Carlos E. Luján Andrade

El sentido bidireccional. Collage sobre cartulina-Carlos E. Luján Andrade
En la secundaria uno cambia no solo en facciones, cuerpo y olores, sino que también deja atrás ese ostracismo infantil que la imaginación nos da. De niños ordenamos el mundo como los padres quieren que lo hagamos, y llegamos a acostumbrarnos y a creer que, en base a lo mostrado en la familia, debe partir el mundo.
Es por eso que, cuando entré al primer grado de secundaria, me encontré con alumnos que me distanciaban tanto en pensamiento como en aspecto: adolescentes envejecidos, con cuerpos de profesores, rostros maltratados por el acné y cicatrices. Aquello me daba una idea de la cantidad de años que me separaban de ellos. Las conductas de esas personas eran independientes y muy seguras, seres abandonados a su propia suerte, sin importarles desaprobar un curso u obedecer a una autoridad. Y claro, para alguien de mi edad, no dejaba de desconcertarme esa actitud tan alejada de mis costumbres.
No se les podía ni siquiera tener lástima. Ellos estaban tranquilos con su manera de ver la educación. Podía observar sus libretas de notas repletas de desaprobados y, sin embargo, no mostraban ninguna preocupación en sus rostros. Era un cinismo incipiente, el que quizás usarían el resto de sus vidas ya con mayor destreza, ignorando los fracasos como si no fueran culpa suya.
No negaré que en cierto momento admiré dicha actitud, sobre todo cuando a mí tampoco me iba bien en los estudios. Pero no lo pude sostener: mi moral era demasiado rígida, y terminaba juzgando aquella conducta como digna de ser reprendida. Es así que no la mantuve por mucho tiempo, más aún porque mi familia no toleraba el fracaso escolar ni la desobediencia.
Siempre presentes, ellos mostraban a los adolescentes el desenfado que trae la naciente juventud, lo cual nos hacía sentir culpables de seguir siendo aún infantes. Nos hacían renegar del espíritu lúdico e imaginativo que todavía poseíamos. Veíamos alrededor a amigos —otrora compañeros de juegos— hacer desmedidos esfuerzos por fingir madurez, encontrándole valor a la actitud de aquellos que se mostraban fuera de las reglas de la infancia, de la obediencia a la autoridad familiar y escolar. Y cuántos habrán echado a perder su juventud siguiendo tales ejemplos: una liberación momentánea cuando la niñez nos queda chica, aprisionados en la obediencia infantil, para salir disparados hacia la adolescencia, como saltando fuera de un avión, sintiendo la libertad del espacio sin imaginar que se cae, y menos aún, el inevitable impacto.
Al pasar los años me doy cuenta de que, si bien la juventud es liberadora, audaz y valiente, cuando uno la sobrepasa, no debe ser tomada demasiado en serio, pues esta posee la expectativa de los años que uno ya vivió. Aceleran tanto porque creen que el camino aún es largo y seguro. Sin embargo, cuando uno madura, tiene que ser cauto, pues el barranco está cerca.
La niñez es parecida: es la vida sensata cubierta por la coraza paternal. Y si bien puede ser asfixiante, es segura. Al salir de ella, el camino es inhóspito: necesario para la madurez, pero cruel y letal para nuestra primera identidad, la inocente, a la que siempre deseamos volver.
