrente.
Maldita la gracia que me hace ir a tomar café con esos dos. Son partidistas. Cuando él les contó que se había contagiado de la tuberculosis por culpa de un vaso mal lavado, les pareció una barbaridad, pero cuando les dije que me contagié de la enfermedad del beso de la misma forma me miraron fatal y a él le recomendaron que se hiciera un análisis. Lo peor fue cuando él dijo que ya se lo había hecho. Delante de ellos.
No la entiendo. Siempre pone mala cara cuando venimos a tomar café con ellos. Pero si son encantadores, a veces pienso que me comprenden mucho mejor que ella. Y se pondría hecha una furia si supiera que les conté lo de su “amigo sólo sexo” del verano pasado. A alguien se lo tenía que contar.
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